Las ideas del yo pensante son aves enjauladas - pertenecen a lo que el yo hace con ellas lo que desea. Las ideas que viven en el cuerpo son aves salvajes - sólo vienen cuando ellas desean. Tienen voluntad e ideas propias.[1] R.A.
Desde que allá por 1981 (hace más de 30 años) Rubem Alves decidió cambiar para siempre su estilo de escritura e indagar en los asuntos de la vida de una manera distinta a la teología que aprendió y que desarrolló tan bien (hay que decirlo), ha ido decantando su estilo y se ha renovado continuamente gracias a una inmersión infatigable en sus abismos personales y en todo lo que le rodea.
Una persona contribuyó a que esa transformación se realizara de modo más formal: su amigo Jether Pereira Ramalho lo invitó, ese mismo año, a escribir textos libres para la revista ecuménica
Tempo e Presença. El primer artículo publicado allí sería el punto de partida que se concretaría en
Dogmatismo y tolerancia, luego del feroz ajuste de cuentas con la Iglesia Presbiteriana de Brasil que fue
Protestantismo y represión (1979; nuevo título:
Religión y represión, 2005).
[2] Ya lejos de cualquier venganza o resentimiento, Alves se transfiguró en un escritor que poco a poco lograría una prosa impactante y concisa, personal y entrañable, al mismo tiempo. Ese oficio lo llevó a incorporarse a la Academia Campinense de Letras, mismo destino de su colega Gustavo Gutiérrez (el fundador católico de la teología latinoamericana de la liberación), miembro, a su vez, de la Academia Peruana de la Lengua.
Pocos años después, él mismo dio fe de su transformación, aunque todavía sin la claridad y la certeza que le permitirían alcanzar sus lecturas de autores como William Blake, T.S. Eliot, Fernando Pessoa, Ludwig Wittgenstein, Cecilia Meireles, Gaston Bachelard, Octavio Paz o Adélia Prado, por citar sólo a algunos. Los años noventa fueron el escenario del nuevo despliegue narrativo y reflexivo del siempre teólogo (a su pesar) que ahora se movía como pez en el agua, ya libre de las amarras doctrinales que atenazaron en otro tiempo su creatividad. El
Libro sin fin, renombrado ahora como
Variaciones sobre el placer es una puerta de acceso a su “taller íntimo de producción escritural” porque exhibe sin pudor ni arrepentimiento la manera en que las ideas que brotan de su cuerpo lo poseen a través de una inspiración nada etérea, sensible, pero que se queda sin explicación necesariamente lógica.
Luego de explicar, de modo
divagado, lo sucedido en su interior y en su experiencia cuando le surgió el deseo de escribir este volumen, Alves mezcla, en su nuevo método de
pesquisa, todos los elementos que le sirvieron para avanzar en la escritura. Así, se juntan en una misma página Tales de Mileto y Nietzsche, quienes junto a otros autores bombardean al lector/a desde los márgenes para acicatear su imaginación con múltiples rumbos de interacción y búsqueda. El primer capítulo, una amplia digresión, proscrita en los textos académicos, lo muestra de cuerpo entero: “Los textos de saber prohíben que los autores se entreguen a confesiones sobre los caminos o descaminos de sus pensamientos antes de alcanzar su destino de conocimiento. Lo que se exige de un texto de saber es que el autor haga una asepsia rigurosa en sus materiales. Todo aquello que no hable al respecto del camino en
línea recta, que lleve del problema inicial a una conclusión, debe irse a la basura”.
[3]
Con ese trasfondo, Alves acomete la transustanciación literaria de todo lo que ha fagocitado por ser un antropófago consuetudinario que, en una labor casi religiosa, convierte en nuevo sacramento lo que brota de su pluma. A eso se refiere el segundo y breve capítulo, “Hoc est corpus meum”, esto es, las palabras sacramentales de Jesús de Nazaret. El autor ahora escribe con su sangre y su persona misma, y cada texto lo retrata en la mirada del lector: “Las cosas que digo, igual que las telas de Arcimboldi y la escritura de Borges, trazan las líneas de mi rostro”.
[4] El arte, queda bien claro, “busca la comunión”. Su carne y su sangre nos son entregados en un acto estético-litúrgico que actualiza la vida de quien proceden los textos. Cada lectura es un acto de degustación. Y nuevamente acontece el “ritual antropofágico”, dicho todo esto en un lenguaje que viene del
Manifiesto antropófágo, de Oswald de Andrade, del ya muy lejano 1928, en los años del surgimiento de la vanguardia poética brasileña…
Los capítulos que siguen, con el título cambiado, “Las metamorfosis de la vejez” (“Después de viejo me volví niño”, era el anterior), “El olvido: Barthes” (“Me olvidé de lo sabido para recordar lo olvidado”, el mismo caso), abundan en la reinterpretación, con las nuevas herramientas, de los caminos recorridos. En “De los saberes a los sabores” y “Los saberes del cuerpo” reinventa la aprehensión del mundo, ahora de una manera gastronómica y extremadamente sensorial, pero sin reducir la experiencia sólo al sentido del gusto. Por eso el capítulo siguiente se llama: “El cuerpo: él sabe sin saber” (antes: “Por una pedagogía de la inconciencia”). Nuevamente, como antaño (en
Hijos del mañana y
El enigma de la religión) analiza la función del lenguaje, pero desde fuentes muy diferentes a las de su amigo Paulo Freire. La educación le ha faltado siempre el respeto al cuerpo, a sus deseos de aprender únicamente lo que le sirve y le gusta. Por eso ha fallado la ciencia en imponerse: después de todo, los libros de ciencia son libros “de recetas”.
Ése es el origen de “Variaciones sobre el placer” (“La razón, sierva del placer”), donde relee al obispo de Hipona, y no se engaña: “La experiencia del placer, tan buena, siempre nos coloca delante de un vacío [la “puerta de la mística”, agregaría yo]. La teología de San Agustín se construyó sobre ese vacío que sigue al placer. (No olvida el poema de Heládio Brito sobre los
caquis, fruta
gostosa…) Después de agotado el placer, existe, en el alma, la nostalgia por algo indefinible”.
[5]
El placer no es lo mismo que la alegría. De ahí que sus “variaciones” sigan el mismo rumbo: San Agustín en teología; Nietzsche, la filosofía; Marx, la economía; y, para cerrar, Babette, la cocinera, acompañada de Tita, la de
Como agua para chocolate. Esa variación es la definitiva, en donde todo se redefine de manera casi total: su acercamiento al saber de la cocinera es enfático. “El banquete se inicia con una decisión de amor”. Los sabores que ellas dominan controlan al mundo porque, a diferencia de un nutriólogo, amo y señor de las cantidades y las calorías: “La cabeza de la cocinera funciona al revés. No considera vitaminas, carbohidratos y proteínas. Su imaginación está llena de sabores. Sueña con los efectos que los sabores producirán en el cuerpo de quien coma. No quiere matar el hambre. Lo que ella desea es hacer el amor con quien come a través de los sabores. Cuando el hambre se satisface, el festival de amo llega a su fin. […] Me gustaría que el texto evangélico fuese otro: ‘Bienaventurados los hambrientos porque ellos tendrán más hambre’. ¡La cocinera desea que su invitado muera de placer!”.
[6]
La pasión de Alves por la cocina fue estimulada de manera monumental por la película danesa
El festín de Babette (1987), al grado de que, cuando emprendió la aventura de abrir su propio restaurant, no otro fue el nombre del mismo. En otro momento, se explayó sobre el film con palabras que siguen resonando por su perspicacia y empatía:
Cocinar es hechicería, alquimia. Y comer es ser hechizado. Eso lo sabía Babette, artista que conocía los secretos de producir alegría mediante la comida. Ella sabía que, después de comer, las personas no siguen siendo las mismas. Cosas mágicas acontecen. De eso desconfiaban los endurecidos moradores de aquella aldea, que tenían miedo de comer del banquete que Babette les preparó. Creían que era una bruja y que el banquete era un ritual de hechicería. Y tenían razón. Que era hechicería, eso mismo. Sólo que no del tipo que imaginaban. Creían que Babette haría que sus almas se perdieran. No irían al cielo. De hecho, la hechicería aconteció: sopa de tortuga, callos al sarcófago, vinos maravillosos, el placer ablandando los sentimientos y pensamientos, las durezas y las arrugas del cuerpo siendo alisadas por el paladar, las máscaras cayendo, los rostros endurecidos haciéndose bonitos por la risa, in vino veritas...[7]
Para él, esa es ahora la gran metáfora de la vida, el saber y el placer: la cocina, porque los ojos de la cocinera “son iguales a los ojos de un poeta”.
[8] La poesía es culinaria, la culinaria es filosofía, dice a continuación. “La poesía son palabras buenas para comer. El poeta es un hechicero alquimista que cocina el mundo en sus versos: en un simple verso cabe un universo”.
[9] Placer, sabiduría, poesía y cocina: espacios para degustar la existencia y el tiempo. Ése es el nuevo Alves, siempre teólogo y poeta.
Nota. Las fotografías que acompañan este artículo proceden de la revista
Brasilis, sitio dedicado por el gobierno brasileño a divulgar la vida y obra de personajes relevantes del país.
[1]R. Alves, Variações sobre o prazer. Santo Agostinho, Nietzsche, Marx y Babette. São Paulo, Planeta, 2011, p. 22. Versión de L.C.-O.
[2]Cf. Leonildo Silveira Campos, “O discurso acadêmico de Rubem Alves sobre ‘protestantismo’ e ‘repressão’: algumas observações 30 anos depois”, en
Religião e Sociedade, vol.28, núm.2, Río de Janeiro, Instituto de Estudos da Religião, 2008, pp. 102-137,
www.scielo.br/pdf/rs/v28n2/a06v28n2.pdf.
[3]R. Alves,
op. cit., p. 29.
[7]Cf. R. Alves, “A festa de Babette”, en
www.releituras.com/rubemalves_babette.asp. [8]R. Alves,
Variações sobre o prazer, p. 150.
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