El refrán popular dice que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Yo, siendo algo más pesimista, pero remitiéndome a la realidad que observo cada día en la consulta y fuera de ella, me atrevería a afirmar categóricamente que no sólo tropieza dos veces, sino bastantes más.
Y esto no es sólo cuestión de unos pocos. De hecho, a la mayoría de nosotros puede habernos pasado, de una u otra manera. Y es que las personas solemos necesitar más de un batacazo para creernos la realidad de que el suelo debajo de nosotros.
Es cierto que, como probablemente algún lector ya esté pensando, no todas las personas siguen equivocándose una y otra vez en las mismas cosas por las mismas razones. Efectivamente, a veces hay que hacer muchos intentos para acertar y esos intentos pueden ser considerados, en cierta medida, como equivocaciones. Pero ni siquiera es a estos casos a los que me voy a referir aquí.
Pienso, más bien, en nuestra tozudez a la hora de aprender las cosas y cómo necesitamos infinitos avisos, llamadas de atención y caídas para aprender lo que, quizá, podríamos haber aprendido a la primera.
La autosuficiencia que tantos problemas nos ha traído como raza y que viene relatada desde los mismísimos comienzos del Edén está, probablemente, en el corazón de toda esta historia. Las personas, ante la realidad de nuestro error o de nuestros fracasos, solemos más bien mirar para otro lado, identificar a quién se puede culpar de lo ocurrido y pasar página sin aprender ninguna lección.
Tan de puntillas pasamos por las cosas que nos suceden, tan superficiales llegamos a ser en nuestros análisis de la realidad, que esa realidad se nos termina cayendo encima por pura dejadez y desidia. Es decir,
cuando llegamos a tocar fondo, eso no es el resultado casual de algo que se gesta de la noche a la mañana. Por el contrario, suele venir dándonos avisos, llamadas de socorro y ultimátums desde bastante atrás. Pero nuestra capacidad para girar la cabeza y hacer como si tal cosa es, francamente, sorprendente.
Así nos luce el pelo. Caemos una y otra vez en la misma piedra porque no somos capaces a veces ni siquiera de retener que tal piedra estaba allí y, más aún, para enseñarnos alguna lección valiosa probablemente. Pudiera considerarse torpeza. Yo me atrevería a llamarlo estupidez de nuestra parte.
¡Cuántas veces nos hacemos promesas de mejora que rápidamente olvidamos! Nos prometemos tener en cuenta ciertas cosas importantes para la próxima vez pero… la próxima vez llega y a nosotros nos pilla tan “fuera de juego” como la primera.
¡Cuántas veces Dios tiene que trabajar con nosotros al igual que lo hizo con Jacob o Jonás, que lejos de aprender ciertas lecciones a la primera, prefirieron entrar en ocasiones en una dura contienda con Él, incluso!
El caso de Jonás nos habla de la bajada constante, una y otra vez, hasta lo más hondo, para poder llegar a comprender mejor a Dios y Sus propósitos de bondad, no sólo para con Él, sino para todos. En el caso de Jacob, ¡cuánto mal, tristeza, dolor, separación se hubieran podido evitar si desde antes se hubieran aprendido ciertas lecciones, como por ejemplo, dar a Dios el papel que verdaderamente Él tiene al control de nuestras vidas!
Nosotros no somos diferentes a ellos. Probablemente aún somos más tercos, tozudos, exasperantes y necios que estos y otros personajes del relato bíblico. Sin embargo, Dios no se niega aún a seguir tratando con nosotros. Nos orienta, guía, perdona, restaura, levanta, guarda y acompaña a lo largo de todos nuestros días.
En ocasiones Sus mejores lecciones las aprendemos en medio del tropiezo repetido, no porque Él se regodee en la insistencia de nuestras caídas, sino porque es desde las consecuencias de nuestros actos que Él nos muestra, no sólo lo que quiere enseñarnos sobre nosotros mismos, sino lo que quiere que sepamos de Él.
La bendición de tocar fondo está justamente ahí: cuando nosotros estamos suficientemente abajo, somos verdaderamente conscientes de nuestra incapacidad y ahí es donde Dios se muestra con toda Su fuerza. Siempre la tiene, pero mientras no estamos en el fondo del abismo a veces no sabemos apreciarla. Tristemente necesitamos muchos intentos incluso para aprender la lección más simple: que Él nos ama y que desea nuestro bien.
Cuando, ante la dificultad, dudamos de esto, ponemos de manifiesto cuánto nos queda aún por aprender. Tenemos escasa memoria, y la que tenemos, ciertamente superficial. Preferimos seguir agarrándonos a la idea de un Dios mezquino, cuando en realidad tenemos un Dios que nos acompaña a lo largo de todos nuestros desiertos, que los conoce y que nos recuerda que hasta aquí nada nos ha faltado. Si esto es así, ¿por qué habría de faltarnos ahora?
Tendremos que caer más hondo aún, más de una vez, incluso, para aprender de forma personal la lección que tanto nos cuesta comprender y creer: que Su amor por nosotros es infinito,que le costó sangre a Su único Hijo y que los planes que tiene para nosotros son siempre de bien y no de mal… aunque estemos en el fondo del pozo.
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