Esta conocida frase del Génesis pronunciada Caín tras el asesinato de Abel trae a la mente de muchos de los que conocemos la historia un polémico asunto: la cuestión de la propia independencia del hombre, no sólo de Dios, sino de aquellos que nos rodean.
Algunas preguntas vienen a mi cabeza:
·¿Hasta qué punto somos dueños realmente de nuestra propia vida, tanto como para que nada tenga que ver con nosotros lo que a otros les suceda como consecuencia de nuestros actos?
· ¿Deben ser los demás, los que nos rodean, un “retenedor” de nuestra conducta o, por el contrario, sólo cada cual es responsable de lo suyo y, como consecuencia, estamos completamente exentos de responsabilidad respecto a lo que a los demás les suceda?
· ¿Era verdaderamente Caín tan independiente como proclamaba ser o, sin embargo, tenía responsabilidad delante de Dios por lo que pudiera acontecerle a su hermano Abel?
· ¿Estamos llamados a cuidarnos unos a otros? ¿Es opcional?
· ¿Cómo encaja todo esto con la filosofía individualista imperante hoy, por la que cada cual ha de pensar egoístamente, sólo en sí mismo o, al menos, si se piensa en otros, poniéndose uno en primer lugar?
Llama la atención contemplar hasta qué punto hemos integrado los cristianos en nuestra mente y nuestra forma de actuar esa idea imperante en el ámbito secular de que cada uno es dueño de sí mismo y de nadie más.
Como consecuencia de ello, hemos olvidado conceptos tan bíblicos sobre los que se nos avisa con crudeza como la importancia de ser o no tropiezo para los pequeñitos en la fe. ¡Más nos valdría, según el Señor mismo, atarnos una piedra de molino al cuello y echarnos al mar si somos de tropiezo a otros en ese sentido! (Lucas 17)
¿Cómo casa eso, entonces, con la idea de que podemos hacer lo que queramos porque cada cual es dueño de su vida? Quizá, tristemente para algunos, no somos tan dueños de nuestra vida como nos pensamos. Y, sí. Somos los guardianes de nuestros hermanos, al menos hasta cierto punto.
Es importante comprender bien esta idea, para no llevarla extremos inadecuados. No se trata de vigilar al hermano. Tampoco de que se nos vayan a pedir responsabilidades que son sólo de él. Pero sí estamos llamados a mirar los unos por los otros, cuidándonos, cuidando que nuestras acciones no sean de tropiezo a grandes ni pequeños en la fe, velando, incluso, por cambiar nuestros hábitos lícitos, si hiciera falta, debido a que, quizá, otros siendo más débiles puedan ser perjudicados por nosotros. No en vano la imagen que Pablo da en el Nuevo Testamento es de un cuerpo en el que lo que le sucede a uno de sus miembros le duele a los demás y al cuerpo en sí mismo. Pero por la misma lógica, también lo que uno de esos miembros hace de bueno o de malo beneficia o perjudica al cuerpo al completo.
En este sentido,
meditando sobre estas cosas, pensaba en cuán cierto es esto en nuestra vida cotidiana. Viendo las vidas de muchos de mis pacientes puedo constatar cómo muchas de sus dolencias vienen provocadas, no siempre por ellos mismos, sino por otros de la familia de la fe alrededor suyo.
Otras veces, la fuente es la familia carnal. Pero en cualquier caso,
unos sufren por lo que hacen otros, no siempre por lo que ellos hacen en primera persona. En otros casos, quienes vienen a la consulta están infligiendo un daño inimaginable en quienes están cerca suyo, aun cuando no sean capaces de verlo. Pero además, como terapeuta, una tiene a veces la oportunidad de comprobar cómo esto es claramente así, hablando con familiares, recibiéndoles tiempo después por los efectos colaterales de esas acciones que aquellos primeros pusieron en marcha, y no hago más que confirmar esta ley una y otra vez: lo que hacemos no es sólo cosa nuestra. Es cosa de todos, queramos o no, luego no somos tan dueños de nuestra vida como pretendemos creer.
Como toda moneda tiene dos caras, también existe el lado amable de esta ley. Hace unos días asistía a los bautismos de hermanos de nuestra iglesia y se nos llamaba a los ya convertidos desde hace tiempo a responsabilizarnos de ellos, a guiarles y a ser ejemplo, a ayudarnos mutuamente… ¿Cómo se hace esto si no es velando los unos por los otros, viviendo vidas coherentes? Si la alegría que se derivó de su acto de fe y testimonio público el otro día nos enterneció, inspiró y edificó a tantos, ¿por qué no ocurriría lo contrario en caso de influirnos unos a otros negativamente en vez de positivamente?
¿Soy yo, acaso, guarda de mi hermano? Sí, lo eres. Yo de ti y tú de mí. Porque cada acto cuenta y cuenta para todos.
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