En estos días que nos preparamos para un nuevo curso en la Facultad, y por ello el conocimiento de nuevos alumnos con claras vocaciones, tuve la desgracia de escuchar a alguien, que se lamentaba de haber oído a un feligrés que decía: “Irse a estudiar para Pastor me parece una vida perdida”.
Puedo deciros “Desde el Corazón” que me gustaría encontrarme con tal individuo de frente. Primero porque me desconcertó el juicio, la verdad, a mis sesenta y ocho años, no tengo la impresión de haber perdido mi vida. Y segundo porque la frase de tan irreflexivo parlanchín, me tendría que explicar
¿cómo se gana?, ¿cómo se pierde una vida?, ¿acaso sólo el que tiene una profesión liberal, gana sus euros, tiene hijos, es socio de un Club y su nombre consta en el listado de una iglesia, es el que no pierde su vida?; ¿no sirve una vida que va dejando en otros, pedacitos de alma?
A tal mentecato sólo le agradecería que su banal criterio provoque una importante pregunta ¿de qué está sirviendo mi vida?; porque esto de vivir es demasiado hermoso como para que pueda escapársenos como arena entre los dedos.
Popularmente se dice que una vida se llena teniendo un hijo, plantando un árbol y escribiendo un libro. Bueno, yo conozco personas que no hicieron ninguna de estas tres cosas, y que han vivido una vida radiante. Como también conozco quienes tuvieron hijos, plantaron árboles y escribieron libros y difícilmente podrían mostrarse realizados en ninguna de las tres cosas. Porque hay libros que tienen más palabras que ideas; hijos que parecen que de sus padres han recibido solamente la carne; y árboles que escasamente si producen sombra.
Tampoco me parece que el fruto de una vida dependa mucho del número de años que se viva. Y aquí “Desde el Corazón” espero que mis lectores me perdonen si hablo de nuevo de mí. Porque en todo caso, es la persona que mejor conozco, y ésta es la que quiere decir a los estudiantes de vocación que formarse para servir a los demás, es realmente ganar la vida. Desde que los médicos me sugirieron que “parase un poco el carro” no dejo de preguntarme si hago bien cada vez que me niego a un nuevo trabajo o a una invitación más.
¿Es preferible vivir algunos años más viviendo a media máquina? ¿o el ideal es desgastarse sin preguntarse cuántos años más durará este cacharro?
Yo siempre he sido un pésimo ahorrador. De dinero y de vida. Tal vez porque en el mundo hay demasiado afán por regatear esfuerzos, de dejar para mañana lo que a uno no le van a obligar hoy. Hay gente –pienso yo‑ que se morirá sin llegar a estrenarse. Se cuidan, se ahorran. Se “conservan”. Van a llegar a la otra vida como un abrigo siempre guardado en el ropero.
Sería terrible, sí, llegar al final con el alma impoluta, con el tesoro enterito, pero sin emplear. Recuerdo haber leído a un poeta que se reía de los que nunca se mancharon las manos… porque no tenían manos. O porque no las usaron para nada.
Pienso que una de las cosas horrorosas del infierno es la esterilidad... Así que sea lo que sea mi vida, anhelo que cuando parta, pueda quedar algo aquí, para otros, aunque solamente sea una gota de esperanza o alegría en el corazón de un desconocido.
Pierde la vida quien se la ha cuidado tanto, quien la ahorra tanto, por egoísmo, por cobardía, por el interés de “llegar a viejos”; ¿para qué? para mirar atrás y descubrir que ha sido estéril, que no la ha pasado haciendo el bien. Terrible será descubrir que hemos malgastado ese tesoro de amor que es la vida que Dios nos ha dado, para ser usada.
Hemos de mejorar el mundo que nos han dejado, más habitable en todo caso que cuando empezamos a balbucir palabras. No debe preocuparnos en absoluto el saber si dentro de un siglo se acordará alguien de nosotros –seguramente no‑, pero sí debe importarnos el que alguna semilla de nuestras vidas esté germinando dentro de alguien (incluso si ni él ni nosotros lo sabemos). Porque entonces nuestras vidas habrán sido ganadas.
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