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El drama de la brevedad del ser

Empieza el nuevo curso, volver a la normalidad de los trabajos será dura posiblemente, pero en nuestra planificación de los próximos días no pueden faltar dos cosas.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 31 DE AGOSTO DE 2013 22:00 h

Prácticamente pasado ya el tiempo vacacional, uno se dispone a seguir su vida real (lo demás ha sido prácticamente una evasión que poco o nada tiene que ver con nuestro verdadero día a día cotidiano). En la planificación de sus vacaciones uno piensa más bien en el disfrute y la posibilidad de desconectar de todo aquello que le pesa. Pero no contamos ninguno, francamente, y así lo demuestra nuestra hoja de ruta, por no hablar de la sorpresa que nos causa que ésta se vea alterada por ciertos imprevistos, con que algo pueda terminar abruptamente, no sólo con nuestras vacaciones, sino con nuestra vida al completo.

La muerte es una realidad que no descansa nunca. La podemos adornar de otros nombres, podemos intentar adjudicarle cierta dignidad a través de ritos y costumbres, pero resulta aterradora siempre, independientemente de la zona del mundo en que se dé el caso y de las formas externas que se adopten para gestionarla. Es decir, no importa cuán comedido se sea en la expresión del dolor. Duele igual. El dolor existe, es, permanece, es del tamaño del hueco que la otra persona deja con su partida, y no puede reducirse fácilmente, ni mucho menos desaparecer.

Este verano ha sido uno especialmente oscuro para nuestro país por el trágico accidente de tren que ha arrollado la vida de tantas personas, unas por morir, directamente, otras por ser familiares de estos, otros porque aún se encuentran en un proceso de recuperación del que difícilmente podrán eliminar las heridas psicológicas y físicas, que probablemente se mantengan en una cierta medida siempre.

El drama de la muerte sin adornos ni aditivos. Pero más aún: el drama de una muerte imprevista y no tenida en cuenta como posibilidad real a cada paso que damos. Porque nuestra sociedad y, más aún, nuestra generación, no tiene en cuenta ni contempla fácilmente la realidad dolorosa de nuestra propia brevedad y, por tanto, nunca aparece en nuestra planificación. Ninguno lo hacemos. Ni siquiera los propios creyentes. Vivimos como si fuéramos a hacerlo siempre.

Pensémoslo detenidamente: si algo es importante, nos ocupamos de que esté incluido en nuestro planning diario. Nadie dejaría fuera de su horario ir a trabajar, comer o dormir. Una buena organización del tiempo requiere que lo importante esté presente. Si no, no lo es o es una mala organización del tiempo, tan sencillo como eso. Sin embargo, ¿cuántos vivimos nuestra vida con la convicción (y la planificación, aunque sea sólo mental) no sólo de que podemos morir, sino de que nuestra vida ha de ser vivida conforme a lo que marca esa realidad?

En general se vive como si fuéramos eternos y nunca fuéramos a tener que enfrentarnos a ese problema, ya sea en primera persona o en carnes de otros. Planificamos, anticipamos, nos comprometemos a largo plazo… pero ni siquiera sabemos si estaremos aquí dentro de unos minutos. El drama es gigante, porque vivimos constantemente con una enorme espada de Damocles sobre nuestra cabeza, a la espera de que ésta caiga y acabe con nosotros. Pero lo trágico es que, en general, preferimos no ver esto, porque vivir con esta idea, según algunos, es morir en vida. No queremos mirarnos detenidamente en nuestro espejo, no sea que en él veamos también esa espada y ello nos haga tener que tomar decisiones, pensar acerca de nosotros mismos en otros términos menos optimistas, y ser consecuentes con todo lo que descubramos, porque la realidad de la muerte tiene implicaciones eternas que tendremos que aprender a gestionar adecuadamente y, “peor aún”, con coherencia.

Ciertamente no podemos estar constantemente pensando que vamos a morir. Nos volveríamos locos. Pero tampoco podemos vivir nuestros días creyendo (muchos firmemente, además, porque una mentira que se repite sistemáticamente finalmente casi se convierte a efectos prácticos de nuestra mente en una verdad) que viviremos para siempre o que la muerte es el final y punto. Vivir la vida con sentido implica que nuestros días tienen propósito, y no uno finito, sino uno que se extiende hacia la eternidad. Ahora bien… ¿quién da ese propósito? ¿Es algo que depende de nosotros? ¿O quizá hay algo más?

La vida sin Dios no tiene sentido para un verdadero creyente. El sentido que uno mismo puede proyectarse es tan breve y escaso como su propia vida. Al fin y al cabo, ni siquiera sabe si podrá cumplir cualquiera de los que se proponga, por simples que sean.

Pero siendo Dios el que da valor y propósito a la existencia, siendo que Él conoce nuestros tiempos y la hora de nuestra muerte, cuando tengamos que presentarnos ante Él y dar cuentas, todo lo que se haga en el marco de Sus propósitos será útil para el fin con el que se nos diseñó. Porque difícilmente puede la criatura hacer planes si no es contando con la vida útil que su diseñador quiera concederle.

El fin de cualquier cosa creada es ser útil para lo que se la construyó y darle mérito y gloria a su creador. Todo lo demás son añadidos. Hay tantas cosas que nos distraen en nuestro día a día… pero en la vida de un creyente, tanto lo que se hace como lo que no se hace es para Dios, y ha de servir al propósito de glorificarle.

Ahora empieza el nuevo curso, la vuelta a la normalidad de los trabajos será dura probablemente, pero en nuestra planificación de lo que serán los próximos días no pueden faltar dos cosas:

· la primera es la convicción de que nuestra vida es breve y podremos ser llamados a partir en cualquier momento, así que no hagamos planes que sólo vayan a hacernos perder de vista nuestra realidad negándola. Vivamos nuestra vida sabiendo que es un regalo generoso de Dios, pero que es dramáticamente breve a la luz de la eternidad y que, por tanto, puede acabar en cualquier momento. Aprovechémosla, vivámosla para Su gloria, aceptemos nuestras limitaciones, démosle dignidad a la existencia aunque sea limitada.

· La segunda es la necesidad de que en nuestros días esté impreso el sello del carácter de Dios, como criaturas Suyas que somos, con el fin de dar verdadero propósito a nuestra vida. Una lavadora que no lava no sirve y será desechada. Una televisión que no da entretenimiento igualmente será despreciada porque no sirve al propósito con que se la diseñó. Nosotros estamos hechos para ser útiles en los propósitos de Dios y para darle gloria. Sin eso, somos polvo y estamos de más en esta Tierra.

Así, ante lo que afrontamos y tenemos por delante, asegurémonos de que este asunto está cubierto. De lo contrario, el drama de la brevedad de nuestra vida será, si cabe, inevitablemente mayor y aún más trágico, de dimensiones eternas.
 

 


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