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Confesiones de un pecador justificado

El protagonista se justifica a sí mismo porque cree que tiene una visión más clara del propósito de Dios que las demás personas, y en realidad está cegado por ese fanatismo.
DINAMITA DE VERANO AUTOR Lluvia de Segovia de Kraker 18 DE AGOSTO DE 2013 22:00 h

Las oscuras calles de Edimburgo son el escenario de las Memorias Privadas y Confesiones de un Pecador Justificado, que fueron publicadas en 1824. Esta novela del autor escocés James Hogg es endiabladamente divertida y terrorífica al mismo tiempo. Robert, el joven protagonista y narrador de su propia historia, confiesa que odia a su hermano George y se siente justificado porque sus padres le han enseñado a odiarle. Robert también odia al criado de su padre, Barnet, porque éste observa el comportamiento del joven y no duda en decirle a la cara que aunque pretenda ser un devoto religioso, en realidad es un egoísta y un mentiroso. Robert no duda en responder a Barnet de la siguiente manera: “¿Quién te ha nombrado juez sobre las acciones de las criaturas del Todopoderoso? Para Él tú no eres un hombre, sino un gusano. ¡Cómo te gusta juzgar a los demás! Pero ¿no ha hecho Él un vaso para honra y otro para deshonra, como es mi caso y el tuyo? ¿Cómo puedes juzgar tú entre el bien y el mal, que están ambos bajo el control de Su mano, y entre los principios que se oponen entre sí en el alma humana?” Irónicamente, las palabras de Robert se vuelven contra él mismo ya que muestran la contradicción inmediata entre sus ideas y sus acciones: Si el hombre no debería juzgar a otros ni puede distinguir entre el bien y el mal, ¿cómo es que él mismo no titubea en hacer eso mismo al llamar a Barnet un “vaso de deshonra”? ¿Quién le da derecho de considerar a otro hombre como si fuera un gusano al que pisotear sin más?

Robert se justifica a sí mismo porque cree que tiene una visión más clara del propósito de Dios que las demás personas, y en realidad está cegado por ese fanatismo. En gran manera, Robert lo heredó de su padre, como constata Barnet al preguntarle al pastor que con qué personaje de la Biblia compararía su propio carácter. El padre de Robert no duda en definirse a sí mismo aludiendo a nadie menos que a Melquisedec y al apóstol Pablo. Esta respuesta confirma la idea de Barnet de que en realidad el carácter del pastor es más bien como el del Fariseo que fue a orar al templo y dice “Dios, gracias porque no soy como los otros hombres, y menos como éste pobre pecador que no ha sido redimido.” El pastor está de acuerdo con ese paralelismo, por supuesto: fariseo, y a mucha honra.

Robert cree que lo que uno hace por deber, por amor al bien, no se contará como una transgresión en su contra. Por eso, motivado por la envidia, hace que se castigue a uno de sus compañeros de manera injusta, por faltas de las que el otro muchacho es inocente porque es Robert quien las comete, justificando sus actos sin considerarlos pecaminosos. Pero aunque Robert cree que Dios le usa para castigar a otros pecadores, también le tortura pensar en sus propios pecados. Pensar en la condenación divina le llena de temor, y por eso se alegra tanto el día en el que su padre le da la buena noticia de que está seguro de que es uno de los elegidos y que nunca podrá perder su salvación. Robert se va a dar un paseo por el campo con el propósito de expresar su gratitud a Dios, y se siente como un águila que mira con desprecio desde las alturas al resto de los mortales. Es justo en este momento cuando aparece en escena un misterioso personaje que se acerca a Robert. Lo primero que le llama la atención y le da un poco de miedo es que la apariencia del hombre sea tan similar a su propio físico. Pero Robert se siente tan atraído hacia el joven desconocido que no puede rechazar su conversación. Pasan horas hablando de cuestiones doctrinales, y Robert está fascinado por la cantidad de conocimiento que demuestra tener su interlocutor. Después de despedirse, Robert se da cuenta de que se distrajo de su propósito inicial de alabar a Dios por haberle dado la certeza de que su salvación es irreversible. Al volver a casa, sus padres detectan una transformación en Robert, reflejada en los rasgos de su cara. Ante la sugerencia de que quizás haya tenido un encuentro con el diablo, Robert dice que es imposible, que conoció a alguien que más bien parecía un ángel de luz. La madre dice de inmediato que es así como suele aparecer el Engañador, pero el pastor le manda a callar, porque quiere saber, ante todo, si el nuevo amigo de su hijo comparte sus principios religiosos.

Robert pronto se da cuenta de que su nuevo amigo, que se hace llamar Gil-Martin, quien pretende ser un discípulo suyo, acaba adoptando el papel de su maestro. A Robert le seduce la inteligencia de su amigo y admira el hecho de que nunca titubee al expresar su postura teológica, por eso le sigue como un corderito. La lección en la que más insiste es que nada de lo que Robert haga puede apartarle de la verdad. Gil-Martin le presenta una misión: limpiar la Iglesia de los impíos que la contaminan. Convence a Robert para que emprenda una reforma sangrienta apelando a su orgullo y a su odio a ciertas personas. Pero es una misión que no tiene fin: Ya que has empezado a eliminar a los enemigos de Dios, ¿por qué no quitar de en medio a tus propios enemigos? A Robert le llama la atención que después de meses de amistad con Gil-Martin, nunca oren juntos. La excusa de su amigo es que eso sólo lo hace con quienes oran de la manera que a él le parece correcta y piden las cosas adecuadas.

Pero la narración está llena de tensión porque Robert no está tan seguro de querer convertirse en un asesino por esta causa y le asaltan las dudas. Siempre siente un gran alivio cuando se aleja de la presencia de su amigo, y su estado de agitación crece progresivamente. La angustia que expresa el protagonista y sus alarmantes metáforas hacen que el lector desee poder acercarse a él y ayudarle. El terror se manifiesta en la narración en cuanto el protagonista es más consciente de que la copa que desea beber en realidad contiene una dosis de veneno letal, metafóricamente hablando. Robert comienza a dudar de su supuesta incapacidad de errar, e incluso llega a preguntarse si su ilustre amigo es un buen juez de las acciones humanas. En una escena muy dramática, Robert se encuentra al borde de un precipicio, sumergido en la niebla, junto a unas ruinas, a punto de asesinar a su propio hermano, a quien considera el peor de los impíos. Y es entonces cuando le asalta el pensamiento de que también a él le espera un juicio divino, no sólo a su hermano. Nosotros también podemos sumergirnos en esta lucha desesperada con nuestras propias dudas y creencias: ¿Quién puede distinguir entre una persona buena y una mala y quién las juzgará finalmente?

Este artículo forma parte de la revista P+D Verano/07. Descárgala aquí (PDF) o léela en ISSUU:
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Lucía Cordero Arguijo
25/08/2013
16:46 h
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Si quien puede distinguir, bueno, solamente Dios, hemos sido justificados mediante su sangre, y El nos ve sentados en lugares celestiales, pero aún continuamos con nuestro cuerpo pecaminoso, aún batallamos con é,l lo bueno que hacemos Dios lo pone en nosotros, como dice la Escritura: porque Eñ pone en nosotros el querer como el hacer por su buena voluntad.
 



 
 
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