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Claudio Magris: el viaje vertical

¿Por qué viaja el hombre? Para salir del jardín. El hombre nunca está contento, nunca está satisfecho, ni puede hallar orden en sí mismo ni en sus circunstancias.
MÁS LUZ AUTOR Daniel Jándula 03 DE AGOSTO DE 2013 22:00 h

Una preocupación de la Europa contemporánea reside en la idea de que Occidente deja de ser tan influyente como lo fue siglos atrás. La literatura se ha adelantado a este hecho, y ha variado la perspectiva acerca de lo que es una narrativa exótica, al tiempo que se desplaza el mapa geopolítico y Asia se desliza hacia su centro: cuando se reconoce internacionalmente la trayectoria de un escritor, cada vez más tenemos la sensación de que los occidentales somos los invitados, los recién descubiertos; los narradores españoles nos pueden resultar tan lejanos y localistas como cercanos y reconfortantes los autores procedentes de latitudes frías. La globalización está aquí.

¿Qué sentido, pues, tiene en la actualidad el viaje? ¿Sigue siendo útil el contacto directo y personal con otros entornos para compensar nuestra falta de conocimiento sobre otras culturas? ¿Acaso las crónicas de viajes no son parciales siempre, ya que son otros ojos y otras manos quienes pasaron por la experiencia, una experiencia que nunca será exactamente igual a la que emprenderíamos nosotros? Evidentemente, la respuesta sigue siendo que el viaje, el movimiento y el acercamiento a lo desconocido son absolutamente necesarios; sin embargo, para el viajero su mayor aventura suele ser la propia localidad donde vive en el presente, donde se crió, o aquella en la que espera vivir, es decir, la patria conocida.

El Japón de Lafcadio Hearn nace de la voluntad de encontrar un sitio en el que permanecer; Kapuściński intenta empaparse de todo lo que le rodea, de hallar la paz entre conflictos incesantes; Bruce Chatwin viajó a la Patagonia para curar su vista, y encontró que la base del problema estaba en su necesidad de fijar un horizonte; Paul Theroux busca en sus destinos la historia siguiente, una forma diferente de tender la misma trama; Claudio Magris (Trieste, 1939) es un profeta consciente de su incomprensión, que cruza temblorosas fronteras con una mirada compleja, tratando de abarcar en la medida de lo posible los puentes de cotidianidad que unen lugares que en principio nada comparten. El triestino fijó en El infinito viajar un concepto diferente del viaje, partiendo de la crisis de identidad europea, y de su propia condición de narrador para quien vivir, viajar y escribir suponen prácticamente una sola actividad.

Magris cubre kilómetros urbanos y rurales, anécdotas y hechos de grandes proporciones, pero también la misma cantidad en kilómetros de papel y ríos de tinta, de personajes y conversaciones. Parte de Tielmes, Almagro, Madrid y el spoon river en Cantabria; sube a Londres y salta por las Islas Afortunadas; cruza el telón de acero y regresa al despertar de la unificación alemana; examina el procedimiento de los huevos de Pascua mientras va de una aldea evangélica a otra, en el corazón de Mitteleuropa; se sienta en los cafés cuyo cierre George Steiner lamenta en uno de sus ensayos; se pierde por escombros y calles que no existen; nos da clases de literatura checa y rumana; siente la invisible tragedia polaca y asiste a la transformación de esa tragedia en pesadilla; contempla la extensión del mar Báltico, del hielo en la URSS, del desierto en Irán; por último, queda el interrogante sobre las fronteras geográficas y narrativas al llegar a China y Vietnam.

Los cuarenta artículos, más el revelador prólogo, recogidos en El infinito viajar tras un proceso exhaustivo de selección entre los periódicos donde Magris ha colaborado, abarcan de 1981 hasta 2004, justo antes de que la prensa en papel emprendiera su camino a la disolución digital. Ciertamente, da la sensación de que cada artículo es un registro distinto para un medio de comunicación diferente. Se plantea el transcurso del tiempo, el sendero que corre transversal por la llanura de un viaje inacabable. Se piensa, cada vez que el autor regresa a casa por un tiempo antes de reemprender la marcha, en el sentido del nuevo viaje, de la propia vida. “El sentido de nuestra vida —dice— es su aventura en el tiempo, en la historia; el florecer, pero también el madurar y el pasar de lo que la Biblia llama ‘carne’”. Mientras tanto, esquivar la odisea del desencanto se antoja como nuevo principio.

¿Por qué viaja el hombre? Para salir del jardín. El hombre nunca está contento, nunca está satisfecho, ni puede hallar orden en sí mismo ni en sus circunstancias. El varón, llevado después de su formación al Edén (Génesis 2:8), suele tener la necesidad de escapar cada cierto tiempo, con la idea de que esa escapada traerá consigo una especie de libertad completa, un regreso al lugar de donde realmente procedía. Es parte de la consecuencia permanente de la caída (Génesis 3:19).

Por otro lado, esa necesidad de encontrar paz y sentido también constituye el origen de la escritura(que pierde algo en el momento que un pensamiento cae al papel). ¿Qué se pierde escribiendo, se pregunta Magris al llegar a China. Dicho de otro modo, ¿qué se gana viviendo? Para este autor no existe la dicotomía planteada por Jorge Semprún: vivir, escribir (añade viajar) es lo mismo.

Vivir es, más que nunca, viajar. De nuevo la pregunta: ¿por qué se viaja? Viajar es una escuela de humildad, responde Magris. Viajar es un encuentro con lo absoluto, con lo eterno y lo siempre presente, como el mar, por ejemplo. Magris cita a Angelus Silesius: “Cada rosa, recién brotada o marchitada, está desde siempre y por siempre en la mente de Dios”.

El mar, especialmente para un europeo, es un absoluto. Despierta la atención, y la atención es una forma de oración. El mar se traga los pecados perdonados. Es un lugar a veces frío, un elemento donde hacer flotar los pensamientos. “Alcanzar a Dios significa aniquilamiento de la sombra de la noche, rompimiento de la ola en el mar”, dice Magris.
Otros absolutos: los objetos, tanto como los rostros, las plazas o las montañas, cada uno con su valor en la Europa que es inmenso laboratorio.

Luego está la cuestión del vencido, del derrotado, materia recurrente en los libros. Y es que las derrotas cambian el mundo, pero cuidado: la caída no resta amor hacia el ser humano, sino que desplaza al propio ser, le hace sentirse fuera de sitio, de ahí que escribamos a menudo para encontrar una identidad, para hallar reconciliación, incluso aceptación.

O a lo mejor es solo una cuestión de diálogo: al final, la Biblia no es otra cosa que la historia de una relación, la búsqueda de un diálogo; por mucho que nos empeñemos en encontrar en sus páginas correspondencia con la historia, la ciencia, la ética, el pensamiento o la literatura... para tropezarnos con nuestra intención puesta en duda, con nuestra creencia incompleta mientras solo nos interese el aspecto humanista del libro. Precisamente en la calle León, en el fondo de armario de los antiguos mentideros madrileños, Magris piensa si no será acaso que confundimos la imaginación con lo que creemos, y que lo principal es buscar primeramente el diálogo: “A menudo sucede que creemos hablar con nosotros mismos o con Dios y, por el contrario, solo hablamos con los míseros y presuntuosos fantasmas de nuestros miedos y nuestros ídolos, y confundimos el eco de nuestro delirio con la voz de la verdad; al menos en una velada es más fácil darse cuenta de ser fatuos y banales como quienes están a nuestro alrededor, mientras que en un soliloquio se corre el riesgo de convencerse de oír una verdad absoluta y de convertirse en su profeta y esclavo”, ya que nos sentimos siempre a disgusto “cuando nos encontramos en lugar de otro, cuando debemos hablar en nombre de una escuela, un partido, una Iglesia, una asociación filatélica, de combatientes o de filósofos, acaso de un Estado; al mismo tiempo, nos damos cuenta de que estamos casi siempre en lugar de otro, de que no podemos hablar casi nunca en nuestro nombre”, hasta el punto de olvidar el sonido de nuestra propia voz.

Magris distingue dos tipos de viaje, aunque incluye sin mencionarlo la posibilidad de un tercero. Está el viaje circular, tradicional y clásico, como el de Ulises, en el cual el viajero es tiempo cuajado, se mueve por el principio de la persuasión y la idea de que “la salvación crece donde crece el peligro”. Está el viaje lineal, el del malvado infinito, el expresado por Nietzsche, donde la tentación de la irresponsabilidad y la disparidad entre vida y escritura se presenta a cada paso. Pero también se apunta una escalada vertical, pendiente de la redención, que anule la angustia del rectilíneo y rescate la virtud del circular; que pueda incluir los errores, las esperanzas, las quimeras y las oportunidades; que nos permita encontrar al prójimo sin que medie el desarraigo; que persiga (según describe el escritor polaco Andrzej Stasiuk) “una sola palabra o frase que convierta en prescindible tanto una continuación, como lo que se ha escrito hasta el momento”. Que en definitiva haga desaparecer nuestro ego.

“El Yo del viajero es poco más que una mirada”, insiste Magris al final del periplo recogido en este tomo. La creencia en Dios, el viaje de seguir a Cristo, no es una cuestión de fuerza, no depende de nuestra magnitud: “El cristianismo no resulta ser pues una pía unción, sino una experiencia devastadora de lo que está más allá de nuestras fuerzas y se sitúa, no ya en un cielo seráfico, sino en la maraña cotidiana que cada hombre está llamado a vivir aun no estando a su altura”.

En los evangelios se nos pide que seamos como niños, pues como escribe el autor premiado en 2004 con el Príncipe de Asturias de las Letras: “El niño sigue jugando precisamente porque está inundado por la Gracia, por el Evangelio que invita a dejar que cada día lleve su pena sin acrecentarla con la del mañana, a no destruir la vida con la preocupación de conservarla”.

- El infinito viajar, Claudio Magris, Anagrama – Compactos, Barcelona: 2011. Traducción: Pilar García Colmenarejo
 

 


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