De pronto me vi obligado a enterarme de un arte del que desconocía (y hasta la fecha sigo desconociendo) casi todo. El momento era propicio para mi conversión artística.[i] C.M.
UNA CINEFILIA GESTADA A CONTRACORRIENTE
Entre todas las múltiples aficiones a las que Carlos Monsiváis dedicó apasionadamente su tiempo, además de la literatura y la política con visión moral, el cine destaca como la más duradera, y constante. Se vio siempre a sí mismo como un cinéfilo empedernido condenado con tristeza a no abarcar la totalidad de la cinematografía contemporánea, aun cuando nadie de su generación y de muchas anteriores y posteriores sería capaz de acceder a una cultura en ese campo como él.
Con todo, la voracidad con que se acercó al cine tuvo un inicio descrito en el capítulo VIII de su autobiografía (“Por medio de la presente, sírvome manifestar mi gratitud”) con una minuciosidad notable. Actor ocasional (un Santa Claus ebrio en la cinta de Juan Ibáñez,
Los caifanes, 1966), conductor de un programa radial, crítico incisivo del séptimo arte y amigo de grandes luminarias como María Félix, su amor por el cine lo llevó a coleccionar miles de películas que atesoró en su casa, la que convirtió en una sala donde sus amigos y él semanalmente se encerraban a disfrutarlas.
Su libro Rostros del cine mexicano(1993, reeditado en 1999)
, profusamente ilustrado, es un testimonio de la manera en que abordó, con la delectación adolescente y juvenil que nunca abandonó, la gestualidad de actores y actrices que impresionaron su mirada y dejaron una marca indeleble.
Acaso el único paralelismo que se puede mencionar sobre una persona con formación protestante conservadora que se orientó tan compulsiva y creativamente al cine sea el del cineasta y crítico estadunidense Paul Schrader, cuyo pasado religioso iconoclasta hasta límites enfermizos lo llevó a ver su primera película más allá de la adolescencia. En el caso de Monsiváis, si bien las alusiones no son tan claras, llama la atención que alguien tan ligado a una cultura contraria al impacto de la visualidad, debido a la cadena de prohibiciones que en el ámbito evangélico identificaban al cine como algo mundano y hasta demoniaco, se convirtiera en un experto reconocido y en promotor de sus bondades estéticas.
[ii]
El capítulo en cuestión, un recuento deslumbrante de su iniciación como lector y cinéfilo, inicia con un inventario de los autores que aparecieron delante del joven Monsiváis, gracias a su amigo Sergio Pitol, que le permitieron superar sus escarceos adolescentes con la literatura. Allí aparecen Borges, Faulkner, Gide, Hemingway y Forster, entre otros. Da fe, también, de su paso por las carreras de Economía y Letras Españolas, que no lograron retenerlo, aunque sin dejar de mencionar la huella de quien sería su mentor y claro antecesor: “Por [Salvador] Novo entiendo que el español no es nada más el idioma que los académicos ha registrado a su nombre, sino algo vivo, útil, que me pertenece” (p. 49). Reconoce también la influencia de José Vasconcelos, Juan José Arreola, Carlos Pellicer, Jorge Cuesta y Octavio Paz, para por fin referirse a su ingreso como conductor del programa “El cine y la crítica” de Radio UNAM, que en sus primeras épocas coincidió con el surgimiento de los primeros cineclubes que abrieron la oferta cinematográfica para las nuevas generaciones. En páginas anteriores de la autobiografía (37-39) describe jocosamente el ambiente burocrático que conoció en esa estación.
Monsiváis acepta que al inicio era un auténtico neófito y que no era capaz de distinguir “una película de John Ford de otra de André Cayatte, ni entendía las tesis de
Cahiers du cinema”, la afamada revista francesa.
Tampoco niega su esnobismo y predilección por el cine soviético, y señala la importancia de un grupo tan relevante como lo fue Nuevo Cine, donde coincidió con otros escritores y críticos como Salvador Elizondo, José de la Colina y Emilio García Riera, si bien no fue tan asiduo como hubiera querido.
Su síntesis del cambio de época es aleccionadora: “He visto en los cineclubes cómo otra generación se va haciendo, como ante el derrumbe inmisericorde de la vieja sensibilidad y la vieja cultura, los mejores de entre los jóvenes acuden a la mitología cinematográfica para nutrirse, para auspiciar su anticonformismo” (p. 52). Estas últimas palabras lo definen de cuerpo entero en su relación con el cine, pues hasta su percepción de los “grandes sucesos históricos nacionales” pasa por el filtro del cine, como lo escribe en otro momento, magistralmente consciente de eso:
Para mí la Revolución Mexicana era Dolores del Río llorando ante el cadáver de Pedro Armendáriz o Domingo Soler, quien me había convencido que se podía ser en la misma función del Cine Bretaña, un cura típico amigo de Jorge Negrete, el hermano incestuoso de Andrea Palma y mi General Francisco Villa. […] Demasiado influido por el cine o demasiado susceptible, mi gran limitación como mexicano que se sabe muy bien su Hora Nacional [programa radiofónico gubernamental], es no poder configurar mi panteón cívico a base de las figuras que generosamente dispuso en mi provecho la retórica presupuestal. (p. 33)
Convertido el cine en su segunda “obsesión fundamental (la primera es el circo)” (p. 52), tres películas modificaron su vida: Sopa de pato, de los hermanos Marx, Casablanca y Cantando en la lluvia.
Sobre la primera, afirma que le sirvió para desprenderse de la solemnidad para siempre y encontrar el secreto orden de las cosas, más allá de toda forma de seriedad: “…mis días tan lúgubres, tan lúgubres, se vieron sacudidos, vejados humillados. ¿Cómo volver a contemplar con admirada serenidad a esos próceres del tedio, mis maestros? […] Allí aprendí, con los Marx, que la seriedad es un robo y que el orden aparente, al verse subvertido, manifiesta su pudibunda ridiculez” (p. 52).
Casablanca, “la película por antonomasia”, le descubrió “el poder formativo de Hollywood” y la fuerza de la música.
Cantando en la lluviale permitió “la transformación continua” de su “ensoñosa existencia” al grado de que uno de sus sueños se volvió “vivir de modo absoluto en comedia musical” y desacralizar, también en clave de ese género, los lugares máximos de la vida nacional. Sin olvidar claro, la larga nómina de “deudas”: Bergman, Visconti, Kurosawa, Fritz Lang, John Ford, Fuller, Walsh, Cuker, Capra, Hawks, Truffaut, Lubitsch, Busby, Berkeley, Preminger…
El final del capítulo, cinefílico a más no poder, bien puede cerrar estas líneas: “Una última cosa para el Monsiváis ideal que me alucina: me gustaría conseguir la voz de Miguel Inclán [el ciego de
Los olvidados, de Luis Buñuel y villano de
Nosotros los pobres y
Ustedes los ricos, de Ismael Rodríguez], la gabardina de Bogart, la obsequiosidad de Peter Lorre, la figura de Sidney Greenstreet, la sabiduría de Akim Tamiroff, el conservadurismo de Margaret Rutherford y la indudable mexicanidad del Indio Bedoya [actor sonorense prototípico]” (pp. 54-55). El cine fue, para Monsiváis, un amplio espejo donde no dejó de verse y tratar de entenderse, como lo reconoció en una entrevista: “La cinefilia es un asunto generacional, lo que me lleva a reconocerme en muchas páginas de Guillermo Cabrera Infante o de Manuel Puig. Para nosotros, el cine fue el equivalente a los que para otras generaciones fue el rock. El cine se convirtió en la posibilidad de integrar el espectáculo a nuestra vocación imaginativa y a nuestro gusto literario. Nunca me arrepentí de haber pasado toda la infancia viendo tres películas diarias. No sé en qué sentido ello me ayudó muchísimo, aunque tampoco sé para qué”.
[iii]
Si quieres comentar o