El mucho estudio aflicción es de la carne, y sin embargo la única característica de mi infancia fue la literatura…[i]C.M.
Desde su aparición, en diciembre de 1966, la autobiografía de Carlos Monsiváis se convirtió en una especie de mito literario, pues si bien él era muy conocido por la constancia con que ejercía el periodismo cultural y la crónica, con los años ese documento adquirió una fama imprevista. En sus escasas 62 páginas, el autor se presenta a sí mismo con un estilo que se volvería inconfundible y traza, al mismo tiempo, un perfil del ambiente mexicano de su época, sin distinguir entre aspectos “populares” o “cultos”.
La auto-descripción (“Me apasionan mis defectos: el exhibicionismo, la arbitrariedad, la incertidumbre, el snobismo, la condición azarosa”) se mezcla con observaciones que abarcan los más diversos tópicos: política, cine, literatura y una mirada inclemente sobre los comportamientos sociales tradicionales dominados por el trasfondo político que caracterizaba al México de entonces, uncido como estaba a los regímenes posrevolucionarios, priístas para mayores señas (por el PRI, partido en el gobierno, con sus variantes, desde 1929), y que dejaron una enorme huella en quienes, como Monsiváis, nacieron a fines de los años treinta.
Magistral y casi hiperrealista es la manera en que ubica su entorno vital al sur de la Ciudad de México mediante un lenguaje híbrido pero eficaz, escondido en el rumor de barrio, de chisme repetido hasta el cansancio:
Portales-Peyton Place: un pequeño pueblo con cines mugrientos, dos casas de citas, médicos obsequiosos, un Seleccionado Olímpico que jugaba aquí a la vuelta, veinte equipos de futbol llanero, adulterios sorprendentes, pirotecnia malthusiana y un diputado, el Sr. Licenciado López Gómez o Hernández Díaz o Aquílefallastemnemotecnia. Por favor, no deje usted de anotar el problema de la delincuencia juvenil: es increíble, para qué sirve la policía, aquí hasta niños de once años fuman mariguana, y hace unos meses mataron junto al California Dancing Club al Terrible Canchola. Dicen que fueron… Pero siempre hay cambios significativos: las muchachas pueden usar pantalones, ir al Centro ya no es una excursión, la benzedrina se ha vulgarizado y sólo los recaderos usan bicicleta.(p. 12)
[ii]
El retrato de sus contemporáneos es implacable y allí mismo incorpora su filiación cultural, la excepcionalidad por encima de lo gastado, lo ya insufrible: “No admiro a mi generación: la veo demasiado uncida al régimen imperante, la recuerdo siempre ligada a las generaciones anteriores en el empeño de ahorrarse trabajo, de disfrutar lo conquistado por otros. La veo inerte, envejecida de antemano, lista para checar y reinar. Aunque, desde luego, admito y admiro y trato cotidianamente a las excepciones, las gloriosas, insólitas, renovadoras excepciones”. (p. 62)
Los diez capítulos breves que integran el librito le sirven a Monsiváis para disecar su vida hasta entonces (“Tengo 28 años y no conozco Europa”) e insertarla en un medio un tanto hostil, pero que le permitió crecer como escritor a contracorriente de los usos y costumbres familiares. De ahí que consignar algunas de sus aficiones e intereses, enumerados con tanta pasión por él, puede resultar interesante y útil para adentrarse en el universo monsivaíta.
SU FORMACIÓN PROTESTANTE
El primer capítulo lleva el nombre de un himno protestante clásico, “Firmes y adelante, huestes de la fe” (donde se confiesa “precoz, protestante y presuntuoso”) y allí el cronista da fe de la manera en que el protestantismo moldeó su personalidad. En este tipo de recuentos es de lo más citado, pero llama la atención la manera en que al referirse a su sólida orientación bíblica, típica de alguien que no salía del templo (la
Iglesia Cristiana Interdenominacional en la calle de Libertad núm. 27, sede de la asociación religiosa a nivel nacional), incluya el resto de las lecturas notables que practicó en la Escuela Dominical, en algo que hoy se aprecia como muy lejano, pero que fue real en su momento.
Monsiváis combina la nostalgia por el cambio de domicilio del centro de la capital mexicana a esa colonia que lo acogería con el celo religioso y cultural de los protestantes de su infancia y juventud, en una amalgama que lo acercó profundamente a la historia y que le impregnaría de una devoción por toda la imaginería evangélica del momento:
Pertenezco a una familia esencial, total, férvidamente protestante y el templo al que aún ahora y con jamás menguada devoción sigue asistiendo, se localiza en Portales. Familia fundamentalista, que abomina del licor y el tabaco, la mía decidió otorgarme una educación singular. En el Principio era el Verbo, y a continuación Casiodoro de Reyna (sic) y Cipriano de Valera tradujeron la Biblia, y acto seguido aprendí a leer. […] himnos conmovedores […], cultura puritana (“Instruye al niño en su carrera y aún cuando fuere viejo no se apartará de ella”), y libros ejemplares (El progreso del peregrino de John Bunyan; En sus pasos o ¿Qué haría Jesús?; El Paraíso Perdido, La institución de la vida cristiana (sic) de Calvino, Bosquejo de dogmática de Karl Barth). Mi verdadero lugar de formación fue la Escuela Dominical. (pp. 13-14)
En efecto, a él llegaron las ediciones de libros tan teológicos “especializados” de la Casa Unida de Publicaciones (Calvino y Barth) junto a las lecturas obligadas de esos años. Sus héroes fueron los reformadores y personas afines. Todo un panteón glorioso se gestaría en la mente del joven Monsiváis, nombres por lo demás ausentes en posteriores generaciones de evangélicos mexicanos, forjando una identidad religiosa a toda prueba:
Allí adquirí una extraña iconografía heroica, notable por la ausencia de la Morenita del Tepeyac —la misma que convirtió a Juan Diego en el primer partidario mexicano del Star System— y la presencia del Almirante Coligny, Zwinglio, Calvino, Teodoro de Béze, Agrippa d’Aubigné, John Wesley, John Brown. Leía apasionado a Dumas y Michel Zévaco porque Los cuarenta y cinco o los Pardaillan eran hazañosos en medio de las guerras de religión y yo, hugonote intensísimo, lloraba desolado evocando la Noche de San Bartolomé. […] Me correspondió nacer del lado de las minorías y muy temprano conocí el rencor y el resentimiento y justifiqué por primera vez el oportunismo en la figura de Enrique IV, no porque creyese que el De Efe bien vale una misa, sino porque toda posibilidad de venganza, así fuese la anacrónica de recordar a un príncipe hereje que gobernó Francia, me sacudía de placer. (pp. 14-15)
El balance de esta etapa formativa, dentro de todo, es positivo, con un toque de autocrítica y sarcasmo, aderezado con un ingrediente literario:
A la Escuela Dominical debo asimismo una estructura moral que, con sorprendente malevolencia, vuelve a mí en los momentos menos oportunos. El pecado fue el tema central de mi niñez y la idea que de algún modo, no sé cuál, ha seguido rigiéndome hasta ahora. Para el esencialmente protestante Julien Green el Paraíso consistía en un cuarto poblado de estatuas bellísimas. En no poca medida comparto a pesar mío ese temor, ese invencible miedo cristiano a la unidad total del cuerpo y el espíritu. […] En última instancia, podría definir mi formación moral como la vieja necesidad de poner en tela de juicio “incluso el menor movimiento de mi dedo meñique”. (p. 15)
LAS LECTURAS VORACES
Aunado a esta formación, el catálogo de lecturas juveniles se fue haciendo cada vez más amplio. El segundo capítulo (“Viaje al corazón de Monsiváis”) es una falsa entrevista en la que el autor se desdobla y despliega el horizonte variadísimo de sus aficiones literarias, pues combinó obras mexicanas, de otras latitudes y libros misceláneos. La exactitud con que las refiere es asombrosa:
En la primaria, después de Homero y Virgilio y los clásicos protestantes, leí las divulgaciones freudianas de Gómez Nerea y agoté a Jane Austen y vislumbré a través de Mr. Pickwick, Mr. Tupman y Mr. Snodgrass, las posibilidades de la sátira, y me fascinaban las novelas de Martín Luis Guzmán y Rómulo Gallegos, los folletones de Eugenio Sue y Vicente Riva Palacio, las biografías de Ludwig y Zweig y Los Sertones de Euclides da Cunha. (p. 17)
Por si fuera poco, agregó la mitología griega y la literatura policial, pues la segunda no la abandonaría nunca, aunque acerca de la primera es posible advertir una cantidad enorme de títulos en su biblioteca personal ya abierta al público. Sobre ambas escribe con el tono que se volvería habitual y, al mismo tiempo, describe el surgimiento de su vocación literaria contra viento y marea, pues para él toda la vida pasaba por el filtro de sus lecturas eclécticas, además del infaltable trasfondo religioso, omnipresente:
No había mayor placer que recitar las doce hazañas de Hércules o recordar las rimas de Mamá Oca que Philo Vance musitaba en Los crímenes del alfil obispo […] Literatura siempre, a todas horas. Y oía con mayor precisión el Llamado de las Letras al comprobar mi sucesivo y reiterado desinterés ante aquello que condujese a las matemáticas, al medicina, la biología, la química […] No me quedaba entonces sino la novelería y en ella me refugié con ánimo ortodoxo: estudié a Sherlock Holmes y Hércules Poiret y Nero Wolfe y admiré a Doc Savage […] y para mí la aviación fue Bill Barnes y el Oeste Pete Rice y Zane Grey y al idea de rebeldía Huck Finn que no iba a la Escuela Dominical, y Francia era Arsenio Lupin y Rocambole […] Y mi infancia es la síntesis de libros, series de episodios […], revanchas mexicanas del Charro Negro, colección Billiken, himnos y soledad. (pp. 17-18)
[ii]A su muerte, los vecinos de la colonia Portales manifestaron su pesar. Véase: Merry Macmasters, “En el barrio nos sentíamos importantes por tu existencia; nunca te olvidaremos”, en
La Jornada, 21 de junio de 2010, p. 7,
www.jornada.unam.mx/2010/06/21/politica/007n1pol.
Si quieres comentar o