En 1993 Jane Kenyon recibió en su casa de New Hampshire la visita de un periodista que rodaba un
reportaje para la televisión sobre ella y su marido, el también poeta Donald Hall.
El periodista, Bill Moyer, formuló una inquietante pregunta sobre sus
poemas “de mudanza”, poemas que iban de abandonar un sitio para llegar a otro distinto y que a sus ojos sonaban muy verdaderos “porque expresan un sentido de estar perdido que he experimentado aún sabiendo donde estoy. ¿Cómo es que escribió esto?”.
Con toda tranquilidad, las gafas colgando del cuello y la voz joven y cansada, ella le dijo: “Para mí la poesía es siempre un lugar seguro, un refugio y lo ha sido desde que la estudié en la escuela primaria, así pues era natural para mí escribir sobre estas cosas que ocurrían en mi propia alma”.
En esa época Donald tenía cáncer, y la poesía aportaba, entre otras cosas, una pizca de paz a la dolorosa situación. Lo que no cabía esperar era que sería Jane quien moriría de leucemia año y medio después de estas palabras. Escribió: “morir es fácil... lo peor es la separación”. Era primavera.
A veces la vida de los poetas se parece enormemente a la vida que hay en sus obras; hasta tal punto que no podemos decidir si sus versos se basan en la existencia, o si es que de algún modo se ven impelidos a ser coherentes con lo que están escribiendo.
En el documental, como en los versos de Kenyon, podemos ver a la pareja descendiendo un camino hasta un lago, observando los juncos. Hay en sus libros poemas dedicados a la colada, a la contemplación de las estrellas y la nieve, a peras y patatas, a murciélagos, camisas y atardeceres. En algunos casos, sus textos están empañados por el pesar, o por la naturaleza, que a ratos es lo mismo. En otras ocasiones se trata de su herencia rural, ya que ella creció en el Medio Oeste. Su padre era pianista de jazz, y su madre cantante. Vivió en una casa de Ann Arbor, Michigan, atestada de libros y de discos, y de forma natural continuó ese tipo de vida cuando conoció en la universidad a Donald Hall, primero profesor y luego marido (él era veinte años mayor), y posteriormente se mudaron al noroeste, a la granja familiar de Hall en New Hampshire, estado que enseña el lema: “Vive libre o muere”.
Él resume su rutina así: “Nos levantábamos temprano. Yo llevaba el café a Jane a la cama. Ella sacaba a pasear el perro mientras yo empezaba a escribir, luego subía las escaleras para trabajar en su propio escritorio en sus propios poemas. Tomábamos el almuerzo. Nos echábamos. Nos levantábamos y trabajábamos en cosas secundarias. Luego leía en voz alta a Jane; jugábamos al ping-pong, leíamos el correo, volvíamos a trabajar de nuevo. Cenábamos, hablábamos, leíamos libros sentados el uno frente al otro en la sala de estar, y nos íbamos a dormir. Si teníamos suerte, el teléfono no sonaba durante todo el día. En enero Jane soñó con flores, con la planificación de una ampliación y mejoras en el jardín. Desde finales de marzo hasta octubre se pasaba horas cavando, añadiendo estiércol Holstein, de cinco décadas, por toda la granja, plantando, trasplantando, y deshierbando”.
En el documental podemos ver cómo también acuden a la iglesia. Les vemos introduciendo dinero en la colecta; cantan salmos (o los escuchan) y atienden a la lectura de Mateo 4:23 y a lo que dice el predicador. Cada semana organizan recitales allí y en un espacio del ayuntamiento.
Son como tantas otras parejas que llevan mucho tiempo compartiendo la cotidianidad, y cuya unión parece inquebrantable porque da la impresión de que siempre estuvieron juntos. Hall escribió también: “Pasamos juntos casi veinte años en Eagle Pond Farm, trabajando por separado en una empresa común, gozando juntos la tierra, la casa, la iglesia y los amigos”. Kenyon leyó a Keats y a Chéjov, tradujo a Ana Ajmátova, y a pesar de las depresiones que pasó durante su vida, su poesía nos dice que fue feliz. Su obra, recogida en seis libros (el penúltimo de ellos y ya póstumo,
Otherwise, llegó a vender setenta mil ejemplares), trata del despertar tras el dolor, de paisajes casi místicos, de una casa en calma tras la desolación, de la rebeldía psíquica.
Kenyon escribe de cosas que muchas personas comparten, cosas que prácticamente cualquier ser humano verá a lo largo de su vida: la enfermedad, los animales, los viajes y/a la cocina. Siendo así, aun de cada verso descuelga una premonición. Este fragmento pertenece a un poema que se titula Abrigos:
Le vi salir del hospital
con un abrigo de mujer sobre el brazo.
Evidentemente ella no lo iba ya a necesitar.
Las gafas de sol que llevaba no podían
ocultar su cara húmeda y su desconcierto.
A ratos, por su habilidad para encontrar el adjetivo exacto, recuerda a Emily Dickinson, aunque deja entrar mayor luz. Otras veces reconoceremos a Silvia Plath en sus ratos buenos, en esos paréntesis donde se encontraba cerca de estar bien. Contiene el ambiente naturalista de Edith Södergran, pero es una naturaleza doméstica, contenida.
Podríamos ver a Teresa de Jesús en su estudio, pero Kenyon es más femenina, no tan mística. Habla del mundo que la rodea, y también advierte que (es el caso de su poema Que venga la noche) alguno de sus textos le ha sido “dado por la musa, el Espíritu Santo”.
El traductor de sus poemas al español dice, parafraseando una declaración de ella misma que “la poesía de Kenyon importa porque es hermosa (...) porque dice la verdad. La verdad humana acerca de la complejidad de la vida”. Su vulnerabilidad es a la vez fuerte, porque la fuerza no está en lo que describe sino en el modo en que se supera esa complejidad. Ahí está el misterio al que aludía Jorge Guillén cuando decía que “hasta la más enredada poesía suelta enigmas” y que “todo poema digno acaba en iluminaciones”.
Así, entre poemas dedicados a un dedal de plata, al modo de yacer en la cama, y a la vida cautelosa de pareja, caen perlas como esta
Sugerencia de un amigo, no exenta de humor: No estarías tan deprimida / si realmente creyeras en Dios. O poemas sobre reflejos, visible por ejemplo en
Interiores holandeses:
Cristo ha sido pintado hasta la saciedad,
en los fríos confines de la Europa boreal,
mil miles de veces.
De pronto pan
y queso aparecen en un plato
al lado de una brillante jarra de peltre de cerveza.
Ahora dime que el Espíritu Santo
no mora en el juego de luces
sobre la cuchillería.
Su texto más conocido se titula De otra manera. Es comprensible, porque resume lo que Jane Kenyon hace a diario. Trata del paso de los días, de una existencia plena, a pesar de que debajo hay “otra vida” llena de frustraciones, ansiedad y dolor. Es un poema que, sin decirlo (un poco como ocurre en Habacuc) rebosa gratitud. Da forma al poderoso interrogante: ¿sería nuestra vida igual de dichosa si las cosas fuesen de otra manera, si viviésemos una vida distinta?
Y también plantea de forma velada lo que dejaremos atrás cuando ya no estemos: la realidad de que, aunque parezca que nuestra existencia ha sido breve y ha planeado con discreción, es inevitable que las cosas serán diferentes; que nuestro mundo, aunque pequeño, un día cambiará radicalmente. De ahí la importancia de nuestros diminutos actos cotidianos, cuya exactitud, cercanía y significado (aun en lo aparentemente absurdo) anulan la aleatoriedad de nuestra vida, ese mal concepto llamado suerte.
Una de las mejores partes del documental de Moyer es comprobar que lo que un poeta realmente ambiciona es la identificación con su lector. Para ello es preciso oír su voz con atención.
DE OTRA MANERA
Me levanté de la cama
con dos piernas fuertes.
Podría haber sido
de otra manera. Comí
cereal, leche
dulce, un melocotón
maduro, perfecto. Podría
haber sido de otra manera.
Llevé al perro cuesta arriba
al bosque de abedules.
Toda la mañana hice
el trabajo que me gusta.
Al mediodía me acosté
con mi compañero. Podría
haber sido de otra manera.
Cenamos juntos
en una mesa con candelabros
de plata. Podría
haber sido de otra manera.
Dormí en una cama
en una alcoba con cuadros
en la pared
y planeé otro día
exactamente igual a este.
Pero un día, lo sé,
será de otra manera.
-
De otra manera, Jane Kenyon, Pre-Textos, Valencia: 2007. Traducción y edición: Hilario Barrero.
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