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Malditos músicos que escriben

Cuando Hinson escribe, bebe de Kerouac, de la Biblia, de Hemingway o de Hunter S. Thompson, con una historia atemporal sobre vidas perdidas que, como todas, buscan y buscan
PREFERIRíA NO HACERLO AUTOR Jordi Torrents 13 DE JULIO DE 2013 22:00 h

La literatura permite esa bizarra y personal sensación de poder releer. Bueno, releer es un verbo incorrecto a todas luces, ya que quizá implica repetir una acción, reproducirla con fidelidad, cuando una enésima (en mi caso) zambullida en Tom Sawyer suele ofrecer siempre nuevos matices, nuevas mezcolanzas entre recuerdos de infancia y ese imaginario personal alrededor de un personaje que, para uno, ya es como de la familia.

Al confesar esto me quedo tranquilo, ya que la crítica internacional suele coincidir en apreciar la novela de Mark Twain como su obra maestra (etiqueta ambigua y casi eufemística que alguien debería destripar algún día, por cierto, ya que la obra maestra de algún autor, su mejor obra, puede ser un bodrio. No sé si me explico. Otra cosa es cuando nos adentramos en la calificación de “obra maestra” como equivalente a “es tan buena que no sé cómo explicarlo”. En fin).

A la hora de releer, en cambio, ¿qué nos lleva a retomar una historia que ninguna reseña apunta como demasiado brillante? Pregunta retórica, que conste, ya que la respuesta no me quita el sueño. Una reciente incursión visual en uno de esos estantes con los que compartimos casa hizo que me detuviera una magnífica cubierta (que no portada, matiz que no viene al caso) que recuerda a las rústicas revistas pulp y que firma uno de los músicos más adictivos del siglo XXI, Mica P. Hinson, que en el 2010 se lanzó al ruedo literario con la novela No voy a salir de aquí.

Hinson no triunfará a las listas de ventas, pero nos recuerda que hay músicos que saben escribir más allá de unas letras más o menos apañadas para sus canciones. Su obra es una nouvelette, tal como la define el mismo Hinson, de apenas un centenar de páginas pero escrita con aquel lirismo melancólico de su propia música, una historia de perdedores, de supervivencia, una clásica road movie de chico y chica en un viaje cargado de preguntas.

Vi a Hinson en el Festival de Benicássim del 2008, donde venció y convenció con su aire de alumno aplicado, tímido y que se tiene que ir poniendo bien las gafas con el dedo, más que nada para tener algo a hacer con las manos. Detrás de su aspecto frágil y miope, se esconde una especie de Buddy Holly eléctrico y orquestado, pero también un joven Dylan austero y detallista. La música de Hinson se mueve entre tics low-fi y otros más barrocos, pero su escritura también.

No voy a salir de aquí fue su debut literario y, curiosamente, lo hizo traducido al castellano de la mano de la editorial Alpha Decay (en su deliciosa colección Héroes Modernos, que se define como una serie con ánimo corrosivo y vocación punk), sin que en los Estados Unidos nadie se fijara en él para hacerlo en el inglés original.

El rostro de niño bueno de Hinson engaña, y a sus 32 años cuenta con un currículum donde aparecen palabras como drogas, prisión y vagabundo. La música, para él, es un elemento de redención. La literatura, la compañera fiel. En un momento de su vida se lo llegó a vender todo para pagarse la adicción, incluso la guitarra.

Bien, casi todo, puesto que siempre conservó una vieja máquina de escribir, una Royal de los años 30 que considera su mejor amiga. Con ella escribió No voy a salir de aquí con apenas veinte años, cuando trabajaba en una pizzería y pasaba más horas bebido que sobrio.

Aquel manuscrito acabó dentro de una caja, hasta que Jaime Hernández, director de la discográfica de Hinson en España (Houston Party), habló con la gente de Alpha Decay. Como en la triste historia de Kennedy Toole (que se suicidó sin haber encontrado editor para su conjura necia), una sola copia del libro y a máquina requería una tarea de reescritura. Lo hizo la misma mujer de Hinson y lo tradujo Miquel Izquierdo que, curiosamente, ya lo ha hecho con otros músicos escritores como Bob Dylan y Nick Cave.

Su novela, pues, es casi fruto de una casualidad, puesto que aquella caja contiene hasta cuatro libros más, así como centenares de poemas y cuentos. Hinson no es un escritor. Hinson escribe. Y si alguien le menciona aquella etiqueta del rock literario, se echa para atrás. A él le gusta el sonido de las teclas de la máquina, un ritmo que le recuerda a un combate de boxeo. Y así es feliz, a pesar de que un accidente de coche le dejó unas secuelas físicas que le impiden escribir con la misma soltura muchas horas. Una paradoja en su vida, puesto que la limitación física va acompañada de una medicación que, explica él, lo deja en un estado mental ideal para escribir. Y cuando escribe, bebe de Kerouac, de la Biblia, de Hemingway o de Hunter S. Thompson, con una historia atemporal sobre vidas perdidas que, como todas, buscan y buscan.
En ningún caso hablo de un movimiento, una moda o un estilo literario, pero la conexión de Hinson con otros músicos escritores es más que evidente, y quizás los vínculos más directos sean los de Cave y Dylan.

Tendemos a construir vidas imaginarias alrededor de personajes que no conocemos, pero que forman parte de nuestra vida. Personajes que, en boca otros, los sentimos ultrajados, como si nadie más tuviera derecho. Esto me pasa con Nick Cave, con canciones que me han acompañado toda la vida, con voces desgarradas y gritos casi atávicos, pero también con un lirismo y una suavidad de nudo en la garganta y lagrimilla traicionera.

Cuando Cave escribió una primera novela (Y el asno vio al ángel) pensé que el lazo se estrechaba todavía más: poca gente hablaba de aquella joya, escrita en su etapa berlinesa –con un tipo de reconversión como la que vivió Bowie de la mano de Brian Eno– y todo un descenso a aquello más primitivo, indómito y sobrecogedor de la condición humana.

Cave nos presenta la historia de Euchrid Eucrow, un personaje nacido con malformaciones físicas pero con una sensibilidad extraordinaria. Eucrow vive en una comunidad dominada por una estricta secta y convive con obsesiones, miedos, demencia y la búsqueda de un cobijo, tal como hacen los protagonistas de Hinson.

El libro, pero, quedó casi en un segundo plano cuando se publicó hace 24 años. Quizás sea por esto que el músico australiano esperara hasta el 2009 para volver, con La muerte de Bunny Munro, que nos narra la historia de un camino de evasión y autodestrucción de un vendedor ambulante de cosméticos cuando se le suicida la mujer. Su hijo, hasta entonces un niño tímido de nueve años, deberá también aprender a sobrevivir en un mundo que Cave nos presenta sucio y sórdido. A pesar de ser dos obras de aquellas que casi te hacen masticar polvo, Cave hace años que vive al sur de Inglaterra, en uno de aquellos pueblecitos de frío eterno, playa de piedras, hoteles decadentes y paisaje neblinoso como el que uno puede detectar en Atlantic City o en cualquier punto de la costa catalana en un invierno salpicado sólo con grupitos de jubilados abrigados y con todo el tiempo del mundo. Allí, Cave hace vida familiar y, con horario de oficina, recluta sus malas semillas para regalar al mundo nuevas entregas musicales (tanto con los Bad Seeds como con Grinderman, proyecto paralelo de blues sucio y delicioso) y escribe. Eso sí, tampoco quiere saber nada de la etiqueta de rock literario.

El otro gran nombre que vincula los dos mundos es el de Bob Dylan. Eterno candidato al Nobel de Literatura, a pesar de que su única incursión a la ficción es un libro casi maldito. A la hora de hablar de rock y literatura obvio las autobiografías, puesto que en muchos casos están escritas por terceras personas (con todo, las Crónicas del mismo Dylan, escritas por él, dan mil vueltas a otras bios), por lo que el único libro del de Duluty es Tarántula (hay una edición fabulosa de Global Rythm en castellano del 2006), escrito en 1966, pero que no se publicó hasta 1971. Mientras tanto, y eso que no existía internet, fueron circulando copias pirata, fotocopias torpes de unos textos que eran el complemento perfecto para entender la rotura de Dylan con su etiqueta folk y su catarsis eléctrica.

Tarántula nos habla del imaginario dylaniano y lo hace con técnicas que van desde el monólogo interior hasta la escritura automática, pasando para combinar verso y prosa en un constante experimento. Que nadie busque una historia, y si la hay es la de un tímido cantautor que, de repente, regaló al mundo una obra imponente (el doble disco Blonde on blonde) y se disfrazó con una máscara de altivez y genialidad que nunca más ha abandonado.

Curiosamente, si buscamos ejemplos similares en territorio español, encontramos algunos bastante emparentados con Dylan. Y con Cave. Y con Hinson. El asturiano Nacho Vegas se asomó al mundo musical con formaciones vinculadas al noise como Eliminator Jr. y Manta Ray, pero lleva ya década y media en solitario, habiendo creado un corpus discográfico consistente. Vegas tiene su particular Tarántula, un compendio de relatos, monólogos (palabra un poco desprestigiada por los explicadores de chistes fáciles con pared de tocho rojo detrás) y poemas: Política de hechos consumados (Limbo Starr, 2006), con textos que evocan la narrativa de Dennis Cooper o Bret Easton Ellis, pero también los viajes al manicomio de Leopoldo María Panero, con un puñado de páginas violentas, tiernas, heridas y con la capacidad de lanzarnos un punch directo al hígado para, al cabo de unos segundos, venirnos a consolar.

Vegas, de hecho, sería uno de los mejores letristas (aquí ya no hablamos de literatura entendida como su proyección en novela o relatos, y sí en canciones) que ha dado el panorama del pop rock español.

Para gustos, colores, claro, pero por ahí cerca andarían nombres como el radiofuturista Santiago Auserón (AKA Juan Perro); la poesía de Sergio Algora (El Niño Gusano todavía llora su muerte prematura hace cuatro años y antes de cumplir los 40); el surrealismo costumbrista de Antonio Luque y su Señor Chinarro; Fernando Alfaro (Surfin’Bichos y Chucho) o Francisco Nixon (Australian Blonde). Aquí iba también a citar a Dani Martín (El Canto del Loco), pero he revisado la letra esa que habla de “la madre de mi amigo José” y, por poco, lo he descartado (avispado lector, ponga el modo ironía en la lectura para detectar mi indignación ante el éxito de algunos atentados literarios que se forran por ahí, desde bisbales hasta melendis, pasando por los inclasificables soñadores de un tal Morfeo).

En catalán, el máximo exponente es el mallorquín Joan Miquel Oliver(líder de Antònia Font, aquel grupo con nombre de venganza), con el libro El misteri de l’amor, que en su primera edición tuvo el honor de incluir una nota de la editorial Empúries desmarcándose de las anárquicas normas de puntuación seguidas por el autor. Esta nota, ya de coleccionista, desapareció, pero ya era toda una declaración de principios sobre la intención de Oliver de dejar que la palabra fluyera con libertad, sin límites, trenzando la vida de dos parejas en el que lo menos importante es la vida de dos parejas. Oliver descabeza la literatura, engendra un libro que es bueno por todo lo que tiene de mal escrito.

A Hinson, Cave, Dylan, Vegas y Oliver los podrían acompañar otros nombres, como el príncipe del underground español, Javier Corcobado; Steve Earle (un Springsteen pero en maldito); Lou Reed, está claro; o el inclasificable Mark Oliver Everett (es decir, Eels), con obras, todas, dedicadas a los mismos a los que se dirigió Hinson en su debut. A los perdidos.
 

 


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