Por la forma en que tocaron a la puerta supuse que se trataba de unos testigos de Jehová, que siempre lo hacen tímidamente como si no quisieran molestar, o un vendedor de algo que no necesito.
De mala gana me levanté de mi poltrona donde leía la última novela de Dan Brown y me dirigí a abrir. En ambos casos; es decir, si se trataba de testigos o de un vendedor, el diálogo sería rápido y más rápido volvería a la lectura. Pero no eran ni los unos ni el otro.
Se trataba de mi buen amigo José Alberto Mora Alabarte a quien hacía unos seis meses que había dejado de ver. Una bienvenida cordial, un pasa adelante que me da gusto verte, un qué te trae por aquí y un cómo está tu familia salieron atropelladamente mientras nos dirigíamos a la sala.
José Alberto tiene dos características muy suyas que parecieran originarse en sus apellidos. Siempre llega atrasado a donde va; por eso, sus amigos le dicen «José Alberto, el deMORAdo». Y lo de Alabarte tiene que ver con que siempre anda preocupado de exaltar los valores, reales o ficticios, de sus semejantes. Da la impresión que hablar bien de la gente le produce tanto placer como el que experimentan los que acostumbran hablar mal de los demás. Regalar alabanzas pareciera ser el don que Dios le dio así como a otros les dio el de hacer correr chismes calumniosos.
Esto de los dones raros -y permítaseme hacer un paréntesis en este punto- no es nuevo. He conocido a algunos que parecieran haber recibido el don de complicarle la vida a quien sea: exhiben lo que yo llamo «el don de ser aguijón en la carne», Siempre tienen una palabra hiriente o una frase hostil en el arco para disparártela muchas veces sin ton ni son; son los eternos amargados, dispuestos a echarle a perder el día a quien se cruce en sus caminos. Conocí a otro cuyo don era el de hacer reír. Tenía un talento especialísimo. No era necesario que hablara para despertar la alegría donde y con quien estuviera. Con sus gestos era tan efectivo como con la palabra. Nunca se le vio enojado. Su don era hacer reír y en eso era insuperable. No he conocido a otro igual. Este ya murió. Y como había hecho grandes migas con Jesucristo, de seguro que debe de estar allá en el cielo sacándoles carcajadas a los ángeles y al propio Señor.
No bien nos hubimos sentado y mientras le ofrecía una taza de café de la cafetera que siempre me acompaña cuando me entrego a la lectura en el silencio de la sala y, ¡por supuesto!, con el televisor bien cerrado de ojos y de boca, José Alberto comenzó a hablarme del motivo de su visita.
«Tú sabes», me dijo, «que tengo buenos amigos en todas partes».
Eso era cierto. José Alberto Mora Alabarte, por su modo de ser, tenía amigos hasta en las trincheras de enfrente. Siempre lo he admirado por eso; yo, en cambio, tengo una facilidad extraordinaria para ganarme enemigos aunque procuro «no pisarle los juanetes a nadie». ¿Será este mi don?
«Un día de estos» prosiguió, «me encontré con uno de los vicepresidentes de la Universidad…»
Omitió el nombre del vicepresidente pero me dio el de la universidad, nombre que prefiero no mencionar porque se trata de lo que podríamos llamar, una «universidadcita»: ni grande, ni mediana, más bien diminuta aunque con un departamento de relaciones públicas bastante agresivo que trata de hacerla pasar por grande.
«… quien, entre conversa y conversa, me dijo que tenían tres doctorados honoris causa que necesitaban asignar; los beneficiarios no necesariamente tenían que destacarse en el ambiente académico y ni siquiera cultural. Bien podían ser amigos del amigo del amigo de uno de los vicepresidentes».
Yo, que algo había oído hablar de eso pero que nunca me había encontrado de frente con el fenómeno, me sobresalté.
«¿Doctorados honoris causa para regalar? ¿Tres? ¿No será que los están vendiendo?»
José Alberto no dio muestras de haberse sorprendido.
«No», me dijo. «Nosotros no los vendemos, pero déjame explicarte».
«Un momento», lo interrumpí. «¿Por qué hablas de “nosotros” cuando, por lo que me estás contando, tu encuentro con aquel amigo fue casual por lo que supongo que no te hace parte de ese “negocio raro” de que me estás hablando, o sí?»
José Alberto dio dos sorbos a su taza de café, los tragó con un ruido de garganta antes de depositar la taza en la mesita que había puesto junto a su sillón y dijo:
«Digo nosotros porque como que me siento cómplice de mi amigo el vicepresidente, pero la verdad es que está mal usado eso de “nosotros”». Y se echó a reír.
Luego, prosiguió:
«Quiero ser franco contigo. Todos sabemos que los doctorados honoris causa tienen un origen honorable; que fueron creados por las universidades e institutos de enseñanza superior para reconocer los méritos de personas distinguidas sin que necesariamente hayan sido sus alumnos u obtenido con ellos un grado académico. Estos títulos honoríficos se daban, y se siguen dando, con un doble propósito, uno de ellos casi nunca confesado: el que ya te he mencionado y este otro: para que el nombre de la universidad sea más conocido; y, al ser más conocido, pueda atraer más alumnos, más simpatías y más mecenas; es decir, más ayuda económica. Esto era en sus orígenes. Y aunque algunas universidades serias no se han apartado de esta línea, otras no tan serias… bueno… ya tú sabes. ¿Me explico?»
José Alberto Mora Alabarte se estaba explicando muy bien solo que no dejaba de sorprenderme lo que escuchaba. Pensé en la insistencia con que el sabio Salomón hizo notar que mucho de lo que se da debajo del sol no son más que pompas de jabón. «Vanidad de vanidades: todo vanidad». Y no sé por qué recordé la facilidad con que el
Review Department del
The New York Times otorga la calidad de
best seller a cuanto libro llega a manos del que escribe las reseñas rebajándole el prestigio a dichas opiniones hasta el punto que ya nadie las cree.
«Esta universidad ha otorgado, desde su fundación, unos treinta doctorados honoris causa…», me dijo.
«¿Nada más treinta? ¿Y cómo les ha ido con lo del prestigio, el número de alumnos y las finanzas?»
«¡No lo sé, aunque por la impresión que me dejó mi amigo, sospecho que la cosecha no ha estado muy buena!»
«¿Qué te hace pensar eso?»
«Bueno, es que lo vi bajándose de un bus de la locomoción colectiva y tuve que pagarle el café que nos tomamos. Sin auto y sin plata, saca la cuenta».
«¡Oh! ¡Ya veo! Es decir que no han conseguido todos los alumnos, todo el prestigio y todo el dinero que esperaban».
José Alberto no contestó ni hizo comentario alguno.
«Traigo conmigo los doctorados» prosiguió. «Mi amigo, que ni te conoce, no me habló de ti, pero yo lo estoy haciendo de motu proprio porque creo que te va a asentar bien un trajecito como el que te ofrezco».
«¿Por qué piensas que me va a asentar bien ese trajecito que me estás ofreciendo?»
«Bueno. Porque se te quiere y porque sé que si bien no eres tan popular como…»
Aquí
José Alberto me dio los nombres de varios conocidos a quienes les habían ofrecido “el trajecito”, lo habían aceptado y lo vestían a diario. Yo los conocía a todos por lo que sabía de qué estaba hablando. Disimuladamente, me miré los
jean, los zapatos que ya tenían más de dos años de trajinar diario y la camisa que me habían regalado en una
missionary boutique de una iglesia que había visitado hacía casi dos décadas. Me dije: «Me siento cómodo con esta ropa. ¿Para qué necesito un traje como el que me ofrece José Alberto?»
De todos modos, como para sacarle un poco más de punta al tema, le dije:
«¿Así es que trajiste contigo los trajecitos, eh? ¿Por qué no dejas que me los pruebe? A lo mejor me gustan. Y te acepto uno. O los tres».
Estuvo de acuerdo. Me los pasó, me fui a mi cuarto y dejé la puerta abierta para no interrumpir la comunicación.
José Alberto no se movió del sillón que ocupaba.
«¡Oye!», le grité. ¿Pero quién va a ponerse estos colores? Uno, amarillo, otro violeta y el último, verde mar. ¿No tienes algo más sobrio?»
Me dijo que no; que era lo único que le quedaba.
«¡Estas solapas, hombre! Parecen orejas de elefante. Habría que llevarlos a un experto para que los deje en condiciones de ser usados. A lo menos por mí».
Desde el sillón donde seguía sentado, José Alberto me gritó:
«¡Qué extraño! Fíjate que los demás eran iguales a estos y a quienes se los ofrecí les parecieron preciosos, los aceptaron encantados y los usan a diario con el mayor de los orgullos.
No me extrañó eso. Y pensé: «Vanidad de vanidades; todo es vanidad».
Ahora me explicaba por qué la gente se sonreía disimuladamente o a cara descubierta cuando veía aparecer a algunos de esos doctores honoris causa.
Volví a la sala trayendo en las manos los tres doctorados que mi amigo José Alberto Mora Alabarte estaba tratando de colocar entre sus amigos sin que importara su trayectoria académica, cultural o literaria.
Le dije:
«Te agradezco el gesto, querido José Alberto. Y que te hayas acordado de mí. Pero fíjate que con estos pantalones vaqueros, estos zapatos ya bastante usados pero que me son tremendamente cómodos, y esta camisa que después de tanto usarla aún conserva sus colores originales, me siento tan a gusto que no podría dar un paso con uno de estos doctorados honoris causa. No sé por qué vino a mi memoria mientras me los probaba la historia del jovencito David cuando quiso enfrentarse al gigante y el rey Saúl intentó vestirlo con aquel extraño doctorado honoris causa que David rechazó por incómodo y con su vestimenta de humilde pastor enfrentó al gigante, lo derribó y le cortó la cabeza. Te agradezco lo de los doctorados pero no, me pongo del lado de David y me quedo con lo que tengo.»
En silencio, José Alberto Mora Alabarte se puso de pie, hablamos otras pocas intrascendencias y se fue con sus doctorados honoris causa debajo del brazo. Yo, por mi parte, volví a mi novela.
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