Hace poco más de ocho años conocí en Madrid a un grupo de cristianos que una vez a la semana repartían postales evangelísticas y predicaban encima de una caja roja en la Puerta del Sol, sin micrófonos ni grandes plataformas. Las primeras semanas que los acompañé me daba vergüenza el simple hecho de repartir una postal. Ninguna sensación era tan desagradable como el que las personas rechazaran recibir una de las tarjetas, pero aún así continuaba repartiendo las postales sabiendo que Dios usa cualquier esfuerzo que hagamos por alcanzar a los perdidos, por mínimo que nos parezca.
Lo que más disfrutaba de mi tiempo en la calle era escuchar al predicador encima de la caja roja elevando su voz y proclamando el mensaje de la cruz.
Es maravilloso el efecto que la predicación producía en la gente de la calle; algunos se burlaban, otros se quedaban cautivados escuchando al predicador, otros lo ignoraban... A mi me gustaba observar detenidamente a la gente y me di cuenta que algo sobrenatural ocurría cuando el nombre de Jesús era predicado.
Habían pasado ya algunas semanas desde que salía a la calle a evangelizar con los de la caja roja y un día el predicador habitual no había podido venir. Ninguno de los que estábamos ahí teníamos experiencia predicando encima de la caja roja, es más, ninguno se había subido antes a la caja roja. Algo dentro de mí comenzó a arder y a incomodarme.
En la Puerta de Sol había cientos de personas caminando y esa tarde nadie iba a predicar porque no había predicador.
Me armé de valor y me ofrecí para predicar aunque nunca antes lo había hecho. Recuerdo subirme a la caja roja mientras me temblaban las piernas. Prediqué uno de los mensajes que había escuchado y cuando bajé de la caja casi comencé a llorar de los nervios que seguía teniendo y me dije a mi mismo que nunca más volvería a predicar en la calle. Había sentido tantos nervios y pánico escénico que no quería que esa experiencia se repitiera otra vez.
Menos mal que no cumplí mi promesa de no volver a predicar y semanas después volví a subirme a la caja roja. Dios quería matar mi orgullo y mi carne de una manera muy divertida.
Sentía los mismos nervios que las semanas anteriores pero sabía que proclamar a Cristo era más importante que mis nervios. Justo antes de abrir la boca me percaté de que había dos compañeros de la universidad entre el público. No sabía qué hacer. Una cosa es sentir vergüenza de desconocidos, pero ver a dos compañeros de tu universidad es algo muy distinto. Nadie en mi facultad sabía que yo era cristiano y comencé a ponerme muy nervioso.
Tenía pánico de que me vieran predicando a Cristo.¿Qué iban a pensar de mí? ¿Y si se burlan? ¿Se sentirían ofendidos? ¿Se lo dirían a los demás?
A pesar del miedo que sentía, comencé a predicar. Mis compañeros de la universidad me miraron fijamente y enseguida se miraron el uno al otro, estaban atónitos de verme subido en una caja en medio de la gente. Cuando escucharon que hablaba de Cristo se quedaron boquiabiertos, su rostro parecía como el de alguien que se ofende y se fueron antes de que terminara la predicación.
Yo me sentí triste y avergonzado. Lo más interesante es que la misma situación se reprodujo pocos días después con otros compañeros diferentes. Comprendí que no era casualidad y que Dios quería enseñarme algo con estos dos encuentros.
Entre algunos compañeros de la universidad se corrió el rumor de que yo era un “friki” y un radical, comenzaron a decir que era un fanático y me veían como a un loco.
Algunos amigos dejaron de hablarme por lo que la gente decía de mí. Aunque en esos meses fue difícil sufrir el rechazo de algunas personas que consideraba cercanas, a día de hoy estoy muy agradecido de que haya ocurrido de esa forma ya que ese proceso me ayudó a perder el temor de predicar en la calle.
Recuerdo un día percibir la voz del Espíritu Santo preguntándome: ¿Qué hay de vergonzoso en la cruz? ¿Qué es lo que te avergüenza de Cristo? Esa pregunta me sacudió y me di cuenta que no había nada de qué avergonzarme.
Da igual si se ríen de ti, si te gritan o insultan, si piensan que haces el ridículo o que eres fanático o súper espiritual. En realidad, da igual cualquier cosa que opinen de nosotros porque esta vida no se trata de nosotros sino de Cristo.
Me arrepentí por haber sentido vergüenza y por no haber dicho abiertamente en la universidad que era cristiano.
A partir de entonces comencé a compartir de Cristo en mi facultad, incluso a mis profesores, aprovechando cada oportunidad que Dios me daba.
He conocido a muchos jóvenes que no se atreven a hablar abiertamente de su fe porque tienen miedo de que se burlen de ellos en su escuela o incluso en su propia familia. A lo mejor es tu caso y quiero decirte que te entiendo porque he sentido lo mismo. Pero
quiero animarte a salir del anonimato y hablar abiertamente de Jesús aunque tengas miedo.
En en otros lugares del mundo hay muchos cristianos que sufren terriblemente por profesar la fe cristiana. Lamentablemente, los que vivimos en Occidente nos olvidamos de lo que ocurre en Medio Oriente y en algunas partes de Asia, donde ser cristiano te cuesta perder tu trabajo, familia, el ataque constante de tus vecinos, a veces tener que ir a la cárcel e incluso perder tu propia vida después de haber sido torturado.
¿Qué es lo que el discípulo Esteban vio en Cristo para no renunciar a su fe mientras estaba siendo apedreado? ¿Qué es lo que cautivó al apóstol Pablo, Pedro y tantos mártires que dieron su vida por causa de Cristo? Sea lo que fuera que ellos tuvieran para resistir la persecución, yo lo quiero tener.
Imagínate amar tanto a Cristo que te da igual perderlo todo por tu Rey. Es posible amar a Cristo así, si los apóstoles pudieron nosotros también podemos.
No existe absolutamente nada que nos deba avergonzar de la cruz. El Hijo de Dios vino a este mundo para rescatarnos, vivió cada segundo de su tiempo en la Tierra en completa obediencia a Su Padre, no cedió ni un milímetro ante la tentación ni seducción del diablo y decidió entregar su cuerpo como sacrificio por nosotros.
Nada de lo que hizo Cristo por nosotros debe producir vergüenza sino gozo. Dios nos mostró Su amor por medio de la vida de Cristo.
Este artículo forma parte del Número 1 de la Revista Protestante Digital Verano. Puedes leerla a continuación odescargarla aquí (PDF).
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