Suelo partir de teorías sin fundamento, sin datos estadísticos que las corroboren y sin un estudio exhaustivo que las justifiquen. Una de ellas se refiere a la aversión que la mayor parte de novelistas tienen hacia la televisión.
A ver, la tele nunca se ha aceptado como expresión cultural al mismo nivel que otras artes. Y sí, ya veo algunas manos levantadas para argumentar que hay mucha telebasura que impide esa consideración. Pero también hay
cinebasura,
esculturabasura y, si me apuran,
danzacontemporáneabasura o
graffitiscomoexpresiónderebeldíabasura (acabo de lanzar cuatro neologismos algo cutres, lo admito, todos ellos basados en aquellos hechos reales a los que llamaremos subjetividad).
Es fácil atacar la televisión. Y, a menudo, es mejor apagarla y, como dijo Groucho Marx, “encuentro la televisión muy educativa. Cada vez que alguien la enciende me retiro a otra habitación y leo un libro”. El genial hombrecillo de andar bizarro y habano colgandero, no obstante, no sé hasta qué punto llegó a ser consciente de que sus imprescindibles requiebros físicos y dialécticos nos llegaron (al menos a mi generación) a través de la pequeña pantalla (lo sé, lo sé, ahora hay plasmas de 800 pulgadas que cubren una pared entera de muchos salones-comedor, pero es un eufemismo con cierto encanto).
A pesar de ese rechazo hacia la tele que cualquiera debe exhibir para no ser tachado de frívolo o poco intelectual, la verdad es que el medio tampoco ha tratado tan mal a la literatura. Programas como
Negro sobre Blanco (si no les da apuro Sánchez Dragó),
A fondo (añejas entrevistas envueltas de humo y blanco y negro de Soler Serrano a monstruos como Borges, Cortázar o Rulfo),
Estravagario,
Página 2 y varios en televisiones locales y autonómicas (destaco el
QWERTY de Barcelona Televisió o
L’hora del lector, del Canal 33), entre muchos otros, dan fe de esta relación con sus dosis de maltrato y abandono, eso sí.
Pero ¿qué pasa a la inversa? Y no hablo de series, por ejemplo, inspiradas en libros. Hablo de novelas (no de ensayos o libros teóricos, que de eso hay) que hablen sin rubor sobre la televisión, que admitan como los recuerdos catódicos forman parte de nuestra vida, y más en las de la generación audiovisual de los que crecimos con tele en casa.
Por todo eso, me sorprendió gratamente una novela de título engañoso (luego les cuento el porqué). Se trata de Me deseó felices sueños, de un autor italiano, Massimo Gramellini, al que no tenía el honor de conocer. Después del libro, como si fuera de la familia, oigan. El añorado David Foster Wallace (un genio, filósofo y profesor de literatura y amante de la ciencia, pero también de la televisión) dijo que para captar la atención del lector en una cultura televisiva y comercial como la actual hacía falta una dificultad imaginativa sin precedentes.
Gramellini (Turín, 1960) hace suya esta máxima y convierte una historia que en apariencia es una clásica autobiografía, en un ejercicio lleno de sentido del humor, del miedo de no sentirse amado y de una lucha constante por la inmersión en la edad adulta. El núcleo de la historia viene marcado por la muerte de su madre cuando él tenía apenas nueve años (una muerte que esconde un secreto final y que no pienso
espoilear), pero nos acaba atrapando con recuerdos deliciosos hacia submundos cutres como el fútbol y la tele. De hecho, ese abandono de la infancia lo sitúa en un concurso de televisión de cantantes (por cierto, desde
OT hasta
La Voz o
El número uno, los encuentro insufribles. Y si no están de acuerdo, dense un garbeo por
American Idol). En dicho concurso transalpino,
el joven Gramellini se queda fascinado ante la pantalla, ensimismado ante la visión del ombligo y de lo que él define como las audaces trayectorias de las piernas de Raffaella Carrà. Esa imagen, esa frontera.
Tal como decía antes, no se dejen engañar por el título de la novela, algo tópico, ñoño y con regusto a la infraliteratura de autoayuda de Albert Espinosa o Jorge Bucay. Nada que ver, en serio. De hecho, el libro está dividido en siete partes con títulos más brillantes (a mi, al menos, me resultarían más atractivos a primer vistazo de lomo, portada y faja) como
Al menos David Copperfield tenía una tía o
Lo inevitable me pilló por sorpresa.
La obra de este turinés es el paseo dickensiano de un huérfano en busca de una figura materna y de una explicación a lo que aconteció en la noche en la que su madre, justo antes de morir, se acercó a su cama, lo arropó y dejó su bata bien doblada (la de ella). La realidad acaba revelándose como una tirana al pequeño Massimo, y él se refugia en el asilo de la fantasía y en la pasión por el equipo de fútbol del toro sufridor, el Torino, en una ciudad plagada de seguidores de la triunfal
vecchia signora, la Juventus. Para redondear su condición de perdedor, Gramellini se convierte un día en periodista, actividad que define como “un oficio de mierda” y que le sirve, al menos, para poderse pagar un croissant con cada artículo.
El recorrido vital de Massimo es una lucha constante con su particular monstruo del alma, con impulsos autodestructivos, con neurosis y otras fobias para intentar esquivar todo aquello que tome forma de sufrimiento. Es por eso que pasa años dejándose mecer por historias falsas y versiones tranquilizadoras.
El escritor uruguayo Carlos Liscano explica que cuando no pasa nada durante la noche es cuando uno descubre que el tiempo pasa. El problema es que cuando pasa alguna cosa, las noches se convierten sin espera. El transcurrir de la vida de Massimo es así. Incluso cuando tiene un hijo no deja de ver en él un huérfano potencial, y llega a la conclusión que sin la verdad nunca llegas a ser adulto. Es por eso que decide enfrentarse al mismo monstruo que un mal día se llevó a su madre. Es por eso que, si no se le derrota, sacrificarse no sirve para nada. Es por eso que el alma debe ser nuestra prioridad.
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