UN SOBERBIO POEMARIO
Una mañana de mediados de abril. Frío invierno en una Salamanca que el poeta ecuatoriano Bruno Sáenz Andrade (Quito, 1944) siente como suya, por eso de ser ferviente seguidor del poeta encarcelado por la Inquisición. Pero
el Aire se serena, y yo estoy dando un abrazo a Bruno, una charla mañanera, un recuerdo de buenos amigos que conocí en su país (Julio Pazos o Jorge Dávila Vázquez, por citar algunos).
Entonces me hizo entrega de sus tres últimos libros: el poemario
Iluminaciones para un libro de horas (Rayuela editores, Quito, 2012, pp. 151); las narraciones tituladas
Relatos del aprendiz (Rayuela editores, Quito, 2011, pp. 161) y el libro de ensayos titulado
El caminante mira como pasa el camino (Casa de Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, Quito, 2012, pp. 173).
De este último extraigo su entendimiento de que puede ser la Poesía: “Para mí es, en primer lugar, misterio. Entendámonos: la revelación es un misterio… Entendámonos todavía: la palabra retira los velos de los desconocido y tiende, a la vez, otros…”.
TRÍPTICO ANTOLÓGICO
Su nuevo poemario merece el mayor de los reconocimientos. También sus clarísimas ofrendas al Señor.
Bruno Sáenz es un cristiano orgulloso de tener a Cristo como su magno acompañante y Maestro. Y demuestra su fe con una calidad poética irrebatible.
Como en
Iluminaciones para un libro de horas abundan las ofrendas, en esta tercera muestra de su obra (las dos anteriores las ‘coseché’ de esa Antología poética suya que compendiaba sus textos escritos entre 1963 y 2005), me limitaré a dejarles que aprecien tres poemas que estimo antológicos.
Poesía la suya que viaja hacia los corazones de la Eternidad, hacia el Cristo que está en las entrañas de nuestros días.
La semana venidera será la cuarta presentación, donde pergeñaré un breve análisis de la obra poética de este cristiano que no se avergüenza de serlo. He aquí el tríptico escogido:
DÍAS COMO LOS OTROS
Te llevan las mujeres, pura aliviar tus restos
del amor de la mosca, el aceite y el bálsamo.
Van a lavar la tumba con la ofrenda benigna
del llanto y los rumores melodiosos del salmo.
Encuentran la yacija del justo abandonada,
la sabana desierta mellada la soberbia
sedienta de la hoz. Las plantas del arcángel
no quieren desdeñar el peso ni la huella;
su lengua es la voz llana del simple y del profeta:
"Ya no existe la muerte. El hijo de María
ha humillado al sepulcro. El Cristo no esta aquí".
Deja de ser la ausencia el hueco en la muralla,
la tachadura infame de una inicial o un signo.
Abandona ese espacio que presiente, que exige
La llegada del otro, la sombra en los umbrales,
la faz insoslayable del huésped o el amigo.
El Jardinero corta la flor de Magdalena
de su tallo de angustia, del zarzal de agonía.
Compartes el camino una jornada entera
con dos de tus discípulos. Prueban tu vino fuerte.
Pesan tus expresiones. Se acuerdan de tu nombre
cuando partes el pan. (¡Oh, ademán cotidiano!
¡Oh, mesa de delicias!) Se diría que nunca
se ha quedado sin dueño tu silla en el cenáculo,
la copa rebosante, una salpicadura
sobre la inmaculada superficie del plato.
EMAÚS
Hubiera querido andar por la vía dolorosa,
con la cruz de la sospecha, la llaga del desaliento,
al lado de tus discípulos, y sentir cómo tus pasos
se ajustaban compasivos a la aflicción de los nuestros.
Cuando la mudez desgarra la seda tersa del canto
y corta en breves suspiros y en exclamaciones vanas
la limpidez de la frase, cuando el discurso se vuelve
sílaba y salpicadura, yo, que siempre
me había impuesto la exigencia del sentido,
la emisión clara del verbo y la elección del camino,
el conocimiento exacto de la hora de la partida,
de la misión del viajero, del puerto de la llegada,
no he de exigir del Maestro
la explicación del escándalo de la cruz y del calvario,
del cráneo desenterrado de Adán, al pie del madero,
de la magnánima losa y el reposo del sepulcro
otorgado al peregrino que antes no tuvo una piedra
donde apoyar la cabeza. Se adelgaza el don del verbo
en los puntos suspensivos. Cierro el cofre de los libros:
se convierte en signo inútil, polvo vil de la razón
y fatiga de la idea la nobleza de la letra.
Con el hambre que confunde el prodigio del bocado
y la avidez de la lengua, pruebo un trozo de tus ázimos.
Comparto con tu silencio el descenso a los infiernos,
la tumba deshabitada, la tierna faz de la aurora,
el primer día del mundo.
GRIAL
La mano del guerrero ignora si la copa estuvo
alguna vez llena de un alcohol fuerte,
si el labio del apóstol probó allí la apariencia
del zumo de las uvas y la sangre del Justo.
Al voltearla, sacude un puñado de polvo.
Ha de guardar el vaso y anunciar el hallazgo
o ha de dejar caer sobre el montón de escoria
la fina talla de oro. Hiere su inteligencia
una chispa extraviada de las lenguas de fuego.
¿Para qué este descenso a la tumba del Cristo,
para [qué la vasija trizada por la historia,
cuando uno puede hallar, no el sudario
ni el símbolo, sino al Señor presente
en el vino y el ázimo, la misa y la Palabra
preservada en las páginas de los Cuatro Evangelios?
Pero no tiene prisa por doblar la rodilla.
Quiere el poder, el signo, no el Espíritu vivo;
la espina, no la frente lastimada del Hijo.
Oculta bajo el pliegue más denso
de la capa el tesoro improbable.
Huye de la caverna.
La leyenda despliega las alas de ceniza.
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