El toque de Jesús es curativo de una forma sobrenatural. Lo fue para muchos de una manera física en el tiempo que estuvo en esta Tierra. Lo ha sido de forma espiritual, emocional y sanadora también a lo largo de los siglos hasta el día de hoy. Y casos como la mujer de su época que, teniendo flujo de sangre por doce años, consideró que sólo tenía que tocar el borde de Su manto para ser salva nos hablan de ejemplos de fe a los que no llegamos, probablemente, ni de lejos. (Mateo 9, Lucas 8)
Muchos piensan que si hubieran vivido en los tiempos de Jesús sería mucho más fácil creer en Él y tener una fe como la de esta mujer. Sin embargo, sólo hay que pasearse mínimamente por los Evangelios para darnos cuenta de hasta qué punto estamos equivocados. Tantos y tantos pasaron cerca de Él, comieron con Él, le acompañaron en Su día a día y sin embargo no supieron ver al Hijo de Dios Encarnado como Él quería ser visto.
La reacción de la mujer era desesperada. Lo era porque era bien consciente de su necesidad. Sabía que nadie más podía ayudarla. Ya eran doce años de sufrimiento en una sociedad en la que, además, pocas problemáticas de las mujeres eran entendidas de forma misericordiosa y la ley dejaba bien claro que, mientras su flujo de sangre durara, sería considerada inmunda y esto la llevaría a estar apartada del resto como tal. Fue un alarde de osadía, además de una demostración de fe, el acercarse a Jesús como lo hizo. Él en ese momento se dirigía hacia el hogar de una niña que había muerto. Sin embargo, ella se acerca desde atrás bien consciente de que su objetivo era tocarle. Y lo consigue.
No era la primera vez que Jesús realizaba milagros de esta forma. De hecho, en los evangelios se relata varias veces cómo se traía a los enfermos para que tocaran precisamente el borde de Su manto y la sanidad llegara a ellos. No era una manera común de curar a nadie. Ya en esa época había médicos (Lucas era uno de ellos) y el hecho de que Jesús planteara la sanidad de esta forma podría ser tomado por muchos como una superchería sin sentido. Seguramente, quienes así lo hicieron, nunca llegaron a beneficiarse del poder que de Jesús emanaba en tales momentos. Es la fe la que desencadena el poder. Si fe el poder queda simplemente en una potencialidad que no llega a nada. Allí hacía falta una dosis importante de fe y de confianza para que, al margen del sentido “lógico” de los métodos de Dios, la sanidad llegara a ella (a nosotros) a través del borde del manto de Su Hijo, que intercede ante Él por nosotros.
Dios hace las cosas como Él quiere. Su lógica no es la nuestra y la fe consiste justamente en que, sin ver de qué forma Él vaya a actuar, tengamos la convicción de que lo hará eficazmente y a Su tiempo.
Los métodos de Jesús y sus destinatarios fueron más que criticados en aquella época. A muchos de nosotros quizá se nos hubiera considerado igual de mal que a aquella mujer, si lo pensamos detenidamente. Quizá, por otro lado y al contrario que en este caso, nuestras vidas hubieran podido ser consideradas como aceptables desde el punto de vista humano. Pero Él permitió que Su amor la cubriera a ella, criticada y criticable, y también hubiera cubierto a los fariseos y tantos como le rodeaban, autosuficiencias y autocontentamientos aparte, si se hubieran acercado al Maestro como ella lo hizo: con fe. Él respondió a esa fe con un milagro impensable y dio una lección a los que venimos detrás que perdura ya por siglos.
Resulta fundamental conocer nuestra necesidad. Necesitamos a veces estar apartados de todo y todos, como inmundos, incluso, para ser verdaderamente conscientes de cuánta falta nos hace que el Señor intervenga. Porque mientras pensamos, aunque sea mínimamente, que tenemos alguna posibilidad de resolver las cosas por nosotros mismos, tendemos a ello en nuestras fuerzas y a dejar a Dios en un segundo lugar. El tiempo, el largo tiempo, mejor dicho, que a veces tienen de historia nuestros problemas, le da mayor valor y sentido, si cabe, a la salvación que recibimos de lo alto. Si los problemas se resolvieran de manera inmediata probablemente nunca llegaríamos a comprender la salvación de la misma manera.
Pero yendo más allá,
la verdadera fe que alcanza el borde del manto de Dios es la que está dispuesta a abrirse camino en medio de la multitud, del gentío, de los que nos criticarán, de nuestra propia duda. No es un camino sencillo el que lleva al borde del manto de Jesús. Pero es un camino que sin duda merece la pena. Porque el resultado, efectivamente, también merece la pena. Y porque, más allá de esto incluso, dejando de lado el posible hecho de que la sanidad llegue (y no siempre lo hace de la forma que esperamos), abrirse camino en fe es un testimonio de obediencia hacia Dios que mueve y despierta la fe en otros. Alguien dijo alguna vez que si Dios no te da el milagro que pides, quizá tu vida ya está siendo el milagro de Dios para otros. Nuestro testimonio de fe a pesar de las circunstancias alienta la fe de quienes nos rodean.
Él no empeña Su palabra y Su persona de forma gratuita. Cuando hablaba de que la fe del tamaño de un grano de mostaza sería capaz de mover montes no lo hacía como el charlatán que intenta engañar a las multitudes. El nombre de Dios mismo estaba en juego. Jesús amaba profundamente al Padre como para jugar a estas cosas. No hay juego en la fe. No hay trampa ni cartón. Pero es tan difícil a veces tener esa fe necesaria para abrirnos camino entre la multitud y alcanzar Su manto…
Por ello mi oración hoy es que, en el conocimiento de estas cosas, el Señor ponga en mí la fe necesaria que me ayude a acercarme al borde de Su manto en la convicción de que de él emanará el poder necesario para cubrir aquellos aspectos de mi vida que quiere sustentar y sanar.
Nuestra fe está en constante crecimiento en la medida que nos sujetamos a Él y anhelamos ver lo que quiere hacer en nosotros. Se complementa, además, al contemplar la acción de Dios en las vidas de otros, en la respuesta cumplida a las oraciones, en la lectura de la Palabra y en el aliento que recibimos unos y otros de la comunión. Podemos nutrirnos de lo que el Señor ya ha obrado, pero para tener verdadera fe hemos de proyectarnos hacia lo que no vemos, hacia lo que nos espera delante, anclados a Sus promesas, esperando en Él y en Sus tiempos. Si queremos llegar a tocar el borde del manto del Señor, no podemos despreciar ninguna posible fuente de la cual nuestra fe pueda nutrirse.
Queremos fe...
Necesitamos fe…
Busquemos fe…
Pidamos fe…
Hallemos fe.
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