El papado y la iglesia Romana se van configurando poco a poco en su estructura actual. Al principio era solo un germen, pero se fue consolidando hasta hoy. En la composición de su naturaleza pueden apreciarse aspectos de corrupción comunes a todas las iglesias locales de los primeros siglos, y otros peculiares que le confieren su especial condición.
Cuando el Estado “convierte” al cristianismo en estatal, incorpora todo tipo de desviaciones en su manera de vivir, y en su manera de creer. Ya señalé la semana anterior cómo el mal del potro de tortura se cambió por el mal del aplauso y el asiento común con el poder político.
El Estado transforma el cristianismo a su conveniencia. Este mal, común a todos los sectores, se verá luego con especial atención en la transformación de la iglesia de Roma y de su jerarquía.
Un ejemplo. El Estado, con su emperador como Pontífice Máximo a la cabeza, es el que tiene que “armonizar” las energías propias de su cuerpo, y eso significa que tiene que disponer lo necesario para las formas religiosas diversas que están en su seno; lo que supone que, en algún momento, incluso deba perseguir y eliminar alguna expresión concreta. (Así ocurrió con el cristianismo.) Cualquier forma religiosa está supeditada a la existencia y permanencia del Estado, y éste debe ser su expresión máxima, donde cada religión existe y cuya energía necesita. Cuando el cristianismo se toleró primero, y luego se transformó en religión oficial del Estado, el principio no cambió, sólo las formas religiosas.
Eso implicaba, en el momento de la tolerancia, que la nueva religión incorporada aportase su proporción de energía para el soporte del imperio. Como parte del cuerpo imperial, bajo la única cabeza del emperador, el cristianismo tenía que asimilarse al conjunto social.
Uno de los problemas prácticos que se presentaron era el de las representaciones de la nueva religión. De ahí la importancia de la dichosa fecha para la Pascua. No era un tema menor; el imperio necesita que esa religión, que está en todas sus tierras, se exprese en una forma única, y esa celebración a la que dan tanta importancia no se puede realizar en fechas diferentes.
Por eso he citado que los primeros concilios que llaman ecuménicos, no representan la buena salud del cristianismo, sino su cada vez mayor corrupción. No se trata de lo correcto de las definiciones sobre Cristo o la Trinidad, sino de que eso es producido por el interés del Estado. (Un Estado –no se olvide– sin reconocimiento del Señor, que ha incorporado al cristianismo a su estructura como una parte más de su naturaleza autónoma, sin reconocer al Mesías.)
El de Nicea, además de las proposiciones sobre la divinidad de Cristo, dispuso la fecha de la Pascua, que tenía que ser “el domingo que sigue inmediatamente a la luna llena, tanto sea que ocurra en el equinoccio vernal, o si no se da ese día, entonces el domingo siguiente a la luna llena después de ese equinoccio”.
Este fue un asunto recurrente, pues el Estado necesita que esa religión importante primero, y “su” religión después, esté ordenada dentro de su propia estructura; y para eso necesita que tenga un calendario que se pueda integrar con el del Estado. Además, tenía que solventar el problema de que esa gran fiesta, el cristianismo la relacionaba con la Pascua judía, pero procurando no vincularla al resto de las fiestas de su calendario. (La
navidad no tenía esos inconvenientes, se quedó en fecha fija sin importar el día de la semana.)
No se podía colocar ahora como fundamento de la vida social del imperio algo de esa religión judía a la que habían reducido en el 70 y arrasado en el 132. El cristianismo no se podía presentar como
continuidad de aquello, por eso su fiesta principal se tenía que desvincular. No era fácil coser ese roto, pero se pusieron algunos parches, pues muchas iglesias querían seguir el modelo lunar judío. El llamado cisma de Oriente, 1054, mostró que el hilo no sirvió de nada. (Creo que esto es una muestra nítida de cómo anda ya la corrupción: no tenemos que celebrar nada de ese modo, no se trata de hacerlo un día u otro, es que no hay que hacerlo; nuestra celebración diaria es Cristo, donde están todos los tesoros, todas las fiestas, todos los símbolos cumplidos.)
Pero
esto es la consecuencia de la apropiación del cristianismo por parte del Estado. Tiene su lógica política. Si el Estado debe subvencionar y cuidar, tiene que disponer de una estructura adecuada. Es necesario un
calendario, un esquema donde “verse”, donde atenerse, donde rendir cuentas. Hoy no suele darse importancia al calendario, pero es esencial en la vida de una sociedad. En él existimos; ahí está el paisaje de nuestra existencia. Para el imperio, antes para la república, era esencial que se conociese su presente emparentado con un pasado determinado, así se contaba el futuro en la misma dirección. Eso no es malo. (Puede decirse que el pacto de salvación que Dios realiza con su pueblo, es su calendario de salvación.) En esos calendarios se relacionaban los gobernantes de turno, los que habían alcanzado la apoteosis (en el calendario eclesiástico éstos serán luego los “santos”) y los dioses o religiones que se soportaban mutuamente, ambos dependían de los otros. La presencia de influjo astral, con su comitiva de astrólogos y augures, era aceptada como algo fundamental. Cuando el cristianismo es un factor más, tiene que participar del calendario. Y el cristianismo aceptó. Esto es algo actual, muy complejo.
En este asunto de la presencia del calendario, la ciudad de Roma siempre está en primera fila, y ahora en estos siglos, aunque no es la capital, continúa con la fama y el prestigio, por tanto, la ciudad de Roma siempre es principal en el calendario. (Luego eso lo usará la iglesia Romana y el papado.) No es extraño, pues, que la iglesia de esa ciudad empezara a codearse especialmente con esas composiciones, en las que se incluyen la fechas aprobadas para las celebraciones cristianas.
Tenemos, pues, un almanaque, un calendario del imperio, en el que se mezclan celebraciones paganas y cristianas. Con el paso del tiempo algunas se unifican: caso de la Navidad. Existe un calendario elaborado en la iglesia de Roma, en el 354, donde se incorporan las diversas celebraciones. Es un calendario ejemplar, donde ya se aprecia la imbricación de la “religión” cristiana y el Estado romano. Se mezclan las celebraciones paganas con las cristianas, todas bajo la autoridad del Estado. ¿Qué haría hoy una iglesia a la que pidiera el Estado que elaborara un calendario que sirviese a toda la nación?
En los antiguos calendarios se incluían los días apropiados para las actividades de comercio o judiciales, y los
nefastos, con los astros y las divinidades en contra, en los que se feriaba, y en algún caso expresamente se dedicaba a la actividad religiosa. El Estado asumía una plena dependencia de la situación astral y sus divinidades, de tal manera que ni la justicia, su famoso Derecho, era ajena a esa dependencia; y con estas premisas luego incorporó el cristianismo como religión única.
No cambió el cristianismo al Estado, sino al revés. Nos queda por delante, pues, un tiempo nuevo donde las cosas sean diferentes; donde al conocimiento del Señor se extienda por todas las naciones, no como ha sido en el pasado. Días buenos, ya a las puertas. (No deja de ser curioso que la celebración religiosa se debiera a la condición “nefasta” del día; esto se fue cambiando, ciertamente, pero es significativa la aportación del domingo, como sostén necesario de lo que hoy llamamos “Semana Santa”, con su “cuaresma”, a esos procesos de vida social. Creo que lo que se montó en torno al domingo como día del Sol o día del Señor, ha resultado muy nefasto.)
Otro ejemplo. Si en una primera etapa la iglesia Romana está en los brazos y se amamanta de la loba del Estado, y la corrupción común a todas las iglesias locales, por su especial ubicación, la hace ser primera entre las otras, luego con el paso del tiempo se convertirá en una tal entidad con naturaleza propia, que incluso se presenta con el poder de coronar ella misma a los reyes. El Estado dependerá de ella, o al menos eso es su pretensión.
Con la conversión del cristianismo en estatal, el Estado ha colocado a las iglesias, y especialmente a sus jerarcas, en una posición de poder e influencia. Ahora es un espacio político donde alcanzar poder. La silla es un trono.
No es extraño ver manejos propios de la ambición humana enfocados a conseguir los primeros puestos en la religión del Estado. Todo tiene ahora un precio. La iglesia Romana para obtener mejores cuotas de poder se ve “obligada” a recomponer su pasado, a transformar su historia. Las antiguas poderosas familias romanas ahora usan el espacio de la nueva religión para conservar y extender su poder y privilegios. El antiguo “Senado y Pueblo” de Roma, venido a menos por las circunstancias políticas, aunque conservando su fama, ahora tienen la nueva situación religiosa como campo fértil para sus intereses.
Esos intereses, en siglos posteriores, llegan a producir un fraude histórico asombroso.El papa Silvestre no mandó nada en el concilio de Nicea, aunque estuvieron dos presbíteros de la iglesia de Roma (para la historiografía papal “delegados papales”). Sin embargo, fabricaron la historia de que el mismo Constantino había sido limpiado de lepra por su oración. Como agradecimiento le donó (la famosa “donación” de Constantino) la ciudad de Roma y otros territorios. Esto es suficientemente conocido. Un fraude “histórico”. Produjeron incluso el “documento” con un latín fuera de su tiempo. Fraude histórico, pero fundamento del poder temporal durante siglos del papado. (No pasen página, vean este episodio y saquen las consecuencias.) Se escribió que Constantino, tras ser curado, decidió dejar Roma, pues “cómo iba a estar él en el mismo sitio que correspondía al señorío espiritual y a la cabeza de la religión cristiana fijada por el mismísimo Rey celestial”. Así que le donó la ciudad de Roma, “sus palacios, todas las provincias italianas y las regiones occidentales”.
El papa, como Romano Pontífice, es sucesor de la gloria y poder de los emperadores romanos. Tiene autoridad sobre los patriarcados de Antioquía, Alejandría, Constantinopla, y sobre todas las iglesias en todo el mundo. (Vaya, un Vaticano I anticipado.) No se vayan. Esto es la iglesia Romana. Esto es su fundamento. Esto tuvo consecuencias; que las tenga hoy también. En esos documentos falsificados se indica que la autoridad del papa es superior al poder imperial, “la sede de Pedro, su santa iglesia Romana, será exaltada y recibirá más gloria y dignidad que el emperador”. Para que no quepa duda, Constantino le dio al papa Silvestre no solo su palacio de Letrán, sino también su diadema, su corona, su clámide de púrpura y su túnica escarlata, sus vestidos imperiales, su cetro, sus insignias y sus ornamentos propios. Esto tuvo consecuencias; formó parte del “Derecho” que la iglesia Romana aplicaba durante siglos. ¿Significa algo hoy?
¿Qué tiene que ver eso con Cristo?
La próxima semana, d. v., seguiremos observando cómo camina la nueva entidad. Nos encontraremos con páginas que son de historia política, humana, muy humana. Los usurpadores de la viña expulsan y persiguen a los mensajeros primero y luego al propio dueño, el Señor, al que siguen matando. Y Él, venciendo.
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