Es sabido que la poesía aparece esparcida por todos los bloques literarios de la Biblia: desde el lenguaje mítico del Génesis hasta los intrincados símbolos del Apocalipsis, desde las porciones jurídicas hasta los cánticos recogidos por el evangelista Lucas, desde el refranero popular de Proverbios hasta el prólogo del Cuarto Evangelio, sin olvidar el insondable dolor de Job y las Lamentaciones, ni la exaltación amorosa en el Cantar de los Cantares, ni mucho menos las parábolas de Jesús o incluso la amargura del Eclesiastés.
Es una presencia constante, pero mal atendida y entendida. Ubicada más como discurso ligado a la belleza y a una expresividad declamatoria, la poesía va más allá de los límites de los llamados “libros poéticos”, pues los libros proféticos, que deben leerse en verso, son también una manifestación lírica insoslayable. Y qué decir de los Salmos, el corazón mismo de las Escrituras, poesía en plenitud, poesía a manos llenas. Harold Bloom ha destacado la capacidad dramática del libro de Job al compararlo con el
Rey Lear, y encuentra allí su influencia y, por supuesto, no ha dejado de advertir la grandeza poética y existencial del profeta Jeremías.
“Los cristianos tenemos que amar y luchar por la palabra poética, porque tenemos que defender lo humano, ya que Dios mismo lo ha asumido a su realidad eterna”. Ésta es una cita de Karl Rahner, uno de los grandes teólogos del siglo XX. La oración siempre ha tenido una relación directa con la poesía, dentro y fuera del culto. Como ejemplo, veamos la paráfrasis del salmo 17 de Ernesto Cardenal: “Oye Señor mi causa justa,/ atiende mi clamor/ Escucha mi oración que no son slogans./ Júzgame tú/ y no sus Tribunales/ Si me interrogas de noche con un reflector/ con tu detector de mentiras/ no hallarás en mí ningún crimen”. Al leer textos como éste, el poeta y monje Thomas Merton escribió: “¡Si los sacerdotes supieran lo que están recitando todos los días! ¿Será necesario que estemos en el campo de concentración para que la verdad nos vuelva?”.
Notker Füglister explica el sentido de la “oración sálmica” desde la clave poética mediante tres grandes conceptos que se pueden aplicar al resto de la poesía bíblica: la
comunicación, entendida como auto-manifestación humana; “la palabra poética es una palabra eficiente, que tiene no sólo una función poética, sino más bien una función dinámica”; la
identificación, donde el yo del lector no sólo se funde con el del poeta, sino que, de alguna manera “lo hace con el yo de todos los lectores”, apareciendo así una especie de “súper-yo poético”, y en este punto cita a Lutero, de su prólogo al
Salterio (1531): “¿Dónde se encuentran palabras de alegría más delicadas que las que contienen los salmos de alabanza y de acción de gracias? En ellos contemplas el corazón de todos los santos y ves cómo ascienden a los hermosos y agradables jardines del cielo como suaves flores, cordiales y agradables flores, llenos de agradecimiento a Dios y a su bondad. ¿Y dónde encontrarás palabras de tristeza con más profundos lamentos y quejas que en los salmos de lamentación? En ellos verás de nuevo el corazón de todos los santos y cómo se adentran en la muerte y en el infierno”. En tercer lugar, Füglister menciona la
evocación: en ella los salmos “despiertan lo que ya existe en
nosotros[...] nuestra ansia cristiana”.
Los salmos, según esto, colaboran en la autorrealización del cristiano; siendo textos pre y sub-cristianos, le sirven de oración a los cristianos ¿Cómo es esto posible? Una clara respuesta es la apropiación que Jesús mismo hizo de los Salmos y cómo los utiliza el Nuevo Testamento. En palabras de Agustín: Jesús cantó los salmos con sus labios, con su vida y ahora con su cuerpo, la Iglesia. […]
Von Rad se refiere a la búsqueda del Dios creador y encuentra que el Salterio tiene, en ese tema, un lugar tan importante como el Génesis o el Déutero-Isaías: el salmo 18 es un ejemplo magno de la supervivencia del mito en la expresión poético-teológica del pueblo hebreo, y es también una demostración de la fundición de la experiencia religiosa, la cosmovisión y la confianza en Dios: Él, para salvar a su fiel creyente, desciende “montado en un querubín” (v. 10) y llega hasta el fondo del abismo: “El fondo del mar quedó al descubierto;/ las bases del mundo quedaron a la vista,/ por la voz amenazante del Señor,/ por el fuerte soplo que lanzó./ Dios me tendió la mano desde lo alto,/ y con su mano me sacó del mar inmenso (vv. 15-16). El mar como recuerdo del caos, el abismo como enemigo del Dios de orden y de misericordia. Allí mismo, la opción de Dios por los humildes y su pleito contra los soberbios, algo que para entonces ya no era tanto problema aceptar (v. 27). […]
Los aspectos formales: el ritmo, el estilo y la capacidad sonora del idioma para vehicular los contenidos deseados, son quizá los más espinosos a la hora de abordar el fenómeno poético.
Con todo, no deberían eludirse a la hora de profundizar en las técnicas poéticas de los autores bíblicos, pues como bien resume Schökel: “La poesía potencia y concentra los recursos del lenguaje y ensancha sus posibilidades; los procedimientos de la poesía pasan después a la prosa artística y pueden bajar al lenguaje ordinario. Gracias a este movimiento alterno, de subida y bajada, la vida de una lengua y una literatura se mantiene en tensión”.
La poesía bíblica no escapa a los dictados de la polisemia (pluralidad de sentidos), sin embargo, su búsqueda del significado encuentra en los felices hallazgos que marcan la memoria de sus lectores la satisfacción de los creyentes que, muchas veces sin saberlo, son seducidos también por la expresión poética inseparablemente ligada al mensaje divino.
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