En las semanas anteriores puse aquí solo unos trazos, no se puede otra cosa para algo tan complejo, y creo que podemos acercarnos a los primeros siglos del cristianismo con alguna perspectiva más libre para ver su condición. De ese modo podremos luego ver mejor la naturaleza del papado.
Con esos trazos queda la imagen de una iglesia primitiva muy corrompida en sus formas, con un evangelio del mérito humano, alejado de Cristo y su obra perfecta en nuestro favor.
Con ello no estoy diciendo que en ese tiempo hubo una gente especialmente perversa, y que si nosotros hubiéramos estado allí la cosa habría sido diferente. No, simplemente es constatar qué es lo que producen nuestras manos, qué es lo que sale de nuestra natural corrupción. Con lo cual se acredita que la existencia y permanencia de la Iglesia, la comunidad redimida, solo es posible por la acción permanente de quien la redime. No hay más.
En medio de esas nuestras obras destructivas, el Señor nos conserva, nos edifica, nos mantiene. No hay más. Lo otro es la iglesia que nosotros construimos, lo que producimos: la muerte. Cristo se llevó nuestra construcción, nuestra rebelión y muerte, haciéndose él mismo construcción de rebelión y muerte, para matar esa muerte y sacar la vida. Así es; así continúa.
Unos trazos para mirar cómo funcionaba esa iglesia en los primeros tiempos, con sus cosas buenas y malas. Recordemos las iglesias de Apocalipsis, con sus cosas buenas y malas; pero iglesias, candeleros, donde está el Señor. Ya he mencionado el rápido proceso por el que se jerarquiza la función de obispo. A lo que se debe añadir su recepción como funcionario público. Efectivamente, con Constantino y sus sucesores, el obispo alcanza un rango administrativo importante. Eso es una fuente de corrupción, pero en un primer momento es algo que forma parte de la situación política que se ha producido tras las persecuciones, y con la libertad del cristianismo primero, y luego con su declaración de religión oficial del Estado.
El obispo de una localidad se encuentra con que el Estado lo coloca en una posición de honor y privilegio. Le da autoridad para gobernar los asuntos de la ciudad; también la necesaria financiación. De buenas a primeras resulta que es el que tiene que administrar (=obispo) los bienes materiales no solo de su iglesia, sino de toda la ciudad; además, él dispone de los fondos para pagar a sus ayudantes. Si él quita de la iglesia alguien (excomunión o expulsión), éste queda fuera de la administración.
Poco a poco alcanza, pues, un poder político y religiosos extraordinario. El gobierno, mal o bien ejercido, sobre su iglesia, ahora se ha extendido a toda la ciudad, que se convierte así en la nueva iglesia, llena de miembros consecuencia de la nueva situación política. Ni siquiera hemos de pensar que tal obispo buscase ese poder, simplemente se lo encontró; el Estado se lo concede. Por supuesto, eso supone que también él está bajo la autoridad del Estado. Difícil sustraer el resultado de que el Cristo de ese obispo, el Evangelio, la salvación, ahora también están bajo el interés del Estado.
Esta situación, en la que tan fácil es la corrupción, es lo que se ofrece en estos siglos. La Historia nos muestra sus resultados destructivos. (Hay que decir que en la Reforma Protestante se mantuvo en muchos casos el modelo.) ¿Se imaginan algo así en nuestros días? Realmente existen casos identificables; pero me refiero a qué haría en semejante situación algún pastorcillo, de los que le cambia hasta la voz cuando presiden alguna cosa pequeña, que administra unos pocos céntimos, y reciben un palmadita de algún representante político de medio pelo, si viniera el Estado y lo coloca en una sede donde la autoridad práctica es abundante. Mejor no pensarlo. Pero eso es nuestro natural corrompido. No damos para más.
Y por eso es necesario siempre afirmar que solo el poder de Cristo sujeta y conserva a su Iglesia. Incluso, como pasó con el judaísmo, en medio de esa corrupción su Palabra es recogida, guardada, ofrecida. (El Nuevo Testamento se configura en ese tiempo. Antes, el judaísmo corrupto no fue suficiente para que el Antiguo se perdiera. Dios conserva su Palabra.)
Cosas buenas y malas. Mirando el discurrir de este tiempo (pienso hasta el año 400), nos encontramos con algo muy valioso. Las iglesias locales se reúnen en sínodos (si alguien quiere otro nombre, que lo ponga) para tratar sus asuntos cercanos. Eso está muy bien; así se hizo en el Nuevo Testamento.
Tenemos muchos casos. El propio Constantino traslada la idea de estos sínodos locales para luego realizar uno universal, de todas las iglesias (Nicea). La iglesia cristiana católica vive de esta manera, en sus congregaciones locales, con sus características propias, con sus contextos culturales. Diversidad, unidad. Los temas se van concentrando en proponer las mejores definiciones filosóficas sobre la persona de Jesús. La cosa se va enredando. Con el paso del tiempo no se discute sobre el texto bíblico, sino sobre las definiciones obtenidas. (Creo que la Reforma no salió de ese enredo; nuestra Reforma española sí vio el peligro.)
Cuando los obispos son una figura administrativa religiosa y política, en cuyas manos tienen gran poder e influencia, es común ver a los sínodos locales centrados en apoyar o rechazar a ciertas personas para ese puesto. Se están convirtiendo en reuniones de “administración política”. Es una advertencia; eso puede ocurrir siempre. Por supuesto que habrá hay quien prefiera la etapa de las persecuciones (sobre las que se dan muchas fantasías), pero lo que ahora le vino al cristianismo no era la persecución, sino el apoyo y la subvención.
Ya no te queman el local, te construyen uno lujoso. ¿Qué harías si en tu ciudad te ofrecen poner en tus manos el servicio social, la recepción de nuevos ciudadanos, que dispongas el horario de cierre de los comercios, qué tipo de comercios son legales, etc.? El Estado no te va a perseguir ni a estorbar, al contrario, te dice que pone en tus manos todo lo necesario para que organices la vida de tu ciudad (no un pequeño pueblo, no, algo grande, doscientos mil, medio millón de habitantes, ya que estamos suponiendo); te dice que le muestres la fe que predicas y cómo esa fe se aplica; tu acción se identifica con la autoridad del Estado. Ese Estado que antes daba bofetadas, y ahora da subvenciones.
Tan difícil es la vida cristiana en un caso como en el otro. Siempre caemos. Solo el Señor sostiene a su Iglesia.
Cuando digo que la iglesia primitiva se muestra cada vez más como un cuerpo corrompido, no lo digo con la diversión de alguien que está de excursión por esos lugares, sino con las lágrimas de comunión con todos nuestros hermanos en su debilidad, que es común a todos, también en eso somos una Iglesia.
Es curioso cómo en las iglesias se trataba la cuestión de los que habían caído, los que habían flaqueado, en las persecuciones (con grandes argumentos a favor o en contra de admitirlos a la comunión, o incluso de ver si los sacramentos que antes realizaron eran válidos); pero no se trata en absoluto de los que habían caído en la época de las subvenciones. ¿Quién dijo que la vida cristiana era algo sin cruz, sin llagas, sin el dolor de nuestra existencia?
El que antes recibió las bofetadas de la persecución por el Estado, ahora tiene la autoridad de ese Estado, forma parte de su estructura, y se le concede que disponga ahora a quién perseguir. Y esto ocurrió, con algunos que han quedado en la historia como expertos en esa tarea.
No se sabe qué es peor, si el potro de tortura, o el caballo engalanado. En ambos tenemos el testimonio de nuestra flaqueza. ¿Cómo no asombrarnos de conocer que Cristo se hizo tal flaqueza por nosotros? La corrupción de la iglesia primitiva es nuestra natural corrupción.
Esto también nos proporciona libertad para referir alguna actuación de, por ejemplo, la iglesia que está en Roma, que podemos ver como algo muy edificante, o señalar otra que consideremos traición a la iglesia universal.
Si afirmamos que en un sínodo local expresó muy correctamente el sentir de la Biblia, eso no quiere decir que, en consecuencia, el posterior papado romano es correcto. Incluso aconsejar que se siga como la conducta correcta en alguna materia lo que se hace en la iglesia de Roma, en el siglo II, no implica en absoluto que se acepte lo que luego en siglos posteriores esa iglesia decida sobre cualquier cuestión. Pasaría igual hoy; si en una localidad se reúne la iglesia y saca un documento sobre una cuestión, y eso le parece correcto a otras iglesias, ¿es malo indicar que tal iglesia ofrece un buen camino a seguir y es bueno aplicarlo en otras localidades? Eso simplemente es el funcionamiento normal de las iglesias cristianas. ¿Se imaginan que esa iglesia luego obligara a que todas las que estuvieron de acuerdo en ese caso, a que tengan que someterse a su autoridad para todo lo que disponga en el futuro?
La localización de Roma supone para la iglesia que allí vive una situación de especial visibilidad, para lo bueno y para lo malo. Es el caso que durante un tiempo en esa comunidad las cosas se hicieron bien, aunque siempre con matices (en la carta de Pablo a los Romanos se señala, con cosas encomiables, y con avisos de conductas que no edificaban), y se podía poner de ejemplo de exposición de la fe, y no pasa nada.
Así lo hizo Ireneo. Cuando un obispo romano, sin embargo, quiso presentar su autoridad superior, como algo inherente a su silla, lo rechazó en público. No fue solo Ireneo quien lo hizo, otros obispos también. Ocurrió que Víctor, obispo de Roma (papas los había en otros lugares, así que en este tiempo, si nombramos de ese modo a uno, es justo hacerlo con los otros), quiso imponer que la Pascua se celebrara en domingo, mientras otras iglesias la celebraban siguiendo la fase lunar, sin sujetarse a un día específico de la semana. El asunto se movió con excomunión para los que no siguieran la costumbre ordenada por la iglesia de Roma. De ninguna manera se aceptó que la autoridad de Roma fuese algo parecido a lo que luego ha establecido el Vaticano. Víctor fue recriminado en público, y frente a su pretensión se insistió en la autoridad de la Iglesia, de todas las iglesias locales, de ningún modo sujetas a una particular. Lo mismo ocurrió más tarde cuando el obispo de Roma favorece el pelagianismo y es reprendido por otros.
Pero es lo cierto que
aquí ya vemos, justo en la última década del siglo II, un intento de “papado”. Se quedó en eso, en intento, pero ya apuntaba maneras. Lo que no deja de ser expresivo del futuro: se quiere imponer su autoridad sobre todo el cristianismo, por medio de excomuniones, tocante a un asunto de ritualidad. (Se podría decir que la criatura, al oír eso de excomuniones y controles dictatoriales, saltó en el vientre.)
Que el primer intento sea sobre la imposición de una fecha, ya dice mucho para lo que ha de venir. Quedaba claro, sin embargo, que la iglesia cristiana católica no toleraba que una iglesia local se erigiera como la “Católica”. La fe y la autoridad de la Iglesia es compartida por todas las iglesias, como miembros de un cuerpo, pero no hay una que sea “el cuerpo”. Eso quedó claro en este incidente; pero ya el papado se estaba gestando.
Precisamente escribiendo sobre la unidad de la Iglesia, Cipriano, obispo de Cartago (estamos en la mitad del siglo III), y aunque él da ya por sentado a Pedro en la silla de Roma, de ningún modo piensa que la unidad está en esa silla. Jerarquizado ya el puesto de obispo (lo que creo que supone una grave desviación), sin embargo, no se admite que uno tenga jurisdicción sobre la iglesia de otro (que es lo esencia del papado).
Esta condición de límite de jurisdicción se expresa en el concilio de Constantinopla (con el que la iglesia Romana no ha tenido muy buena amistad), poniendo al de dicha ciudad “segundo” en rango tras el de Roma, que para eso Constantinopla se declara como la “segunda” Roma. El problema para la iglesia Romana y el papado es que aquí se dice claramente que la posición es de referencia a la ciudad, no por valor del obispo o de la iglesia. La ciudad civil “otorga” el puesto que corresponde en la fila. Al papado esto nunca le gustó. A simple vista pareciera que la iglesia Romana saca tajada del edicto imperial previo (380), por el que se declaraba el cristianismo religión oficial del Estado, ese cristianismo “como lo presentan el obispo de Roma y el de Alejandría”, pero incluso este edicto se refiere a esos dos obispos por la importancia de sus ciudades, no por ellos en cuanto tales.
Y llegamos al momento en que el papado rompe aguas. Los esquemas siempre serán modificables, pero creo que empezar a ver al papado en este momento tiene la ventaja de colocarnos en la perspectiva de su propia dinámica. Efectivamente, es Siricio el primer obispo de Roma que adopta formalmente el título de “papa”. Con su muerte, en el 399, ya se ha mostrado la entidad. El documento de su nacimiento bien puede considerarse lo que se recuerda como la primera
decretal. Se trata de un documento en el que el papa de la iglesia Romana, declara con autoridad sobre una materia que no es de su diócesis. Respondió a una consulta de Himerio, obispo de Tarragona. Siricio propone lo que se hace en Roma como necesario para las demás iglesias. Nada que objetar, si las iglesias aceptan eso, allá ellas.
Realmente igual ocurre hoy; cada uno escoge a quien seguir. Quien desee besar el anillo, que lo bese. Bueno, algo sí se debe objetar: quien besa la mano del que reemplaza la enseñanza del Redentor, se hace enemigo de la cruz de Cristo.
En aquella primera decretal se manifiesta la oposición a la clara enseñanza de la Escritura sobre el matrimonio de los pastores (obispos). Tenemos el modelo clarificado: el papado enseña la verdad, y se tiene que aceptar para ser parte de la comunión cristiana, pero esa “verdad” es contraria a la simple y sencilla Verdad de la Escritura.
Ese es el tipo de entidad que ha nacido. Que cada cual bese la mano que mejor entienda, pero la Historia cada vez deja menos excusas.
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