Tras el regreso de la cautividad babilónica, la comunidad asentada de nuevo en Jerusalén nos ofrece un modelo de confusión y mezclas. Se reconstruye el templo y se reinicia el culto con sus ritos y sacrificios, pero el Mesías está en contra de ese pueblo y de ese templo; así lo proclaman los profetas de la época.
Durante varios siglos sigue el proceso (incluso durante un tiempo los sumos sacerdotes son también reyes, con el crimen y la traición como métodos de alcanzar ese poder: anticipo de lo que luego nos encontramos en la historia del papado), hasta culminar en la perversión que existe cuando el Mesías está con nosotros, al cual condenan y expulsan de su estructura, forjada en sus sagradas tradiciones.
No hay mucha diferencia de paisaje con lo que se llama “iglesia primitiva”. Después de varios siglos, mirando el inicio del V, se nos muestra una estructura en la que el Mesías es de nuevo expulsado, y podría ser condenado a la cruz por el nuevo templo y sus sagradas tradiciones, con la ayuda del emperador. Sin embargo, siempre guarda el Señor algún Simeón o Ana.
La corrupción del judaísmo de los siglos anteriores a la presencia del Mesías es semejante a la producida en la “iglesia primitiva” en los siglos siguientes a la presencia del Mesías.
Un ejemplo. Mucho se trató en esos tiempos la herejía de Arrio, negando la divinidad de Cristo. Llegó a convertirse en asunto de Estado; de ahí el concilio de Nicea y el siguiente de Constantinopla. Existe una narración sobre el momento final de Arrio, cuando había sido restaurado a la “comunión ortodoxa” por disposición imperial. (Ese imperio que necesita y organiza “una iglesia”.) Dispuesta la procesión triunfal donde Arrio volvería a ser recibido en el templo, Alejandro, primado de Alejandría, con lágrimas postrado delante del sagrario rezaba al Señor que “si Arrio viene mañana a la iglesia, quítame para que no perezca con esa vergüenza. Pero si tienes compasión de tu iglesia, como otras veces has mostrado, quítale a él, no sea que con él entre en la iglesia la herejía”. A la mañana siguiente, cuando Arrio venía en procesión, se encontró mal, con una terrible descomposición gástrica; corrió a la letrina, donde luego se lo encontraron sus seguidores muerto en sangres y heces, postrado de cabeza entre excrementos. El grupo “ortodoxo” vio en su terrible final un justo juicio y castigo de Dios.
La descripción de este episodio, sin entrar en discutir su veracidad, muestra el trazo que quiero colocar en este tiempo previo al nacimiento del papado. Tan falso es el evangelio de un Mesías que no es Dios, que acaba en la letrina, como el de un Mesías “ortodoxo”, que es Dios de Dios, Luz de Luz, y lo que luego quieran añadir, pero que está sujeto e impotente, “custodiado”, a merced de sus sacerdotes, que hay que “entrar” en la iglesia para llegar a él. Tan falso evangelio es el de la letrina como el del sagrario. Nos queda a los creyentes siempre el consuelo de saber que nuestro Redentor está con todo poder gobernando, y lo hace disponiendo las cosas en la letrina y en el sagrario, ni un cabello de la cabeza de Arrio o de Alejandro cae sin su control.
Se establece que el Evangelio, esa salvación tan grande, “habiendo sido anunciada primeramente por el Señor, nos fue confirmada por los que oyeron, testificando Dios juntamente con ellos, con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad”. Afirmada y establecida así la Palabra, el Evangelio de nuestra salvación, copiaron los promotores de los “otros” evangelios, con sus otros apóstoles, con sus otros “espíritus”, y confirmaron sus palabras con todo tipo de milagrerías, se multiplicaron los santos y los milagros. No les era suficiente la fe en la obra ya realizada, tenían que ver obras nuevas cada día, y se llenó el mundo de obras religiosas. A ver quién ofrece más y mejores milagros y portentos. Así hicieron mercadería del pueblo con palabras infladas. Los propios emperadores, ya “cristianos”, no podían asumir que “su” religión fuese menor en prodigios a los cultos paganos. Se tiene que “embellecer” el cristianismo. Eso es la iglesia primitiva, eso es el espacio de corrupciones y supersticiones.
Aceptado que el Señor siempre se guardará sus “siete mil”, incluso en las peores circunstancias, se debe reconocer que la iglesia primitiva no era un espacio idílico de verdad floreciente, más bien todo lo contrario. No hay, pues, un espacio muy adecuado, y luego viene el papado y lo estropea. Ya está estropeado, por eso puede venir el papado.
Miremos ahora algunos argumentos del papado para afirmar que no vino, sino que está desde el inicio; vaya, incluso en el Nuevo Testamento. No todos los historiadores del papado aceptarán lo evidente, como hizo Döllinger, y reconocerán que no hay datos históricos en que basarse, que luego, ya por el siglo V efectivamente se ve la simiente florecida, pero que antes estaba “oculta”. Lo normal es que los historiadores afines al papado no quieran sufrir las consecuencias de afirmar que sus fundamentos dependen de actos posteriores, basados precisamente en una pretendida continuidad de la revelación en manos del magisterio de la iglesia Romana. Y debemos atender a la situación, también en esto, de sumisión de los súbditos del papado, los cuales, al leer “su” historia están a merced de “sus” historiadores. Por otra parte, es comprensible que para más de uno resulte cuando menos asombroso que una cosa de tanto poder y prestigio social (dependiendo de épocas) como el papado, pueda ser algo para lo que no hay soporte en datos históricos.
Habrá quien investigue por su cuenta, con libertad, y si no rinde su intelecto, sacará la conclusión de que el espacio de los primeros siglos solo se puede rellenar con arenilla y hojarasca de invenciones humanas, ahí una piedra natural de buena cantera no se encuentra. Pero lo más normal, tampoco es reproche, las cosas son así, es que si existe algún interés se acuda a alguna historia con la garantía del magisterio romano.
Pongamos un caso; uno puede leer una historia de la Iglesia Católica (tal es el título) editada por una prestigiosa editorial (la BAC, por ejemplo). El autor de la parte correspondiente a los primeros siglos es un jesuita (Bernardino Llorca). El lector puede hojear algunas páginas y ver que el autor usa documentación para cosas propias del siglo IV o V; no se puede ni siquiera intuir que para el papado no exista documentación en los primeros tiempos. Si el historiador no lo dice, se asume la imagen tradicional, y se ve al papado y la iglesia Romana en todos los tiempos con las características actuales. Además, le afirma que “la estancia de San Pedro y su muerte en Roma, son hechos históricamente fuera de toda duda”. Aunque no existe ni un solo dato al respecto. A veces se nos reclama que aceptemos, como todo el mundo hace, la posibilidad de que Pedro muriese en Roma (por supuesto, si allí murió, allí tuvo que “estar”, aunque solo fuere en el momento de su muerte). Como no sabemos dónde murió, pues es posible que lo hiciera en Roma. Aceptamos eso, y nada más: pudo ser así, pero eso no es un hecho histórico del que no quepa duda.
Sigue el autor con sus afirmaciones dogmáticas (ante las que el lector, confiado, no tiene muchas armas). “Muy fácil sería acumular aquí testimonios para probar con toda evidencia el hecho de la estancia de San Pedro y su actividad episcopal en Roma”. ¿Dudará el lector confiado de que efectivamente existen multitud de testimonios? Luego afirma el autor que “como al azar” escogerá unos pocos datos. Parece que nos presentará una mínima expresión de lo mucho de que se dispone. Pero pasa a mostrar lo que no son más que los ejemplos clásicos de los defensores del papado. Es decir, que no es algo al azar, es que no hay más. Es un modo camuflado para engañar. Efectivamente, Clemente Romano, en el año 96, afirma que Pedro y Pablo murieron en la persecución de Nerón en Roma. Se suele indicar dos fechas diferentes, y a veces se los pone juntos, otras veces separados en el tiempo. Pero se dice que murieron. El autor, sin embargo, presenta este dato como propio del “sucesor de San Pedro en la cátedra de Roma”. Una cátedra más bien confusa. En estos tiempos las referencias están llenas de lagunas; no sabemos muy bien qué pasaba. Se dan varias listas de “papas”, de los primeros solo sabemos el nombre. Rufino, por ejemplo, dice que cuando Pedro aún vivía, en Roma había dos obispos, Lino y Cleto. En otro texto (la llamada Constitución Apostólica) se dice que en Roma Pablo ordenó a Lino, y Pedro a Clemente. Algo es notorio, la iglesia que está en Roma es una iglesia bastante fiel, pero sus “obispos” no aparecen ni mucho menos como portadores de un magisterio universal; si lo tenían, o no se enteraron, o no lo ejercieron. Ignacio, tan dispuesto a defender la superioridad jerárquica del episcopado, en su carta a la iglesia de Roma, ni siquiera menciona algo de su obispo; ¿imaginamos que allí hubiera un “papa” e Ignacio ni lo salude?
Pero sigamos con “la multitud de datos”, de los que se escogen unos pocos al azar. Que no, que no hay multitud; que estos son los que se ponen siempre, los clásicos. (Yo también contrapongo los argumentos de manual.) Dice el autor que “en Asia Menor, es Papias, obispo de Hierápolis, quien por el año 150 afirma que Pedro predicó en Roma y confirmó el evangelio de Marcos”. Parémonos. Año 150; uno dice que Pedro predicó en Roma. ¿No hay otra cosa más solvente? ¿Qué vacio no existirá, que se tenga que rellenar con un tal testimonio? Para el lector súbdito, esto le sonará a dato inequívoco de la existencia del papado, pero hay que imaginar mucho para sacar esa conclusión. El mismo hecho de tener que acudir a algo tan liviano es un “hecho” histórico contra lo que se pretende afirmar.
Más “datos fuera de toda duda”. El obispo Dionisio de Corinto (otra cita clásica, ya se acaban), en el 170 escribía al papa Sotero que Pedro y Pablo habían trabajado juntos en Roma y juntos habían sufrido allí el martirio. ¿No hay otro soporte mejor? Piense el lector libre, ¿cómo es posible que se tenga que acudir a un argumento tan absurdo?
Pero falta el dato más repetido. En las Galias está Ireneo, discípulo de Policarpo, que afirma hacia el año 180 que Pedro y Pablo predicaron en Roma y fundaron esa iglesia. No sigamos; una pausa. A ver, ¿que la iglesia de Roma fue fundada por Pedro y Pablo? ¿En qué vacio no se encontrará el papado en estos primeros siglos que se tenga que acudir a esta cita del 180? Además, lo que indicara Ireneo con ella él lo sabrá, pero que Pablo no fundó la iglesia de Roma es evidente. Pero como hay que conseguir meter a Pedro, no solo como alguien que pasó por allí, sino que la fundó (así lo dispone el Vaticano I), pues todo vale. Más cosas raras veremos en siglos posteriores. Y concluimos “al azar” con el presbítero Gayo, que afirma en año 200, que en su iglesia de Roma están las reliquias de los dos apóstoles. Año 200. Por supuesto, cuanto más lejos, más “datos”, más hechos “indubitables”.
Incluso aceptando como algo real que Pedro predicó en algún momento en Roma, y que allí murió, ¿alguien puede con los datos expuestos por la propia historiografía papal afirmar la existencia del papado y de la iglesia Romana como hoy los conocemos? No, sencillamente el papado vendrá en siglos posteriores, en los cuatro primeros no está. En los siglos posteriores se “fabricará” una historia adecuada a sus fines.
Se sigue afirmando que a “todos estos testimonios” (¿qué testimonios?, ¿se da ya por hecho la existencia del papado?), hay que añadir las “expresiones redundantes de los libros apócrifos, que en los hechos históricos tienen fundamento real”. Vaya, lo tendremos en cuenta, no lo olvidaremos; ahora resulta que tanto ruido y se trata de eso, de los apócrifos (que ya hay que tener ganas para leerlos). Esos apócrifos que están llenos de todo tipo de herejías, desviaciones, supercherías, todo lo que el Nuevo Testamento repudia, es el fundamento del papado. Bien, que se sepa. ¿Pero tienen todos esos textos un mismo plan de presentación del papado? Tampoco se exija demasiado. Por ejemplo, en un caso se dice que Pedro es el obispo, o papa, de Roma, que está allí en su silla, pero que tiene que ir al papa de Jerusalén, que es más importante, y darle una memoria de sus actividades misioneras. Pues nos quedamos con una cosa y borramos la otra, ¿quién se va a dar cuenta? Incluso de alguno se puede sacar una película, ¿se acuerdan de
Quo Vadis?
Seguimos, d. v., la semana próxima. Pero recordemos uno de esos textos apócrifos, “que tienen en los hechos históricos fundamento real”, fue muy usado, aunque ya se considere huésped molesto. En las
Clementinas se afirma que Pedro fue a Roma y allí permaneció 25 años. No quiten esto, que se viene abajo el papado. La razón era luchar contra Simón Mago, y la lucha se libró delante de Nerón, a ver quien hacía los milagros más sobresalientes. Es un texto (bueno, son varios) herético para fomentar el gnosticismo, así lo consideró la tradición de la iglesia; está lleno de cosas absurdas, sin ningún fundamento, pero algo es algo, y ahí se dice que Pedro estuvo 25 años en Roma. Ahí está el papado, en un texto repudiado por los historiadores, y repugnante al sentido común. Una perversión.
El papado y la iglesia Romana necesitan transformar el pasado para afirmar su estructura actual.
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