Este maravilloso jardín que me rodea y que no ceso de deleitarme en contemplar, y la felicidad que mi ser rebosa, me han inspirado a escribirte. De forma inexplicable, todo esto evoca en mí recuerdos que, casi con vida propia, me instan a compartirlos. La amargura, el desespero y el dolor que emanaban, ahora parecen haber sido sustituidas en mi mente por la ternura, esperanza y un profundo cariño. Sin duda, otorgar cuerpos de palabras a imágenes, sonidos y experiencias indescriptibles es tarea ardua, pero también un privilegio único, especial. Siendo así, que tanto el cofre como el tesoro contenido no otorgan sino dicha ¿cómo negarme a hacerte partícipe de él? Ojala en ti suceda lo mismo que en mí, y esta bendición que a todo el ser atrapa y esclaviza, te traiga a este lugar, y como yo, puedas un día ser así transformado.
Desde que recuerdo, cada día me levantaba y procuraba con diligencia cumplir con todas las metas que me había propuesto. No todos mis compañeros lo hacían. Alguno, sufrían al despertarse y tener que vivir siempre la misma rutina; otros, soportaban estoicamente el discurrir de las labores cotidianas y esperaban con ansia la novedad, el cambio, el romper con lo obligatorio y establecido para... ser libres. Lo que sí es cierto, es que todos compartíamos el deseo de prosperar en la comunidad, crecer, ser autónomos e independientes. Era consciente de que tenía un don, algo diferente, y así me lo habían vaticinado mis maestros. No era algo frecuente, de ahí lo destacable del hecho: la mayoría de los miembros de mi generación eran... comunes, sin méritos dignos de alabar. Eso fue el colofón de un sin fin de circunstancias que me constituyeron refugio, aliento e identidad. Y es que en el fondo, yo también era uno más, pero no encontraba en ello atractivo alguno. Necesitaba ese valor añadido a fin de que mi incapacidad para enlazarme, conectar, para el intercambio, como lo llamábamos, quedara justificada en la incomprensión hacia mi superioridad. Así es que me convertí en un ser vacío, recubierto apenas por un lino de orgullo, vergüenza y miedo, sensible, defensivo, meditabundo y sediento, permanentemente insatisfecho. ¡Terribles crujidos y lamentos de un alma rasgada por una existencia sin sustento, aparente y fantasmal! Consideraba entonces una fortuna el camino de la evasión del que gozaban otros. Sin embargo... mi carácter me impedía aceptarlo, considerándolo absurdo, sin salida. ¿Obviar y disimular la realidad?
Cada nuevo individuo que era introducido en la casa, como llamábamos con afecto al lugar donde vivíamos -¡qué ilusos!- se desarrollaba sin que supiéramos muy bien cómo. Cada familia cuidaba del que le correspondía, por deseo u obligación, mas se veía descansada al sólo tener que encargarse de guiarlo en la cadena de instrucción preestablecida, y seguir las instrucciones. Llegado el momento, cuando terminase aquel proceso, y aunque no fuera en condiciones totalmente adecuadas, la comunidad pasaba a hacerse cargo de él, entrando así en la red. Entonces, cada uno de ellos, todos nosotros, éramos impactados por un aluvión de sueños y deseos. Y a la vez, teníamos que afrontar los juicios de nuestra conciencia al asumir las incontables dificultades y limitaciones que teníamos para alcanzarlos. Pero era imprescindible sobreponerse, sobre-vivir. ¿Para qué? ¿Y vivir? ¿Qué es la vida? Por el placer que en nosotros despertaban, los intercambios parecían ser uno de los componentes ineludibles de nuestra existencia. Si bien es cierto, que también, los mayores alborotos de la comunidad enraizaban en fallidos o imperfectos intentos de conexión pasados, presentes y el miedo a los futuros.
Sea como fuere, la cuestión es que considerábamos que había muchas razones para disfrutar de la oportunidad que se nos brindaba en la casa. Continuamente conversábamos, a veces encarnizadamente, en lo que al por qué y para qué de las cosas se refiere. Había en lo más recóndito de nosotros un anhelo por profundizar y descubrir-nos, pero, no sé cómo, al final siempre cercenábamos el asunto, pues nos requería esfuerzo ya que eran cuestiones casi de otro mundo, nos producía cierto sufrimiento por ello, y preferíamos cambiar de tema buscando en qué centrar, de forma inmediata, nuestra atención placentera. Pero no me bastaba.
Aquellas oquedades lúgubres, húmedas, infinitas y entretejidas cual madriguera, que continuamente crecían en mi interior, demandaban con urgencia ser saciadas, ser inundadas por un torrente de... ¿vida? ¿Acaso estaba muerto? Sólo sabía que una carcoma devoraba el esqueleto que me mantenía a flote en aquel océano helado.
Pensando en lo incompetente que era para lo único que creía conocer y estar preparado, que era mi existencia, caí en un profundo sueño. Entre nubes, luces y música pude disfrutar de un paraíso. Todas las barreras habían sido destruidas, en la casa ya no había ningún obstáculo, sólo llanuras repletas de luz. No importaba de dónde provenía: aquel peso que hacía que mi cuerpo arrastrara mi ser, forzado por los látigos del tiempo, había desaparecido. Flotaba en la red y me movía con total comodidad. Fue en aquel instante cuando comencé a entender que lo que mayor felicidad me producía, era la posibilidad de conectar de cualquier forma, más allá de los patrones de la comunidad, y que en aquel onírico mundo, era eso lo único importante, pues los útiles y el trabajo se habían esfumado. Ese aire renovado que tanto se buscaba lograr y por el que tanto se luchaba en la casa, se había conseguido en aquel ideal. Descubrí así, que en lo secreto, yo también vivía sólo para el día, y que deseaba poder encontrar algo radicalmente diferente que me diera la oportunidad de distraerme. Al final, unos y otros, estábamos oscilando en torno al mismo eje: o nos anclábamos en la miseria de la frustración o huíamos permanentemente, pero todos compartíamos la misma realidad de un hambre sin saciar. ¿Es que no hay alternativa? Esta barra de hierro, incrustada a nuestro través, estaba, según mostraba la experiencia, para destruirnos. Resonaba con gemidos desconocidos e inexplicables que, según pensaban algunos, no eran sino una llamada. Pero... ¿de quién? ¿De dónde? ¿Por qué permitía semejante agonía?
Precisamente eso era lo que notaba: que aquella guía interna que conteníamos no se correspondía con lo que vivíamos y que de ahí provenían nuestros males. Y yo, por suerte o por desgracia –aunque ahora por ello sólo tengo gratitud- al alejarme de la realidad de aquella casa, parecía identificarme más con aquel molde cuyas vibraciones sacudían todo mi ser. Además, eso fue lo que mis padres siempre me contaron y ejemplificaron.
Mis padres no nacieron en la casa. El líder –como lo llamaban- le ofreció a mi madre un lindo lugar donde vivir con mi padre, donde poder realizarse y trabajar a gusto, la libertad, la paz, la felicidad,... No sé de dónde venían, lo que sí es cierto es que los engañó. Mamá convenció a papá y ambos sucumbieron. Los trajo a la casa, y allí, decían, los encerró. Es difícil de creer.
La casa, que yo supiera, no tenía límites. Para nosotros, que hemos nacido en ella, la oscuridad, el lodo, la hediondez y otras putrefactas inmundicias – que sólo ahora identifico como tales- no eran sino verdaderas comodidades en las que nos acostumbrábamos y deleitábamos vivir. Y aquel, nuestro hogar, era infinito, maravilloso. Pero ellos conocían el exterior. Y entendieron que aquello era perder, retroceder, morir, y como ellos, todos nosotros.
El líder convirtió a mi madre en su esclava. Se burlaba de ella, la maltrataba, la usaba como su juguete sexual, como adorno, como animal de compañía,... Y mi padre, atormentado por cómo destrozaban aquella parte de sí mismo, como consideraba a mamá, fue obligado a trabajar en lo más profundo de la casa, envuelto en sudor, lágrimas y tierra. Se convirtieron en meras sombras de sí mismos. Muy de vez en cuando se les permitía encontrarse, y por lo que recuerdo de mi tiempo con ellos, aquellas citas eran una batalla el uno contra el otro con lanzas, mazos, espadas y cañones a modo de miradas de fuego, palabras venenosas y manos y pies desbocados. La culpa, el miedo y el dolor los había exterminado, y ahora, simplemente, sus restos viajaban a la deriva.
Diría que de forma milagrosa, aquello cambió. Un día aparecieron llenos de alegría, con rostros resplandecientes, pues decían haber visto el amanecer. Allí, aún sin salir de la casa, dijeron haber recibido una carta del soberano. Aquel parecía haber sido el referente al que se debían antes de ser subyugados por el líder. En ella, había una llave de madera ardiendo, que aparentaba haber resistido el fuego que la abrasó, y que estaba manchada de sangre... increíble misterio. Pero mayor aún fue la carta que la acompañaba. Sólo contenía una palabra que nunca vi y que fueron incapaces de pronunciar. Sus ojos eran perforados por ríos de lágrimas de caudal incalculable, que desbordaban y alcanzaban a demoler sus brazos, haciéndolos caer y rodear el cuerpo el uno del otro. No cesaban de compartir con los demás aquel júbilo que día tras día tenían. Fueron asediados, intimidados, humillados impunemente por secuaces del líder, hasta que por fin se decidieron a salir. ¿Salir? Sí, se fueron, se marcharon sin dejar rastro.
Una noche me dijeron que eran liberados, que no podían seguir allí en aquel lugar que nunca fue su casa, pero ahora menos. Al alba... ya no estaban.
Si antes estaba solo, ahora era huérfano; si antes vivía triste ahora era un ser atribulado. Los que consideraba mis amigos me odiaban, nos evitábamos y rechazábamos. El estar juntos era una pantomima para calmar la angustia y hacernos compañía, y sólo era un instante. Nos convertimos en miserables, malditos, desdichados. Poco a poco fui dándome cuenta de que éramos esclavos de aquel invisible poder que no se dignaba a dar a la cara, y que con tiranía insaciable, a través de sus tentáculos plagados de ventosas, absorbía todo raciocinio que en nosotros moraba, todo hálito de esperanza y alegría, alimentándose así, él, la cabeza, a costa nuestra, dejándonos a nosotros como muertos vivientes, momificados. Nuestro pan eran sucedáneos, polvo de estrellas que nos transportaba gratuitamente a mundos paralelos, paisajes psicodélicos y una profunda anestesia sin dolor ni sentimiento alguno. Eso sí que era vida. Sin preocupaciones, sólo obedeciendo aquellas voces que susurraban nuestras directrices, y que facilitaban nuestro andar...o nos lo robaban. La batalla por el sustento entregó aún más poder al líder. Unos contra otros, terminamos por establecer jerarquías a las que nos sometíamos ciegamente, sin preguntar, de generación en generación. Ellas eran fuente de respeto y riquezas para los que las copaban, y supervivencia a base de migajas para los pisoteados, pero al menos, marchábamos.
Mi tormento se manifestaba en todo su esplendor al declinar la actividad, cerrar mis ojos y reposar mi cabeza, que no mi mente, en la almohada. Allí, se encendía mi verdadera casa, despertaba mi verdadera vida, y yo sufría y añadía, día tras día, pesados eslabones de agonía a mi cuello. La melodía de aquella extraña pero atractiva orquesta, engatusaba cada vez más mis pensamientos y me obligaba a pararme, escuchar y deleitarme en aquella paz que me daba. Me parecía escuchar la voz de mamá, de papá y de otros en una especie de coro. Una tarde, bajo los efectos de aquel estupefaciente tan dulce y sanador, me dejé llevar. Seguí su sonido hasta su posible origen.
Grande fue mi sorpresa al encontrarme a miembros de la primera jerarquía, y servidores del líder, barriendo afanosamente los pasillos de los pisos más elevados de la casa. Y observé, estupefacto, cómo lo que hacían era recoger innumerables cartas, como la que mis padres recibieron, que caían, al son de aquella música que en mí retumbaba, por medio de chimeneas que alcanzaban un lugar aún más alto. ¿Era cierto? ¿Había otro lugar? ¿Aquel soberano existía? ¿Era él el artífice de aquellas sinfonías? ¿Vivíamos, muriendo, una mentira? Era preciso encajar las piezas de aquel puzzle.
Sin dudarlo, eché a correr escaleras arriba. Rompí con todo aquello que se me interpuso. Descubrí falsas paredes que ocultaban accesos a niveles superiores. No podía creer lo que mis ojos confirmaban: ¡estábamos encerrados, enterrados, esclavos! Tras pararme para asimilarlo, comencé a dar zancadas con mayor ímpetu si cabía, la sangre y el aire no daban avío para socorrerme, aquello era una locura. Seguí, no descansé hasta toparme con muros infranqueables, con callejones sin salida, y agotado, furioso y deseoso de poder descubrir, al fin... ¡la luz! Frente a mí, un largo pasadizo labrado en la roca, lleno de sobres abiertos de cartas con el sello del soberano, y en el que entraba una luz radiante, cegadora y un aire cuya frescura y agradable olor, resultaba hiriente para una criatura de cueva como yo. Al fondo, una puerta pequeña, estrecha, torcida y de rejas corroídas por la lluvia, pero firmemente cerrada.
Al habituarme a aquella visión, tome conciencia de que lo que se reproducía magistralmente en la casa, a base de no sé qué artificio, no era sino lo que ahora contemplaba fuera de ella.
Poco a poco fui recuperando el resuello. Me senté delante de aquella puerta y simplemente disfruté. Por fin, no oponía resistencia al requerimiento de aquellas notas y todo mi ser prorrumpió en exclamaciones y vítores: por fin me sentía vivo y verdaderamente libre.
- Veo que eres hijo de tu madre – me dijo un hombre desde el otro lado de la puerta - eres igual a ella - instrumentos de labranza en mano, sudoroso, pero poseedor del mismo rostro de mis padres aquella última noche que los vi.
- ¿Dónde están? – pregunté sin vacilar.
- Tranquilo, están en los campos. Ahora son liberados, somos liberados. El soberano nos abrió la puerta, y nos permitió escapar de las zarpas del líder. Ha sido muy duro y doloroso reconocer la necesidad de abandonar la casa. Entender que vivíamos ignorando su voz, entregados al sinsentido, a la sinrazón, al sin-vivir, a los deseos del líder...
- ¿Es él el que canta?
- ¿El soberano? Sí niño. No para de llamar nuestra atención, de recordarnos que nuestro hogar no es el que somos capaces de percibir, sino que debemos abandonar el actual para entonces encontrar el verdadero, encontrarlo a él, nuestro verdadero líder. Pero es casi inevitable dejarse llevar, la presión del líder es espantosa, el trabajo agotador y acabas sin ganas de escuchar otra cosa más que tu respiración en el sueño. Pero si por fortuna, como te ha ocurrido a ti, la sed es extenuante, tu meditación y escucha atenta termina por dominarte. Con cuerdas hechas de hilos de besos, abrazos, aliento, fuerza,... que salen de su mismísimo corazón, te atrae hasta aquí, hasta la puerta que lleva al camino. Con suma ternura te entrega su llave, la carta y te hace un liberado.
Fue insoportable. Con la misma velocidad que subí, me incorporé, sacudí mi cabeza y bajé a mi habitáculo. No hablé con nadie, me encerré y comencé a gritar. ¡No podía comprender todo aquello! ¡Qué dolor! Sentía y necesitaba que todo aquello fuera cierto. Pero de nuevo, era inalcanzable. Las ondas
soberanas eran emitidas sin pausa hacía criaturas sordas, incontables cartas se enviaban y entraban para ser destruidas... ¿es que aquel supuesto soberano no sabía de aquellos impedimentos que teníamos para alcanzar su mensaje? Al ver el aspecto trabajado de aquel hombre de la puerta, supuse que era la disciplina, el esfuerzo y el buen hacer lo que de alguna forma podía ser la solución a mi dilema, para permitir que aquella maravilla de la libertad me llegara. Infructuoso intento. ¿Acaso estoy condenando a desear y no poder alcanzar?
Día tras día pensé en suicidarme. Aquello era afrontar la realidad: la única solución, la única salida, la única libertad, era la muerte para el que se sabía muerto en vida.
Se cumplió de nuevo en mí aquella regla del hombre de la puerta: cuanto más te detienes a escuchar, más deseas, más te envuelve, más te atrae, hasta que te atrapa. Esta vez, absolutamente extenuado, abandonado, arrastrado, volví a ascender.
- ¡Hijo mío! – exclamó mi madre entre sollozos. Mi padre apareció detrás suya, descansó su brazo en su hombro y a un lado su instrumento de labranza. No podía creerlo: estaban allí.
- Has errado – afirmó contundente mi padre- La llave y su carta es un regalo. Nuestro servicio es posterior, en agradecimiento. Y además, lo realizamos aquí, alrededor de la cueva, para poder hacer llegar sus cartas y amplificar su voz con las nuestras, al llegar su canto a la casa. Para que lleguen a los que aún se empeñan en no buscar solución a su hambre, a su sed, a su dolor, a su amargura, a su vacío, a su muerte.
- Pero...
- Sí hijo, nos tenemos que esforzar por entonar con mayor fuerza para que las vibraciones impacten su ser y deseen rendirse a la evidencia de su llamada. A muchos las cartas no llegan, pero a otros como tú, sí.
Entonces me entregaron un ejemplar de aquella llave, de aquella carta, a mi nombre y... ¡el sólo tocarla, me hizo caer de rodillas, me llevó a experimentar en mí lo que vi que mis padres vivieron un día, asombrado por cómo aquellos simples objetos podían sacudirme de semejante manera! ¡Era un liberado! Mis padres apuntaron a una casucha, fea, derruida y llena de polvo, a los pies de un camino cerrado por un reloj de arena, que grano a grano, iba agotándose.
- Nadie se fijó en ella –explicó mi padre- el líder no se esperaba que el soberano, contra el que se rebeló y contra el que llevó a rebeldía a todos nosotros, pudiera vivir allí oculto. Pero desde allí produjo esta llave y esta carta que necesitamos y tanto anhelamos para salir. Al descubrirlo, se ha estado afanando aún más por evitar que más de sus sometidos se escapen, reciban la vida, la libertad. Pero es inevitable, no puede vencerlo: aquí estamos nosotros, en su nombre, con sus armas y cuando caiga el último grano del reloj, el camino se abrirá y la sombra de ese inmenso palacio que por ahora se esconde en las nubes, se transformará en nuestro reluciente hogar. Allí iremos hijo mío, el soberano nos recibirá en su banquete de restauración de la libertad y la vida plena, y esta cárcel será destruida con todos los rebeldes dentro. Hasta entonces vive, trabaja, canta esta maravilla para que otros puedan conocerla y disfrutarla.
Mi ser, mi familia, mi verdadera red, se había restaurado, estaba viva, libre.
Y es que mi nombre es Homo, Homo servus. Soy metáfora de ti, de todos tus semejantes. Creado siervo, soy, eres, somos sólo libres de elegir a quién servir: a la rebeldía del líder o... al soberano. La llave de madera ignífuga abrió aquella puerta de rejas, abrió mi celda y me liberó. También a ti puede hacerlo: cógela, la tienes a tu lado, junto a esta hoja que lees.
Y aquella carta, aquella palabra impronunciable, indescriptible, que satisfizo nuestros más profundos anhelos, que nos desbordó de júbilo, cuando la descubras entenderás la razón para ello. Es sinónimo de vida, de libertad, de restauración. Atrapará todo tu ser, desearás servir a su causa. Es mi deseo que no puedas resistirte a subir hasta la pequeña puerta que esta llave, en un sobre con tu nombre, puede abrir. Así podrás salir, y nos encontraremos en este lindo jardín desde el que te escribo, y donde trabajando, esperamos el regreso del soberano. Abre todo tu ser para recibirla, es de su parte, y con ella me despido: GRACIA.
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