En 1843 Søren Kierkegaard –cuyo bicentenario celebramos hoy- se volvía un autor. Todo estaba listo para que mucho antes lo fuera: ya había publicado una crítica al cuentista Hans Christian Andersen y había escrito una densa tesis sobre el concepto de la ironía. Pero a pesar de esos intentos, no había despegado. Algo faltaba. Recién ese año 1843, cuando él contaba treinta años, tuvo lugar ese algo faltante: rompió el noviazgo con la joven Regine Olsen, y se retiró unos meses a Berlín a escribir. En efecto, no parece exagerado decir que fue la ruptura lo que transformó a Kierkegaard en escritor.
Aunque ya antes había realizado diversos intentos literarios, es la ruptura la que lleva a un enorme despliegue de su creatividad. Pocos meses tras el quiebre estaría acabada su primera obra maestra,
O lo uno o lo otro.
En esta monumental obra, O lo uno o lo otro, Kierkegaard introduce su idea de que los hombres tenemos que elegir una vida bajo categorías estéticas, éticas o religiosas. La obra fue todo un éxito, o al menos el mayor éxito literario que a Kierkegaard le tocó ver en vida(recién al comenzar el siglo XX llegarían a volverse célebres el resto de sus obras).
En esta obra, se contrastaba el deseo estético por instantes “interesantes” con una vida ética, configurada por proyectos de largo plazo. Kierkegaard, que acababa de poner término a su noviazgo, usó aquí precisamente el matrimonio como modelo de la vida ética: en el matrimonio hay elección radical por un género de vida, pero sobre todo hay continuidad, una vida que se puede narrar de modo coherente. El matrimonio encarna además la vida ética porque en él hay un aumento de realidad, en contraste con la ensoñación del noviazgo.
Kierkegaard también sabía que la vida ética tenía que ser enjuiciada desde más arriba, y así termina O lo uno o lo otro con un anexo titulado “sobre lo edificante que hay en el pensamiento de que ante Dios siempre estamos en falta”.
Pero
Kierkegaard es no sólo el hombre que herido por la ruptura con Regine se vuelve uno de los grandes pensadores del siglo XIX. Es también un herido amante de la iglesia. También eso lo hizo un tipo especial de escritor.
Desde niño vivió la tensión –nada atípica en el mundo protestante- de en el fondo pertenecer a dos comunidades religiosas distintas, los hermanos moravos y la iglesia luterana. Así tenía algo de la herencia “separatista” del pietismo, y algo de la cultura más elevada de la iglesia luterana.
A esto se suma que en su temprana juventud se emancipó tanto de su padre como del cristianismo. A la religión en la que había sido criado la describía por esos años como un “aire nauseabundo”, una fe carente, como también lo podría haber dicho Nietzsche, de toda “fuerza viril”. Pero en 1838 estaba de regreso, reconciliado con su padre y con la fe. ¿Qué cristianismo es el que entonces comenzó a madurar en él?
Es frecuente que Kierkegaard sea descrito como representante de un individualismo religioso, como un correctivo cristiano a la sociedad de masas. “Cualquier valor moral que alguna vez llegue a tener mi pensamiento está conectado con la categoría de
”, escribía hacia la mitad de su vida literaria. Y esto tenía estrecha conexión con su comprensión del cristianismo: en su obra Temor y temblor, por ejemplo, explotó la disposición de Abraham a sacrificar a Isaac como muestra de una fe no sólo no reducible a las convenciones humanas, sino tampoco reducible a la moralidad. Dicho libro es tal vez una de las más impresionantes defensas de la irreductibilidad de la fe personal. Pero no se trata necesariamente de un proyecto de corte individualista: contra lo que Kierkegaard advierte –por ejemplo en su escrito La época presente- es contra una vida comunitaria “tan fea y depravada como el matrimonio entre niños”. Se trata pues de una defensa de la madurez espiritual, lo que explica también la preocupación tan grande de los escritos de Kierkegaard por temas como la angustia o la desesperación.
Pero
tales énfasis de sus escritos fueron gradualmente llevando a Kierkegaard a tensión con la iglesia. Durante un tiempo esa tensión es descrita por él mismo como un periodo de “neutralidad armada”.
Pero
al final las armas (literarias) son usadas, pues sus últimos años de vida los vivió en una lucha ya frontal contra la iglesia danesa. No debemos apurarnos en decir que atacó a la iglesia por “muerta”. Algo de eso hay, claro está, pero tampoco cualquier modo de estar ella “viva” le parecía satisfactorio (en sus últimos escritos no es inusual que compare la iglesia con el teatro, del que uno sale solo preguntando qué tal estuvo la función; pero en el teatro, al menos es posible lograr la devolución del dinero).
Pero aunque no fuera por muerta que la criticaba,
Kierkegaard sí consideraba fatal la mediocridad y el acomodo propios de la “cristiandad”, la fusión no sólo con el Estado sino con la cultura circundante.Así, la batalla se desató en 1854, cuando tras el funeral del obispo Mynster Kierkegaard pone en duda, a través de la prensa, que éste hubiese sido un “testigo de la verdad”. Después de todo, no había sido “azotado, maltratado, ni arrastrado de una prisión a otra”. Pero
esa crítica muestra que Kierkegaard ya no estaba acentuando solo la interioridad, sino los signos externos del discipulado. No podía verlos, y de ahí su disposición a llevar su crítica a las últimas consecuencias.
La iglesia tiene muchos amantes heridos, y hoy conmemora el natalicio de uno de ellos.Podrá decirse que en el trato de él hacia ella hubo mucho de unilateralidad, mucho de exageración; pero también ha sido ésa la relación de ella para con él, difundiendo la imagen de un Kierkegaard puramente individualista, como si solo hubiera hablado de la angustia, o como si hubiese sido incapaz de trato fecundo con la herencia cristiana.
A doscientos años vista, la relación puede tal vez recomponerse. Para eso hay que reconocer que Kierkegaard ciertamente está lejos de ser un tipo con el que sea fácil convivir, pero que es un ingrediente imprescindible en medio del gran concierto cristiano.Por decirlo con palabras de él mismo, “es una desgracia ser así sacrificado, ser elegido para ser la pizca de condimento”; pero, continuaba, “Dios sabe bien a quiénes elige para tal tarea, y en medio del canto de todos los felices sopranos, sosteniéndolos como un bajo, se escucha también el
de profundis de los sacrificados que proclaman
”.
Manfred Svensson es autor de “Polemizar, aclarar, edificar. El pensamiento de Søren Kierkegaard” (Clie, 2013)
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