Con todo lo que está pasando, quien más, quien menos, está nervioso, por no decir MUY nervioso. No sólo es lógico y explicable, sino desde todo punto de vista también comprensible. Y en esa intranquilidad que a veces alcanza cotas de desesperación, pueden surgir en las personas variadas reacciones, aunque yo sólo me centraré hoy en una de ellas: la que tiene que ver con hacer algo por la situación a toda costa.
Como ya se imaginará el lector, no me voy a referir tanto al afrontamiento sano y ajustado de la situación, lo cual no supone ningún problema. Más bien al contrario, trae bastantes ventajas. Me ocuparé, de hecho, en esa tendencia a la hiperactividad y a obrar en nuestras propias fuerzas que tenemos los seres humanos e, incluso, los cristianos en particular, lo cual es todavía más inquietante. Porque, efectivamente, aunque debiéramos saber descansar en el Señor, la realidad es que seguimos sin saber hacerlo, a la luz de lo que nuestros actos dicen.
Todos sabemos lo que significa atravesar dificultades. Como reza un conocido proverbio hindú, “no hay árbol que el viento no zarandee” y nosotros no somos una excepción. Los problemas nos rodean, nos aprisionan y nos inquietan. Y en ocasiones, yendo aún más allá, nos desesperan hasta el punto de llevarnos por caminos que nos son lo más adecuado de cara a lo que Dios pide de nosotros en esas circunstancias. La cuestión que hemos de plantearnos, creo, en primer lugar, tiene que ver con qué es exactamente lo que Dios demanda de nosotros ante la dificultad. Porque Él sabe que somos débiles y frágiles, pero a nosotros suele olvidársenos que, en los problemas, Su fuerza es nuestra fuerza.
En medio de esa falta aparente de memoria, que más bien suele tener que ver con nuestra propia autosuficiencia, se ponen de manifiesto algunas otras características nuestras, como por ejemplo, la impaciencia. No es que no estemos dispuestos a que Dios obre. No es que no creamos que Él vaya a hacerlo. Es que, lo que queremos, lo queremos ya. Y además lo queremos a nuestra manera, estando dispuestos a sacrificar los valores que honran Su nombre con tal de alcanzar el objetivo que buscamos, que es nuestro propio bienestar (según nuestro propio criterio) y no que Su gloria se manifieste en nosotros.
Cuanto más grande es la dificultad, más se fortalece y manifiesta Su poder. Pero cuando mayor es la adversidad, más intentamos torcerle el brazo a Dios y pretendemos que las cosas se hagan a nuestra manera y en nuestros tiempos. Nada tiene que ver esto con la propia recomendación que Dios nos hace cuando nos dice “Estad quietos y ved que yo soy Dios”. Cuando nos mata la impaciencia, la autosuficiencia o la soberbia, cuando pensamos que el malestar por esperar Su obra es el peor de nuestros males, cometemos errores que luego, en muchas ocasiones, no sólo no resuelven el problema, sino que además le añaden complicación a la situación.
No hay nada que nosotros podamos hacer en medio de las pruebas para que nos vaya bien más que obedecerle. Eso implica asumir nuestra responsabilidad, buscar glorificarle, dejarnos moldear y, en muchas ocasiones, esperar a que Dios obre con claridad. La parte que nos toca es realizar aquello a lo que Dios nos llama responsablemente, pero más allá de eso, lo que nos queda es pedir que el Señor haga Su voluntad y que la haga en esta tierra como se realiza en el cielo: sin impedimentos. ¡Qué pena que, en tantas ocasiones, el impedimento seamos nosotros mismos y nuestras propias prisas! ¡Cuántas cosas estropeamos cuando intervenimos desde nuestra propia sabiduría, que es absoluta necedad a la luz de Su omnisciencia! ¡Cuántas veces tendremos que vivir las consecuencias de nuestros propios “apaños” en vez de estar dispuestos a permitir que Dios haga en nuestras vidas lo que quiera y como quiera!
Con este tipo de cosas sólo ponemos en cuestión el Señorío de Cristo sobre nuestras vidas. Quizá no lo verbalizamos de esa forma, o no lo hacemos de forma intencional. Pero cuando alguien nos dice “Espera, yo actuaré a su tiempo” y nosotros nos tomamos la justicia por nuestra mano, en el fondo lo que le estamos transmitiendo es nuestra falta de confianza hacia el dador de la promesa. Sin embargo, Sus promesas son ciertas, son inmutables, son eternas… pero son Suyas y Él decide los parámetros en los que se cumplirán en nuestra vida. No es una cuestión de preferencias, por nuestra parte. Es otra mucho más fundamental: tiene que ver con nuestra obediencia.
Seguimos creyendo que somos demasiado fuertes, que somos totalmente capaces de llevar adelante nuestras vidas y los planes que tenemos para ella, sin darnos cuenta de que nada de lo que sucede en nuestras existencias tiene posibilidad de ser si no es por Su soberanía y Su permiso. Nosotros, nuestro destino, pasado, presente y futuro, está en Él. Gracias a él y Su obra no tenemos que depender nunca más de nuestras fuerzas. Hacerlo de forma distinta, no sólo es suicida, tal y como en algún momento se consideraba desde esta misma sección, sino que es una ofensa a Su obra y una torpeza absoluta de nuestra parte.
Aprender a esperar es nuestra gran asignatura pendiente. Aprender a confiar también lo es. Sin embargo, lo único que Dios demanda de nosotros es que no luchemos con nuestras fuerzas, sino con Su armadura; que no nos venguemos nosotros mismos, sino que dejemos nuestros asuntos en Sus manos, porque la venganza es Suya; que confiemos en que nada nos faltará porque hasta los lirios del campo se visten mejor de lo que lo hizo en su momento Salomón.
Él solo es Dios. Y nosotros, sólo hombres.
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