Cuando uno empieza a pensar en las cosas a las que tiene derecho (al igual que los demás), simplemente con ser un poco asertivo podría descubrir que la lista es ciertamente larga:
· Tenemos derecho a ser tratados con respeto y dignidad
· Tenemos derecho a defender nuestros derechos
· Tenemos derecho a no hacer siempre lo humanamente posible
· Tenemos derecho a decir que no
· Tenemos derecho a no estar de acuerdo con la mayoría
· Tenemos derecho a cambiar de opinión
· Tenemos derecho a ser escuchados
· Tenemos derecho a querer resolver nuestros conflictos con los implicados…
En fin, la enumeración podría prolongarse indefinidamente. Pero una de las cosas sobre las que más se vulnera en lo interpersonal el derecho de cada cual es en lo que se refiere al tiempo.
Tenemos derecho al tiempo en el sentido más general, pero también en aspectos más específicos:
· Tenemos derecho a no tener tiempo sin que tenga que sonar necesariamente a excusa barata, porque con el plan de vida que llevamos y la cantidad de cosas a las que nos hemos comprometido, es fácil quedarse sin él
· Tenemos derecho a querer más tiempo, ya sea para dormir, comer, escuchar, hablar, decidir…
· Tenemos derecho a tomarnos nuestro tiempo a la hora de tomar una decisión, sin que otros con sus intereses particulares tengan que apremiarnos innecesariamente
· Tenemos, incluso, cierto derecho a “perder” el tiempo, no en el sentido de desaprovechar lo que Dios nos da y a quitarle importancia a lo relevante, sino en el de poder y deber parar y usar un espacio temporal para el descanso, para no hacer nada en especial, para detenerse, pensar, descansar…
Eclesiastés recuerda una y otra vez que hay un tiempo para todo. Pero nos resulta (me resulta) muy difícil comprender esto. Porque en muchas ocasiones uno se siente atado por lazos invisibles respecto a los demás, por compromisos que a menudo se adquieren y en los que parece que uno se siente vendido, no solamente a llevarlos a cabo, que está bien, sino a hacerlo en tiempo record, cuanto antes, lo cual no lo está tanto.
El tiempo es un bien preciado en nuestros días. Pero todo quiere hacerse demasiado rápido. Ya no se le da el valor al tiempo como antes. Tiene importancia, pero de otra forma. Antes la cuestión de saber esperar era un valor compartido. Ser pacientes estaba entre la lista de virtudes anheladas de la mayoría.
Hoy todo lo que antes se cocía “a fuego lento” pretende hacerse en microondas, y también en lo referente a las relaciones interpersonales y al día a día cotidiano, en el que nos hemos inmerso en una vorágine sin control en la que nadie hace otra cosa más que correr.
Probablemente antes, con menos prisas, la gente era más feliz. Hacían menos cosas, pero seguramente de más calidad. No eran esclavos del tiempo como nosotros. Nos hemos condenado a un ritmo de vida que nos quita lo más importante: la posibilidad de vivir y de hacerlo con excelencia, de dedicarle a cada cosa su tiempo necesario, a cada persona la atención que requiere, a cada trabajo la posibilidad de hacerlo bien, a los procesos de reconstrucción calidad en el avance…
El tiempo es vida, pero la vida sin tiempo no vale nada.
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