Un día de Abril de 2004, se estrenó en España la película dirigida y patrocinada por Mel Gibson, “La Pasión de Cristo”. Película que impactó en nuestro país, por recrearse especialmente en el sufrimiento de la crucifixión.
Unas largas escenas de un cuerpo lacerado por los golpes, demacrado, hinchado, con unas moraduras tremendas y sanguinolentas, entumecido, los ojos grandes, dilatados, abiertos con destellos vidriosos. Un cuerpo sin belleza alguna, sometido al más dramático dominio de la tortura, heridas, azotes, martirizado por la guardia, martirizado por las turbas cuando cargaba con la cruz; unas escenas que muchos espectadores no pudieron soportar, otros se entristecieron, y no pocos pensaron que “unas escenas así hacen perder la fe”.
Unas escenas, que impactaron e impactan, ya que estamos acostumbrados a ver Cristos celestes, de pinturas de belleza y aún en los iconos de la Semana Santa, como una muerte sin Pasión; pero la realidad es que la Pasión fue tremendamente cruel. Tanto, que yo, “Desde el Corazón” y recordando el sentir del profeta “verlo hemos, mas sin atractivo”, me hago dos preguntas: “si los que iban a ser sus discípulos y las mujeres que estuvieron a los pies de la cruz vieron su muerte de tal manera, ¿cómo pudieron creer a la vista de tal cadáver, que aquel cuerpo molido iba a resucitar?
Y aún me atrevo con una segunda pregunta; “si aquel mismo Maestro hubiera podido ver la víspera de su suplicio este sufrimiento y el abandono de sus seguidores ¿se habría atrevido a subir a la cruz?”.
Desde hace muchos siglos venimos defendiéndonos de la pasión de Cristo con toneladas de crema, sentimentalismo, saetas y folclore. Ahora, nos defendemos con playas y excursiones. Porque si realmente creyéramos, si tomáramos mínimamente en serio la realidad de un Dios que ha sufrido y muerto ¿no sufriríamos todos al pensarlo?; ¿no vacilaría nuestra fe o, cuando menos, el delicado equilibrio sobre el que todos hemos construido nuestras vidas, aunando una supuesta sensibilidad con nuestra comodidad?.
Creedme que me preocupa la “teología de la mediocridad” que viene incrustándose hace siglos entre los creyentes y por tanto, en las Iglesias. La teología que reduce la cruz a cartón piedra, la muerte de Cristo a una estampa piadosa, a unos “pasos procesionales festivos”, y lo que debería ser una meditación espiritual, viva y testimonial, a una teoría de los términos medios.
La teología que ha sabido compaginar la cruz y la butaca; la que encuentra “normal” ir por la mañana de fiesta y por la tarde de procesión, o la que baraja la oración y la injusticia.
Una teología de semicristianismo, de evangelios rebajados a una “Semana Fantástica”, de bienaventuranzas afeitadas, de fe comprada a plazos. La que sostiene que los cristianos tenemos que ser “moderados” que tenemos que tomar las cosas con “calma”; que debemos combatir el mal, la injusticia, la explotación a todos los niveles, pero “sin caer en los excesos”; la que echa toneladas de vaselina sobre el Evangelio, pone agua en el vino de la muerte de Cristo, no vaya a subírsenos a la cabeza. La dulce teología de la mecedora o de la mal comprendida paciencia. La que nunca caerá en la violencia, porque ni siquiera anda. La que sí piensa que, Cristo murió, pero muy poco, como de mentirijillas, total... sólo tres días.
Vuelvo a la película, a este Cristo angustiado, trasquilado, azotado, abatido, llevado al matadero, y sé que lo mataron, matado de veras. Pero “Desde el Corazón” sé también que su muerte mató la muerte, que resucitó, mas sé también que ese triunfo no le quita un ápice al espanto de aquellas horas. Sé que ese sufrimiento ya lo vio en su primer Gólgota, Getsemaní, que Cristo es el único ser que pudo recorrer su muerte antes de padecerla, y quien más libre y poderosamente la aceptó y asumió, de forma que se atrevió a subir a la cruz porque ella era nuestra vida, nuestra esperanza.
“Desde el Corazón” creo en Él. La Pasión de Cristo me es una visión espantosa; pero no me hace vacilar la fe; sin duda la robustece. Porque una pasión de tal calibre sólo puede hacerse desde un amor infinito, siendo Dios.
Un amor tan apasionado que ahora le sigue llevando a algo más triste que la muerte: la tortura diaria de ser endulzado, mediocrizado, amortiguado, recortado, suavizado, comercializado, reblandecido, piadosizado, reducido, empequeñecido, acaramelado, hecho digerible todas las Semanas Santas, falsificado –para que no nos asuste‑por nuestra inteligente y calculadora comodidad.
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