Porque la Palabra es fundamental en la vida de la Iglesia, para su existencia y testimonio; porque nuestra época nos reclama su exposición y aplicación, creo que debemos reconocerla de forma adecuada. Por eso les propongo reflexionar un poco más sobre la Ley de Dios y la fe.
Reconozco a la Biblia desde la posición conservadora, más bien, “conservacionista”, como la palabra inspirada por Dios para los hombres. No vale, pues, argumentos que la limiten a la expresión religiosa de personas o comunidades, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento. Con eso nos encontramos, sin embargo, que una gran parte de la misma es de carácter legal, es ley. Sobre esa parte no todos los que la reconocen como palabra de Dios están de acuerdo en su uso o aplicación.
En sentido práctico, afirmando creer en la Biblia como la palabra inspirada de Dios, no siempre queda claro qué queremos decir con, por ejemplo, “conforme a la Escritura”, o, “desobedientes a la Palabra”.
El uso y aplicación de las leyes del Antiguo Testamento no tienen el mismo lugar en Calvino que en Lutero (en esto enormemente separados), ni en Pierre Viret o Bucero, o Zwinglio; en el tiempo más cercano es un tema que se rescata y discute. Uno de los pioneros ya señalado en el artículo anterior, Rousas John Rushdoony, y un buen número de gente que se coloca en ese movimiento. No todos con la misma formación ni evaluación sobre esta cuestión.
Algunos, con su defensa de la permanencia y vigencia de las leyes del Antiguo Testamento, no pudieron caminar junto con los otros, que también proponían su vigencia. Los críticos del movimiento (a veces llamado de reconstrucción, o teonómico) rechazan posiciones particulares que, en muchos casos, no son comunes al conjunto, lo que produce más confusión. En ese movimiento hay de todo, como en sus críticos. Pero
el asunto es importante, porque se trata de la palabra de Dios, de la Escritura, y cómo la vivimos y usamos.
Un autor que es muy útil en este campo es Greg L. Bahnsen (1948-1995), porque su tesis publicada fue luego muy criticada, o alabada, y porque él mismo contestó a sus oponentes, con lo que sirve de resumen de la posición de vigencia de la ley del Antiguo Testamento y de las posiciones críticas con la misma. Publicó su obra de referencia,
Theonomy in Christian Ethics, (1977), y luego un resumen de sus respuestas a las opiniones de sus críticos,
No other standard. Theonomy and its critics, (1991).
Este autor, además de ofrecer sus enseñanzas en multitud de conferencias y reuniones de discusión, produjo un modo muy valioso de método de defensa de la fe, que luego se publicó como libro,
Always Ready. Directions for defending the Faith, (1996, editado por Robert R. Booth). (Existe una fundación que conserva y promociona su obra.)
En lo que conozco de estas discusiones, queda claro que hay autores que con gran respeto por la Biblia y su autoridad, como regla suprema, que no están de acuerdo con la tesis de la validez y aplicación de las leyes del Antiguo Testamento, es decir, con que sean el código que tiene que aplicar hoy el Estado.
Otros, como los fariseos, reclaman su aplicación, pero queda como doctrina y mandamientos de hombres, es decir, son sus interpretaciones las que se dicta que se reciban como “palabra” de Dios, como ley de Dios.
Otros rechazan la validez de ese código porque, dicen, fue consecuencia cultural de un momento, y ya no tenemos esa cultura. La Biblia, pues, es un texto cultural en sus normas éticas o morales.
Y otras posiciones intermedias y mezcladas se pueden encontrar. Sin caer en discusiones vanas, la cuestión es relevante. ¿Qué le diríamos al Estado que no quiera esas leyes, y proponga otras como reflejo de la justicia y equidad? ¿Qué le diríamos al Estado que quisiera aplicarlas en su totalidad, sin quitar ninguna norma? (Si alguien ni siquiera está de acuerdo con las preguntas, porque decide que ahora solo tenemos a la Iglesia, o el campo de la fe, como terreno donde aplicarlas, también aparecen las preguntas, aunque se cambie “Estado” por Iglesia.)
Una figura nos será muy aprovechable: pongamos en un libro todos los mandatos del Antiguo Testamento, incluidos los que llamamos ceremoniales o rituales, todos. Ese libro, ese “código penal”, o como queramos titularlo, es a lo que aquí llamo “leyes del Antiguo Testamento”. Forma un conjunto, calificado del mismo modo en todas sus partes; siempre está completo. Por un principio de simple lógica de interpretación no podemos dividirlo a conveniencia, si lo hacemos, estamos “rompiéndolo”, estamos quebrantándolo. Todo completo, siempre. Sin que le falte una jota o una tilde.
Ese libro, ese código, fue muy apreciado en apariencia por escribas y fariseos. Sin embargo, Cristo les dice que lo han
quebrantado con sus enseñanzas y tradiciones. No es precisamente frente a un mundo que rechace ese código que Cristo enseña que él no ha venido a abrogar la Ley o los Profetas, sino a cumplir, y que todo tiene su valor y nada se pierde. Ese código era guardado conforme a sus costumbres y tradiciones, sus interpretaciones y aplicaciones, de tal manera que
esas tradiciones e interpretaciones se habían convertido también en
código. Así que el temor de Dios se vivía conforme a doctrinas y mandamientos de hombres. Ésa es la situación también hoy.
Ese código penal ya no está vigente. Tiene su sitio y su tiempo. Es palabra inspirada de Dios, por tanto, útil para instruir, para redargüir, etc., pero no es el código penal actual que debe “predicarse” o proponerse como parte del Evangelio. No se trata de “quitar” una parte de la Escritura, sino de dejarla en su totalidad, tal como ella misma se presenta. Por supuesto, los que proponen su permanencia no admitirían que se predicase como “parte” del Evangelio, sino como algo “neutral en cuanto a la salvación”, que es para el Estado, pero eso es lo que hace la propia Escritura, de esa palabra que como semilla incorruptible hemos recibido y nos vivifica, no podemos excluir nada. Esas leyes las cumplió perfectamente Cristo, no son, en ese sentido, aspectos “temporales” o civiles; no se trata de que el Estado, por ejemplo, deba aplicarlo sin ninguna referencia al Mesías, a su cruz. Eso es invención humana, humana tradición: se ha cambiado el código.
Tampoco se puede admitir la división del código en partes ceremoniales, civiles y morales, y eliminar unas y conservar otras. Eso es
nuestra interpretación. O nos quedamos con todo, o confesamos que ya no está vigente. Las leyes ceremoniales (como explicación lingüística para una clase de leyes es válido el término) están unidas a los aspectos “penales”, es decir, por su quebrantamiento se pagan penas concretas, incluso la muerte; por tanto, no podemos separarlas porque nos interese para nuestra doctrina.
Todo se ha cumplido en Cristo, todo permanece hasta el final por tanto. Nada ha sido abrogado. La ley ha sido cumplida, no como los hombres entendían, sino en su sentido exacto. Y eso debemos enseñar, y guardar los mandamientos de Dios, como Cristo nos enseña. Esos mandamientos, esa Ley que Dios “dará en nuestra mente, y la escribirá en nuestro corazón”;
esa Ley que recibimos con Cristo, que no es el código penal de Israel. Una Ley que supone la verdadera circuncisión, que sirve a Dios en espíritu y no tiene su confianza en la carne. Es la fe por la que vive el justo, es la ley de la fe, sin códigos formales, del corazón no de la letra, es la presencia de Cristo en la Historia, su reino, eso que pedimos cuando rogamos “venga tu reino” (nada que ver con “aplíquese por el Estado el código penal de Israel”).
Esto no significa que no usamos esas partes de la Escritura, todo lo contrario. No la usamos como código penal vigente, pero sí como Escritura. Obras excelentes, por ejemplo, son los sermones de Calvino a Deuteronomio, sus sermones sobre Jeremías (unas 2000 páginas), sobre Lamentaciones (500 páginas), los profetas menores, lectura utilísima Oseas (500 páginas). Nuestros reformadores, ¡cómo usaban el Antiguo Testamento para predicar el Evangelio! Con esas Escrituras, con Cristo resucitado, con su reino, con su Ley de libertad, aprendemos a caminar en terrenos de la economía, la familia, la iglesia local, el Estado, etc. Vemos los casos que aparecen, y los aplicamos a nuestra situación. Pero son
aplicaciones que nosotros hacemos. Con ello proponemos a la sociedad una forma de actuación que entendemos es justa y equitativa, pero de camino, en un sentido, siempre relativa y reformable, mejorable.
Esta cuestión no sería relevante si no alcanzare la propia naturaleza del mensaje cristiano. Es un problema semejante al planteado por los escribas y fariseos: un uso y reclamación de sujeción a la Ley de Dios, que, en el fondo, era una simple proclama de que su composición, por lo tanto, sus propias leyes (el judaísmo), eran “la Ley de Dios”. Si nos quedamos con usar la Escritura para aplicar sus casos legales y conformar una manera cívica de convivencia, eso nos ocasiona trabajo y esfuerzo, pero nos deja con el Evangelio de la libertad. Si queremos usar el código penal de Israel (que necesariamente tiene que ser “aplicado”, porque ya la estructura donde nace no existe), y a eso le damos el rango de “Ley de Dios”, nos encontraremos con que, igual que los fariseos, calificamos así a lo que realmente solo son nuestras construcciones y aplicaciones. Si encima le colocamos el atributo de ser el medio de santificación que Dios usa, entonces el descalabro es total.
Efectivamente, R. J. Rushdoony, dice en la introducción a su obra
The Institutes of Biblical Law, 1973, que la justificación del hombre es por la gracia de Dios en Jesucristo, y que su santificación es por medio de la ley de Dios. Creo que esta frase no hay por dónde cogerla, carcome como gangrena, es malísima. El autor, del que ya he citado su importancia, enseña otras muchas cosas aprovechables y en la mayoría de sus escritos no se aprecia la conclusión de esa frase, pero esa perspectiva es una perversión. Ocurre que con “ley de Dios” (en mayúscula o minúscula, no importa) esta gente que dispone la validez del código penal de Israel, no tiene más remedio que “arreglarlo” a la situación actual; y sus arreglos lo hacen idéntico con la ley divina. De ese modo establecen cómo tiene que ser la economía, la forma de gobierno, la escuela, y todo lo que se les ocurre. En más de un caso, con humos y presunción impresentable. A “eso” que han fabricado llaman luego reino de Dios, palabra de Dios, y a cualquiera que no les da de comer, que no admite su arrogancia, proclaman guerra contra él: es un antinomista y un cristiano que niega los derechos regios de Cristo. Pues no, lo que negamos son los pretendidos derechos regios de esos que ofrecen sus opiniones como si fuesen la mismísima ley de Dios. Y en base a los derechos regios del Mesías, y con su Evangelio, con su Ley, es necesario mostrarles la perversión de su enseñanza.
Les pongo un ejemplo de usos contradictorios del código penal de Israel. Muchos autores de la Reforma, grandes autores, muy provechosos y edificantes (los mismos Hoeksema y Schilder que cité en el artículo anterior), sacaron la conclusión de que el día de la semana Domingo se tenía que tomar como el sábado judío, el sábado del código penal. Y aplicaron incluso, cuando tuvieron poder, las penas unidas a la transgresión del sábado en ese código penal. Y eso se presentó (y se sigue presentando en algunos círculos) como expresión de obediencia a Dios. ¿Cómo tener comunión con Cristo sin “guardar” el día del sábado –ahora la llaman “del Señor”–, el Domingo? Pues eso no tiene encaje alguno con la Escritura, sencillamente, no hay manera, por muchas vueltas que se le dé, de encajarlo en el Nuevo Testamento. Eso es arreglo y tradición de los hombres. Eso es costumbre o manera de “ordenar” la vida de una iglesia, que se trasforma en “palabra de Dios”, eso es negar esa Palabra. Mantener una sección del código penal de Israel, lo tocante al día de reposo o sábado, y aplicarlo tal cual al Domingo, es una enseñanza fuera del Evangelio, que ha ocasionado mucho dolor y desviación en la vida de la Iglesia. Es tiranía eclesiástica y, además, creo que estropea el propio culto, la fiesta del encuentro de Cristo con su pueblo. (Por supuesto, empleemos el Domingo para reunirnos y celebrar cultos, pero como algo del buen orden cotidiano, no como algo sagrado o sacramental. Ninguna acción es pecado por el hecho de que se realice en un día u otro.)
Una nota. Al terminar este escrito me doy cuenta de que no podría pertenecer a casi (por ser optimista) ninguna denominación, o al menos no tendría licencia para predicar en ella. Con todo el énfasis en la gracia de Dios, el pacto, las enseñanzas del Antiguo Testamento, la unidad con el mismo del Nuevo; por aplicación de sus enseñanzas, paidobautista y paidocomunión; promoviendo la necesidad de acudir a la ley bíblica (en su propia naturaleza, como testimonio divino) para analizar y proponer caminos en las cosas de la sociedad presente (política, economía, etc.), pero negando su uso como código penal, es decir, sin poder estar junto a muchos de los que reconozco su buen trabajo en los estudios de la Escritura. Negando que en el Domingo se celebre algo de Cristo con el código penal de Israel para el sábado o día de reposo. Pues solitario. Y, sin embargo, con la Escritura me siento en comunión con toda la Iglesia, y disfruto ampliamente de la comunidad de los redimidos, pasados, presentes y futuros.
Sólo la Escritura, y toda la Escritura (que no excluya a solo Cristo y solo la fe). Es el tiempo de la presencia de Cristo con su palabra, Cristo con nosotros. Eso nos libera de cadenas.
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