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Las esencias viajeras (II)
 

Monsiváis, liberalismo, minorías religiosas y tolerancia en ‘Las esencias viajeras’

La versión de “Las esencias viajeras” es abreviada, lamentablemente, pero aun así deja constancia de la fe en la que formó a su autor.
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 15 DE MARZO DE 2013 23:00 h

…sin la asesoría del confesor ninguna dama o señorita puede y debe acercarse a los libros, que de acuerdo con el sistema metafórico de la época, son puertas al Infierno.[i]C.M.

Las esencias viajeras puede ser visto como continuación y complemento de Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina(2000), con el que Carlos Monsiváis obtuvo el XXVIII Premio Anagrama de Ensayo. En aquella ocasión, el cronista de la colonia Portales (sur de la capital azteca) desarrolló un amplio panorama de los vasos comunicantes que unen, en el terreno cultural, político y literario, a los diversos países latinoamericanos. Y encontró que, en efecto, no solamente los unen el idioma y la religión (como se decía antes) sino también el grado de transculturalidad que caracteriza a nuestra época. Su consigna entonces fue la magnífica frase de don Alfonso Reyes: “Hemos llegado tarde al banquete de la civilización occidental”. Ahora, en este libro póstumo, Monsiváis puso al día sus observaciones mediante una excursión por diversos tópicos ya establecidos en el imaginario colectivo del subcontinente.

Basta con hojearlo para apreciar los alcances de la constante afición monsivaíta hacia los temas latinoamericanos en todas sus variantes, pues lo mismo aparecen reseñas apasionadas de libros clásicos (Rayuela, Cien años de soledad), ensayos sobre cine (Luis Buñuel, el cine latinoamericano), que revisiones amplias de obras y autores (Fernández de Lizardi, Rodó, Martí, Vallejo, Neruda, Paz, Rulfo, Cabrera Infante), densos abordajes de problemáticas sociales (las identidades nacionales, los indígenas, las ciudades, la izquierda marxista y comunista, la “sensibilidad femenina”) o análisis de corrientes estéticas y culturales (romanticismo, humanismo, modernismo), como parte de un mosaico variadísimo que denuncia los intereses múltiples que ocuparon su tiempo.

En el primer texto de Las esencias viajeras sobre tema religioso, y no tan extenso, “Iglesia y Estado: ‘Entre santa y santo/ pared de cal y canto’”, Monsiváis echa mano de sus recursos históricos y culturales para mostrar la manera en que la Iglesia Católica controló todos los espacios de la vida pública y privada, especialmente de las mujeres, siempre con la amenaza inquisidora por delante, como arma casi infalible. Lo primero que advierte es “el monopolio eclesiástico de la imprenta” que impidió, sobre todo a las mujeres, la posibilidad de acceder a obras ajenas a la piedad, aunque ni siquiera la Biblia se salvó de las prohibiciones. Una cita del erudito Antonio Alatorre llama especialmente su atención: “La lectura de la Biblia quedó prohibida en el imperio español desde el siglo XVI. Si hubiera sido ‘autorizada’ la hermosa traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, protestantes españoles del siglo XVI, la historia de nuestra lengua sería sin duda distinta de lo que es” (p. 51). Monsiváis no deja de mencionar tampoco a Harold Bloom, para trazar puentes con la tradición anglosajona.

En el siglo XIX, dice el cronista, todavía la Iglesia católica reparte lugares en este y en el otro mundo, pero su método fue sumamente dudoso: “Creo porque es absurdo, lo real es lo irracional y el corolario: la pureza de la nación requiere de la intolerancia. El clericalismo a ultranza le prepara el terreno al anticlericalismo”. Para el clero, “la unidad religiosa es la base de la coherencia nacional”, por lo que las libertades laicas (en la prensa, en la expresión de las mujeres) no pueden ser toleradas. Las “esencias nacionales” estaban fundidas con “el núcleo de la religiosidad”, agrega, y da fe con datos firmes de la manera en que el catolicismo se esforzaba en mantener la situación, incluso hasta mediados del siglo XX. Con el Index aún vigente, las hagiografías todavía contaban con adeptos porque era la manera de distraer al espíritu y de prevenirlo de los malos pensamientos heterodoxos. Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez, es un testimonio literario del control clerical de la vida provinciana antes del inicio de la Revolución Mexicana. Sólo la literatura piadosa era aceptable. De Ecuador toma otro ejemplo similar: el jesuita Aurelio Espinosa Pólit, quien promovía la unanimidad de pensamiento ¡en 1954! Por lo tanto, la censura fue patrimonio exclusivo de la iglesia y la ironía no se hace esperar: “Recuerda: lo que no le conviene a tu salud espiritual no existe, salvo bajo la forma de retractación”. Ése fue el trabajo de la Inquisición.

Al referirse a las tradiciones —y la relacionada con la Virgen María (“la primera mujer sin pecado original”, como la califica nuestro autor) es quizá la más intocable—, Monsiváis no evade el debate teológico: partiendo de un texto muy controvertido del poeta Gabriel Zaid (“La santísima cuaternidad”, Letras Libres, junio de 2005, referido a la integración del principio femenino en el interior de Dios, cuando escribe: …Jung vio la contradicción de su tesis con la teología trinitaria. […] …en sus conferencias de Yale (Psicología y religión, 1937), declaró que había observado los símbolos cuaternarios en los sueños de sus pacientes desde 1914, y que le parecían representaciones de Dios, arquetipos de totalidad. […] ”.

Sin dejar de glosar a Jung, agrega:

La Trinidad es una Cuaternidad incompleta, con un cuarto elemento sumergido. En la cruz cristiana, hay tres elementos superiores a la vista, pero el cuarto, que es el inferior, se hunde en la tierra. Es lo terrenal, corporal, femenino, maligno, sombrío, que está reprimido, mientras no se integre con lo celestial. […]
Resulta sorprendente que el dogma fuera recibido con entusiasmo por un psicólogo no creyente, que se consideraba científico y descendía de una familia de pastores protestantes. Pero Jung lo vio como un progreso que confirmaba sus teorías. Ahí estaba la cuadratura de la Trinidad. Por fin, se integraba el cuarto elemento faltante. Casi de inmediato, publicó un libro (Respuesta a Job, 1952) donde se ocupa del lado oscuro de Dios (la permisión del mal) y de su lado femenino. La respuesta a Job es la Encarnación, y la Asunción [de María] es su consecuencia: la glorificación del cuerpo, la exaltación de la Sabiduría femenina ante el Logos masculino y la conciliación de los opuestos. Considera este nuevo dogma “como el acontecimiento religioso más importante después de la Reforma”.

Zaid habla de que el feminismo reactivó el marianismo protestante, algo verdaderamente inexistente. Es más exacto, al referirse a los seguidores de María, cuando dice: “La mariolatría de los católicos ha sido un movimiento popular, una expresión del inconsciente colectivo que siente la necesidad de integrar el drama divino de los opuestos, reconciliándolos; lo cual exige una doble paridad: una representación cuaternaria, no trinitaria. El dogma de 1950 responde a esta necesidad: hizo subir un cuerpo de mujer al seno mismo de la Santísima Trinidad”. Sin entrar en más polémicas, Monsiváis se sirve de él para afirmar que ese tipo de planteamientos sirven para reformular el “definitivo papel de la Virgen (la Guadalupana en México, ejemplo irrefutable” (p. 57) y añade que el celo moral del catolicismo pos-neotomista encuentra nuevos enemigos sociales hacia los cuales enfilar sus ataques. Y no deja de mofarse (imposible no hacerlo) de las palabras del obispo de Tlalnepantla: “Si el aborto se hubiese permitido en el tiempo de Nuestro Señor Jesucristo, éste probablemente no habría nacido”. El texto finaliza con observaciones sobre las nuevas descalificaciones éticas del Vaticano a la laicidad, a la que éste sólo llama “laicismo”.

“El liberalismo político. Los ‘soldados de la Idea’” es un repaso, ceñidamente documentado, de varios ejemplos de la lucha liberal en América Latina por establecer las consecuencias de la secularización en todos los ámbitos, palabras más, palabras menos. Y “documenta su optimismo” con base en lo sucedido en Perú, México, Colombia y Ecuador. Del primer país es Manuel González Prada, a quien cita: “¿Qué resulta de una enseñanza fundada en el Catecismo? El niño abandona desde temprano el mundo real para vivir en una región fantasmagórica” (p. 75). En México, Ignacio M. Altamirano se expresa de manera similar. Las Ilustración llega a América y empieza a influir en los gobiernos de los nuevos países, pues los liberales en el poder leen a los enciclopedistas con singular interés. Además, la masonería sienta sus reales y es bien correspondida en sus ataques por la Iglesia; algunos gobiernos se exceden en sus medidas anticlericales, pero eso es parte del juego. Las libertades de origen francés se van estableciendo poco a poco y la educación, por su parte, se convierte en un “sacerdocio social”, por lo que Monsiváis (p)resume: “Los liberales inventan naciones; fundan universidades, escuelas normales y centros de estudio; razonan y sostienen el proyecto de educación laica” (p. 80). Allí aparecen nombres venerables: Andrés Bello, Martí y Hostos.

Benito Juárez (1806-1872) es el paradigma del liberalismo y Monsiváis le rinde un homenaje convencido, sin dejar de verlo como un ser de carne y hueso. Asume que no fue un intelectual de grandes vuelos, pero lo sitúa en la vorágine de la invasión francesa, patrocinada por el catolicismo, entre otras fuerzas. Fue parte de una generación liberal que “le impone al país su proyecto histórico y modifica a mediano plazo a la sociedad” (p. 81). ¿Cómo olvidar, en este contexto, la combativa participación del también autor de El Estado laico y sus malquerientes, “La República laica” (www.senado2010.gob.mx/docs/boletines/laicidadDemocracia.pdf), en el foro “Laicidad y democracia: 150 aniversario de la libertad de pensamiento”, convocado en febrero de 2010 por el Senado mexicano que recomendamos ampliamente a los lectores, en el que, no obstante las limitaciones de tiempo, presentó una semblanza de cuerpo entero de lo que este país le debe al liberalismo, con todo y sus muchos defectos en la ejecución de algunas políticas.

Sus palabras resuenan todavía, pues cuestionaron enjundiosamente al arzobispo primado y señalaron, con índice de fuego, los propósitos de la derecha política, en el poder durante dos sexenios:

El cardenal Rivera levanta, desventajosamente, la ley de Dios contra la Constitución de la República, sin notificar cómo en la práctica se salvará a la sociedad de la degradación moral, que si nos atenemos a lo dicho por sus antecesores, no empezó en 2010 sino bastante antes, tal vez en 1830. […]
El Proyecto Retorno al Index vive ya en el fracaso, lo que se advierte en la tolerancia creciente y, también, muy positivamente, en el paso de la tolerancia al respeto a los derechos constitucionales; sin embargo, en el fracaso de casi todas sus campañas, la derecha eclesiástica y la derecha civil insisten: el enemigo es el Estado laico en su versión juarista y en su versión actual. Si no lo pueden derribar, algo fuera de su competencia y sobre todo de su incompetencia, sí obtienen islotes de retroceso, que en el caso de los derechos reproductivos de las mujeres significa la cadena de sufrimientos, peligros de muerte, ejercicios de clandestinidad, humillaciones, dramas familiares y sensaciones de marginalidad, ya no como antes pero todavía bastantes.

Heredero del anticlericalismo liberal, ve en Juárez no al paladín o al mártir vuelto monumento sino a “uno de los creadores de la nación”, un auténtico “contemporáneo en la vanguardia del desarrollo civilizatorio” (p. 83). Y luego voltea la mirada s sus equivalentes en otros países, como el peruano Mariano Amézaga o los ecuatorianos Juan Montalvo y Eloy Alfaro, cuyas gestas contribuyeron a disminuir el control omnímodo de la Iglesia católica a través, incluso, de tiranuelos de turno.

Continuación obligada del texto anterior es “La secularización: de las ciudades de Dios a las aglomeraciones de los hombres y, ampliación de género, de las mujeres”, estación muy necesaria para alguien tan atento a los vaivenes ideológicos y culturales, y tan consciente del compromiso social de luchar contra la amnesia histórica. Porque secularización y laicidad son las dos alas del mismo movimiento y partiendo de una cita de Peter Berger, para seguir luego con el pulso de lo sucedido en Europa y América Latina, Monsiváis traza el camino de esta realidad desde la segunda década del siglo XIX, con Bolívar mismo. Y así, “el ateísmo: la marginalidad extrema” se vuelve una posibilidad real, impensable en otros tiempos, en nuestros países tan religiosos. Ignacio Ramírez, Gutiérrez Nájera y Rubén Darío, nada menos, dan fe de esta actitud. Y los diversos espacios también se verían secularizados progresivamente: la economía, la poesía (léase a Antonio Plaza, idolatrado en México), la ciencia y la narrativa. El mundo había cambiado, sin remedio, y la religión debía encontrar su nuevo sitio en estas nuevas condiciones. Monsiváis es lapidario: “En síntesis, la vida espiritual fuera del atrio es un paso firme de la secularización. […] Ante la demanda generalizada de vida espiritual, el clero no presenta mayores resistencias, porque así confíe fervientemente en la censura, no tiene manera de oponerse a lo poético” (p. 100).

Del último texto relacionado con estos temas, “De las variedades de la experiencia protestante” (sección 33, pp. 326-334), nos hemos ocupado antes aquí, de modo que remitimos a lo ya dicho.

La versión de Las esencias viajeras es abreviada, lamentablemente, pero aun así deja constancia de la fe en la que formó a su autor. De cualquier modo, este nuevo volumen, en su diversidad y amplitud de miras, es otro testimonio de la voracidad intelectual de Monsiváis, un latinoamericanista a toda prueba.



[i]C. Monsiváis, Las esencias viajeras (Hacia una crónica cultural del bicentenario de la Independencia). México, Fondo de Cultura Económica-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2012, p. 51.
 

 


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