“Dios mismo, para serme Dios, tiene que revelarse a mí, tiene que manifestarse, epifanarse de alguna manera en los espacios estremecidos y reverberantes que constituyen mi vida”, escribió Ortega en UNA INTERPRETACIÓN DE LA HISTORIA UNIVERSAL. (35)
Y un año más tarde, en el ya citado EL HOMBRE Y LA GENTE, insiste: “Dios mismo, para sernos Dios, tiene que arreglárselas para denunciarnos su existencia”. (36)
Ortega no fue único en sus ansias casi agónicas de revelación divina.
Personajes bíblicos como Job y David gimieron de angustia ante lo que ellos creían silencio y ocultación de Dios. El hombre no se contenta con ese Padre nuestro que está en el cielo. Lo necesita, lo quiere, lo reclama en la intimidad de su vida diaria. La intervención directa de Dios en la historia del hombre con que soñaba Newton es también preocupación insistente de Ortega.
En un texto que parece calcado del Salmo 8, escrito por David hace unos 3.000 años, Ortega adivina a Dios en la revelación del firmamento.
Dice: “Aparte de señalarnos el cielo todos esos cambios útiles- climas, horas, días, años, milenios- útiles pero triviales, nos señala, por lo visto, con su nocturna presencia patética, donde tiemblan las estrellas, no se sabe por qué estremecidas, la existencia gigante del Universo, de sus leyes, de sus profundidades y la ausente presencia de alguien, de algún Ser prepotente que lo ha calculado, creado, ordenado, aderezado”. (37)
Al igual que David, Ortega se extasía ante la belleza de una noche estrellada y deduce la existencia del Ser omnipotente que dirige el curso de los astros. Sus evocaciones recuerdan el argumento de Voltaire cuando infiere de la precisión del reloj la existencia de un relojero sabio.
Cuando en 1933, con 50 años cumplidos, Ortega publica su ensayo EN TORNO A GALILEO, precisa que la revelación de Dios es tema propio y único del cristianismo. Dice: “El ser del Dios cristiano es de tal modo trascendente que no hay camino desde el hombre a Él. Para conocerlo se hace, pues menester que Dios, además de ser lo que es, se ocupe en descubrirse al hombre, en suma, que se revele. El atributo más característico del Dios cristiano es éste: DEUS UT REVELAUS. La idea de la revelación, como la idea de creación, es una absoluta novedad frente a todo el ideario griego. Noten ustedes la paradoja. En la revelación no es el sujeto hombre quien por su actividad conoce al objeto Dios, sino al revés, el objeto Dios quien se da a conocer, quien hace que el sujeto le conozca. Este extraño modo de conocimiento en que no es el hombre quien va a buscar la verdad y apoderarse de ella, sino, al revés, la verdad quien va a buscar al hombre y apoderarse de él, inundarlo, penetrarlo, transirlo, es la fe, la fe divina”. (38)
No podemos asegurar que el apóstol San Juan inspirara al filósofo el párrafo transcrito, pero lo parece. Léase, a propósito, este singular texto del apóstol: “En esto consiste el amor (revelación): No en que nosotros hayamos amado (conocimiento) a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo (manifestación) en propiciación por nuestros pecados… Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. (39)
Al llegar a su Octava lección en el curso ¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA?, ya referido en otro lugar de este trabajo, Ortega vuelve a la originalidad de la revelación en el pensamiento cristiano. “El Dios cristiano es transcendente”, afirma: “Es un Dios de verdad –añade- trascendente y ultramundano, cuyo modo de ser es incomparable con el de ninguna realidad cósmica… Es un misterio del cristianismo… Que un Dios rigurosamente inconmensurable con el mundo se inscriba en él un momento – “y habite entre nosotros”- es la máxima paradoja”. (40)
Es lo grande del cristianismo, esa paradoja, esa incompatibilidad aparente. No que Cristo sea Dios, sino que Dios se haga Cristo, se encarne en el Mesías anunciado y tome de su mano la mano caída del hombre.
Como lo explican Vergés y Dalmau, “el Dios de la revelación cristiana no es un Dios abstracto y frío, sino muy cercano al hombre, porque se interesa por su vida, en cuya dimensión histórica Dios se le hace encontradizo”. (41)
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NOTAS
35. O.C. Tomo IX pág. 208.
36. O.C. Tomo VII, pág. 101.
37. O.C. Tomo VII, pág. 123.
38. O.C. Tomo V, pág. 127.
39. Primera epístola de Juan 4:10 y 19.
40. O.C. Tomo VII, pág. 385.
41. Salvador Vergés y José M. Dalmau, DIOS REVELADO EN CRISTO, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, pág. 69.
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