Hay autores (como personas, o libros sueltos) que viven en nuestras estanterías, esperando el momento de presentarse en nuestras vidas. Los conoces en un momento determinado; pero ha de ser durante ese momento y no otro cuando su significado, y su pasado reciente, cobran sentido para quien los encuentra.
Los muertos, de José Luis Hidalgo, estuvo haciendo compañía a Salinas y a Alberti desde principios del año 2000. Viajó de Málaga a Madrid, y de ahí a Barcelona. Esperó su turno hasta que, hace unos meses, la curiosidad fue más fuerte que la cotidianidad. Y ya no ha vuelto a cerrarse. El volumen ha permanecido sujeto por un lápiz en diferente lugares, yendo hacia delante y hacia atrás, irradiando estrofas de cuatro versos y latiendo mientras los márgenes se van llenando de arañazos y anotaciones. Requería cierta madurez, o como mínimo una determinada costumbre, unos ojos acomodados a la poesía para que el descubrimiento pasara a ser una conmoción.
Hidalgo, amigo de juventud de José Hierro, alumno entusiasta de Gerardo Diego, nació en Torres (Santander), en 1919. Pasó los años de la guerra dibujando y maquinando carteles. Termina su formación militar y de profesor de pintura en el año 41. Se instala en Valencia, y un día tiene la ocurrencia de leer a sus amigos un poema, o
una poesía, al que se sumó otro, y después una docena más... hasta obtener su primer poemario:
Raíz (1944). Al año siguiente funda la revista Proel, e inunda los diarios de artículos y otras composiciones, sin abandonar del todo sus exposiciones. Publica a finales del 45 su segundo libro:
Los animales, obsesionado por el concepto de la creación; enferma de tisis e, incapaz de desprenderse de la idea de la muerte, reúne ayudado por sus amigos el material del que sería su obra póstuma
Los muertos. Murió en febrero de 1947 en un sanatorio de Madrid. Tenía 28 años.
Ha ocupado ingentes cantidades de notas al pie y artículos apasionados en revistas especializadas; hace relativamente poco se reunieron sus poesías completas y el trabajo de análisis de su vida y labor poética es excelente; sin embargo, y aún siendo su nombre conocido, a pesar de las referencias a sus versos de Vicente Aleixandre, cuesta imponerse al silencio. Su métrica tiende al endecasílabo y a la rima asonante, con la idea de generar una determinada entonación. Sus poemas suelen agruparse por un criterio más estético que rigurosamente técnico.
Su simbología resulta de una gravedad que en ocasiones toca el vértigo. Es una rara intensidad que emana de un joven inquieto y vivo. Apela constantemente a la futilidad de la vida (una especie de callejón sin salida), a la imagen del poeta que ve a los hombres desapareciendo y despoblando la tierra para dar paso a una humanidad envejecida. Su tono está alejado del cinismo de quienes comprenden, o creen comprender, que solo queda el lamento. Está, por supuesto, la imagen de la vida como un río que va a morir a la inmensidad (el mar de Jorge Manrique), un muro horizontal que revela nuestra finitud frente a lo infinito de Dios, que es lo único permanente (para él, en otros poemas, tiene la consistencia de la piedra).
Para Hidalgo, buscar a Dios es mirar al mar a oscuras y detectar la luz de un faro lejano y sombrío. Hay ratos en que confiesa que no cree en su existencia, pero aun así se manifiesta incapaz de dejar de buscar. No sabe si esa búsqueda le conducirá a la esperanza, o si esa angustia que le aprisiona es finalmente suya y solo suya.
Los muertos, y en concreto su poema
Te busco, está lleno de desazón, pero también de vida, de tragedia y al mismo tiempo de curiosidad, de estatismo y vibración; es implacable aunque sencillo. Cita a Unamuno: desapego de lo formal, necesidad de trascendencia, afirmación de la inmortalidad y negación de una decisión con respecto al destino, un dramatismo contrapuesto al equilibrio de sus frases: el adjetivo es igual al verbo, los complementos dejan de ser circunstanciales para ser integradores. La búsqueda de Dios en José Luis Hidalgo es interminable y agotadora. Cuesta desprenderse de la brea que sustituye a la tinta por la que se detienen los ojos. Uno recuerda a Blas de Otero (en su poema
Hombre, del libro
Ancia): “Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte / al borde del abismo, estoy clamando / a Dios. Y su silencio, retumbando, / ahoga mi voz en el vacío inerte”. Pero aquí el hombre cree estar más cerca.
Cuando un poeta busca a Dios, el hecho de la búsqueda se transforma poco a poco en ansias de vivir, y este ya no quiere pensar en otra cosa, como si se precipitase al borde de un volcán de luz.
El caso de José Luis Hidalgo nos muestra que, además, buscar a Dios se traduce en la convicción profunda de que era Dios quien te buscaba primero.
TE BUSCO
Déjame que, tendido en esta noche,
avance, como un río entre la niebla,
hasta llegar a Ti, Dios de los hombres,
donde las almas de los muertos velan.
Los cuerpos de los tristes que cayeron,
helados y terribles, me rodean;
como muros, encauzan mis orillas,
pero tengo desiertas mis riberas.
Yo no sé dónde estás, pero te busco;
en la noche te busco y mi alma sueña.
Por los que ya no están, sé que Tú existes
y por ellos mis aguas te desean.
Y sé que, como un mar, a todos bañas;
que las almas de todos Tú reflejas,
y que a Ti llegaré cuando mis aguas
den al mar tus aguas verdaderas.
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Los muertos, José Luis Hidalgo, ediciones Cantalapiedra, Torrelavega: 1954.
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Poesías completas, José Luis Hidalgo, DVD, Barcelona: 2000. Prólogo y edición de Juan Antonio González Fuentes.
- Para leer otros poemas del autor:
http://www.amediavoz.com/hidalgo.htm
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