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El síndrome de los brazos cortos

No es sino ante la verdadera dimensión de nuestras medidas que podemos entender cuál es la altura, la anchura y la profundidad del Dios que tenemos.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 10 DE MARZO DE 2013 23:00 h

En esta dimensión espacio-tiempo en que nos movemos las medidas son importantes para casi todo.

De hecho, estamos prácticamente condenados por la cuestión de la medida, ya sea del tiempo, de las distancias, de nuestro físico y de tantas otras cosas que se mueven alrededor. Lo medible se considera objetivo y todo lo demás, lo no mesurable, se considera sujeto únicamente a la opinión de cada cual y, por tanto, no sólo subjetivo, sino también discutible. No es esto último lo que me preocupa hoy, en cualquier caso.

Me inquieta más esa tendencia que solemos tener las personas (especialmente las que, como yo, tenemos tendencia a querer controlarlo todo) y que yo he dado en llamar aquí el “Síndrome de los Brazos cortos”, por aquello de que no parecen darnos la suficiente medida como para alcanzar donde queremos.

En definitiva, algo pasa en nosotros cuando nos encontramos con esa limitación: queremos llegar, pero no podemos y ante ello nos sentimos mal. Quisiéramos tenerlo todo atado y bien atado, pero esto nunca llega. Más bien al contrario, cuanto más afán se deposita en la tarea de intentar mantener las cosas bajo un orden, a veces pareciera que más impera el caos.

Llámese caos o no (a veces es sólo una percepción personal) lo que sí hay es un malestar que se hace acompañar de diferentes síntomas y que se producen de forma relativamente estable. Inquietud, preocupación, exceso de ocupación, alteraciones del sueño o descanso no reparador, ánimo inestable, sensación de impotencia o de indefensión…son todos ellos comunes y frecuentes en esas situaciones en que quisiéramos dar más de lo que podemos dar. Si en esos momentos alguien nos pusiera una varita mágica en la mano, aparentemente todo sería más fácil. Pero no hay varita que valga para cambiar la realidad. Y esa última no siempre puede cambiarse. Ahí es donde aparece este cuadro de síntomas: cuando la situación es la que es y nosotros no tenemos más remedio que aceptar que somos lo que somos, sin más.

Ahora bien, esta cuestión de la identidad, de quiénes somos, también está relacionada, inevitablemente, con las medidas. Como se encargan de relatar los evangelios, ese síndrome de los brazos cortos, del malestar con no poder llegar, se explica muy bien con la imagen del empeño que podríamos poner en añadir un codo a nuestra estatura. Ante la imposibilidad de conseguir ese objetivo, viene el afán y la preocupación. Y es que este síndrome no es nuevo. Sólo es de nuevo cuño el ridículo nombre con que lo estamos designando aquí, porque esto ha estado siempre en la naturaleza del hombre, que al medirse se distorsiona, y cuando no tiene más remedio que aceptar sus verdaderas dimensiones, se desespera.

Sin embargo, no es sino ante la verdadera dimensión de nuestras medidas que podemos entender cuál es la altura, la anchura y la profundidad del Dios que tenemos.Una vez más, cuestión de medidas, aunque se nos escapen. La vida cristiana tiene que ver con ese conocimiento, con poder entender más y más del carácter de Dios, en Su cualidad única y en Su cantidad desbordante. Y es importante medir bien, ya que una mala medida distorsiona la imagen del Creador a la que nos agarramos. Cuánto de errores de medición tiene que ver con la imagen de un Dios tirano, caprichoso y castigador por no entender la medida del amor de ese Dios, que es lento para la ira y grande en misericordia. ¿Aprecian, de nuevo, la cuestión de las medidas? Lento es una medida de velocidad y grande una de dimensiones.

Y es que la Palabra está llena de estas referencias porque así, además, funciona nuestra cabeza. Sólo que no se puede llegar a ser nunca lo suficientemente descriptivo en ese sentido porque nuestra mente es también limitada y no alcanza a comprender ni abarcar las dimensiones reales del Dios que la creó. Sin embargo, estamos llamados a conocer cada vez más, aunque no alcancemos el conocimiento perfecto hasta que estemos en Su presencia.

Mientras tanto, más que a desesperarnos ante las escasas medidas de nuestras posibilidades, parece que tenemos que dedicarnos a conocer más y más de Él, ya que conociendo de Su poder es que encontramos paz ante el dolor y la incertidumbre. Estamos llamados a considerar el afán que trae cada día a la par que llevamos nuestras cargas a la cruz de Cristo. La gracia y la misericordia que se extienden desde esa cruz son inconmensurables y alcanzan a todo aquel que se acerca a Él. Si Dios no escatimó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también, con Él, todas las cosas? (Romanos 8:32)

Él nos ha hecho humanos para poder contemplar con admiración Sus dimensiones, aunque ha puesto en nosotros parte de Su esencia. Desde nuestra posición se puede medir de forma mucho más clara la grandeza de un Dios santo. Nosotros estamos abajo y Él, arriba. Nosotros somos pequeños y Él, grande, incomparable, no abarcable con nuestra mente. Que esa mente no nos juegue una mala pasada y nos haga pensar que, si nosotros no podemos alcanzar algo, Él tampoco puede. Dios y Sus posibilidades no son abarcables con nuestros sentidos.

Sin embargo, en Su poder, Sus brazos son los nuestros y los nuestros son los Suyos.
 

 


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