Generosamente Jacqueline Alencar me ha incluido entre sus entrevistados. Intenté responder sus preguntas y quienes lean en Protestante Digital el resultado de nuestra conversación tienen la palabra sobre si cumplí, o no, con las respuestas que di a los interrogantes planteados por ella.
La última pregunta de su cuestionario (“¿Cómo conoció a Jesús?”) me retrotrajo al milenio pasado. Le compartí que
sin buscarlo fui a dar a un café un tanto hippie. El nombre del lugar era Sólo Uno. Aquí añado que junto a la puerta de entrada había una imagen de un puño cerrado, excepto el dedo índice que señalaba hacia arriba, y junto a ese dedo una cruz.
Antes de proseguir con la experiencia que tuve dentro del Café comparto que pocos mese antes había ingresado a la Escuela Nacional Preparatoria número 7, plantel integrante del sistema de bachillerato de la Universidad Nacional Autónoma de México. Después de tres años en tal escuela, y cumpliendo los requisitos escolares, podría ingresar a cursar una carrera universitaria.
En la Prepa cruce fronteras geográficas, culturales, sociales, políticas y espirituales en las que nunca antes había incursionado. De los 6 a los 12 años estudié en una escuela pública en que sólo aceptaban varones. En el siguiente ciclo, la secundaria, también tuve como compañeros exclusivamente a varones. Para ir de casa tanto a la primaria como a la secundaria no necesité transporte alguno. La distancia entre uno y otro lugar la hice caminando, en compañía de amigos. El nivel socioeconómico de los estudiantes con quienes conviví en primaria y secundaria era similar al mío, hijos de obreros que vivían con sus familias en lugares rentados. En casa de ellos no tenían libros, como tampoco en la mía. Prácticamente la totalidad éramos mestizos, algunos con rasgos indígenas más acentuados que en otros.
Al concluir la secundaria elegí cuál sería mi siguiente etapa escolar casi al azar, porque no tenía quien pudiese orientarme en mi familia (mi padre solamente concluyo estudios primarios, y mi madre no los terminó. Ambos quedaron huérfanos en su infancia y debieron comenzar a trabajar antes de llegar a la adolescencia). Presenté el examen de ingreso a la Escuela Nacional Preparatoria y me asignaron el plantel que yo había elegido en la solicitud, tenía entonces dieciséis años.
Para dirigirme a mi nueva escuela ya no pude hacerlo caminando, debí hacerlo en transporte público. En el itinerario hacia el colegio comencé a darme cuenta que mi barrio infantil y de primeros años de adolescencia quedaba atrás y en una zona antigua de la capital mexicana.
En la Prepa tendría compañeros de estudios, y por primera vez en mi vida ¡compañeras! Una sensación de temor, casi de pavor, tuvo lugar el primer día de clases cuando el asiento vacío a mi derecha fue ocupado por una mujer. Todo el tiempo de la clase estuve muy nervioso. También entonces observé la vestimenta y el color de piel de otros integrantes del grupo: iban con atuendos mejores y más costosos que el mío, tenían la piel más clara y dos o tres eran rubios. En los patios de la escuela se movían con agilidad los activistas de izquierda, lanzando palabras contra el imperialismo y la burguesía nacional opresora. Me costó trabajo comprender los discursos porque mi lenguaje era muy limitado, y por lo tanto también lo era mi universo de comprensión.
Tras unos cuantos meses en la Prepa alguien, a las puertas de la misma, repartió un impreso (tipo historieta o cómic, como les llamamos en México) y uno de mis amigos recibió una copia. Una de las páginas incluía un anuncio del Café Sólo Uno, invitaba a ir para conocer el mensaje de Cristo. Junto con otros amigos nos fuimos en Metro hasta una zona de la ciudad hacia la que nunca me había aventurado: la estación Normal. El lugar de nuestro destino estaba frente a la Escuela Normal de Maestros.
Ya dije algo de las afueras del
Sólo Uno (es decir, Jesús y nadie más). Entré junto con mis acompañantes y el espacio estaba casi en penumbras, apenas alumbrado por lámparas de la llamada luz negra y por lámparas cubiertas con papel celofán de colores. El único lugar para sentarse era el suelo, en semi círculo, o tal vez sea mejor decir en cuadrángulo, dejando lugar en medio para quienes darían su testimonio sobre su encuentro con el Jesús bíblico y el cambio de vida operado por él en ellos tras su adicción a las drogas. Ya no más mariguana, alcohol en exceso ni cocaína y otras sustancias. Ahora, dijeron a la apretada audiencia, eran Cristoadictos.
Cada uno de quienes hablaron de la vida pasada y la nueva traían en una de sus manos un libro de filos rojos. Entonces desconocía que era la Biblia en la traducción de Casiodoro de Reina, después revisada por Cipriano de Valera, y en la versión de 1960. Hubo cantos entonados por hombres de cabelleras largas acompañados de guitarras, muy rítmicos y cada uno contaba historias de Jesús como Salvador, esperanza del mundo y descanso de tantos tormentos que tienen en la vida los dependientes de las drogas.
Quien escuchaba absorto las palabras y los cantos, y que ahora rememora aquella noche, nunca había ingerido drogas. Ni siquiera consumía cigarrillos de tabaco. Fue sorprendido al escuchar que era necesario que cada persona tomara la decisión si quería, o no quería, seguir a Jesús. El adolescente hasta entonces pensaba que con ser integrante de una familia nominalmente católica era suficiente para reconocerse como cristiano. Pero los y las que nos compartían su descubrimiento de un Jesús Señor y Salvador, que nos llama a seguirle, afirmaban que había que tomar una decisión para emprender a partir de ese momento un caminar con Jesús.
Casi para finalizar la reunión pasó al centro del Café un tal Charlie Brown, su nombre era Carlos Larrañaga (eso lo sabría después). Cantó “Cristo es mi amigo fiel”. Acto seguido hizo un relato del infierno de su vida hasta antes de hacerse Cristiadicto. Después leyó un versículo de la Biblia: “He aquí que yo soy Jehová, Dios de toda carne; ¿habrá algo que sea difícil para mí?” (Jeremías 32:27). Se quedó grabada en mi mente y en mi corazón esa porción de la Palabra. Charlie Brown basó su predicación en ese versículo, y nos invitó a reconocer a Jesús como Salvador y Señor. Nos pidió que nos tomáramos de las manos y quienes se lo sabían iniciaron el canto “Somos uno en el Espíritu, somos uno en el Señor, y sabrán que somos uno por su amor”. Quines traían drogas se deshicieron de ellas y las pusieron en medio de los asistentes. Todo esto lo recuerdo con mucha nitidez.
Comencé a ir casi todos los días al Sólo Uno. Me hice parte de esa familia de fe, donde junto con nuevos hermanos y hermanas salíamos a predicar en las calles, las estaciones del Metro, los parques, cines museos y cualquier lugar donde se concentrara la gente. Compartíamos nuestros magros recursos para comer en mercados, puestos callejeros o comprar alimentos que degustábamos sentados en el piso. Antes, con profunda convicción hacíamos oraciones agradeciendo al Señor por su provisión.
Por presiones de la directora de la Escuela Nacional de Maestros el Café Sólo Uno fue clausurado. Entonces inició otra historia, la de una comunidad cristiana que decidió ser una iglesia ambulante, peregrina, con reuniones en las calles ylocales facilitados por hermanos y hermanas del grupo. De ahí surgieron muchos ministerios nuevos, que se dispersaron por barios de la ciudad de México y otras ciudades del país. Habrá que contar ese éxodo en otro momento.
Uno de los líderes era el entrañable Nazareo Pacificador, a quien no veo desde hace muchos años porque se fue a recorrer el país para predicar a Jesús. Quiero encontrarle para darle un cálido abrazo y un sentido beso.
Para decirle que en aquel tiempo, cuando tenía dieciséis años,
no sabía que seguir a Jesús (confesarle que es mi Señor y Salvador) sería una aventura mucho, pero mucho más, maravillosa de lo imaginado, llena de aprendizajes, bendiciones, con amigos y hermanos de ruta entrañables, he tenido tiempos recios y difíciles pero siempre con la esperanza de que Cristo es mi amigo fiel.
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