En las reflexiones sobre la Inquisición y la llamada leyenda negra contra España que las pasadas semanas me ocuparon, cité como referencia de la actualidad de esas opiniones el libro reciente de D. Pío Moa, España contra España. Me reprocha el autor varias cosas, entre ellas que para mantener mi tesis enarbole “una serie de textos que, fuera de contexto y de contraste con los hechos, dan una impresión absolutamente tenebrosa. Es un método corriente en propaganda, y yo diría que poco moral cuando se intenta pasar por juicio historiográfico”.
Tengo el problema de contestarle sin caer en vanas palabrerías sobre opiniones, pues si proponer la lectura, y mostrar algunos ejemplos, del
Manual de Inquisidores el autor asume que eso es método corriente en propagando, incluso poco moral, yo realmente no tengo otra cosa.
La lectura de ese texto demuestra que es falsa la afirmación de que el Tribunal inquisitorial era garantista, al menos no lo era con el hereje en absoluto. Igualmente muestra la falsedad sobre la levedad del proceso de tortura. Pues, si el autor lo ha leído, es evidente que aquello de no torturar más que una vez por una causa, se arreglaba con el artificio (esa es una de las muchas
artes y
mañas) de considerar una sola tortura la prolongación de la misma varias veces, en varios días. Además, siempre quedaba la opción de torturar por otra causa diferente.
Es como si alguien considerase pocomoral acudir al Derecho Canónico para conocer la naturaleza del catolicismo.
Hablando de documentos,
no me resisto a recomendar a D. Pío un par de obras, si todavía no las ha leído. Una, sobre nuestro siglo XIX, El primer hispanismo británico en la formación y contenidos de la más importante biblioteca española de libros prohibidos. Correspondencia inédita de Luis de Usoz con Benjamín Wiffen (1840-1850), de Juan B. Vilar y Mar Vilar, con excelente introducción del primero.
La otra, La Reforma en la Sevilla del XVI, de Tomás López Muñoz, en dos volúmenes; el segundo es un corpus documental, 292 documentos inquisitoriales.
Bueno, permita una más, el Comentario a Eclesiastés, de Antonio del Corro, traducido del latín por Francisco Ruiz de Pablos (que también ha traducido
Artes de la Santa Inquisición Española; sí, el de la leyenda negra, aunque para “leyenda” tétrica es suficiente el Manual de Inquisidores). En la introducción se encontrará con datos sobre la persecución en Inglaterra del beato Thomas Belson.
Y, como seguro que le interesa la documentación sobre la eficaz defensa de la nación que llevó a cabo la Inquisición española, leerá con aprecio la publicación que, d. v., haremos este año del Beiträge de Ernst Schäfer (1902); son tres volúmenes de documentación sobre los actos y víctimas de la Inquisición en Sevilla y Valladolid en el XVI (traducidos del alemán por Francisco Ruiz de Pablos). Apreciará también la valoración que este erudito alemán hizo de Franco y el franquismo, matizadas porque no pudo ver el conjunto, pues falleció en 1946.
No entro a opinar sobre sus opiniones respecto a la historia, pasada y presente, de España. Reconozco que sí esperaba que, por ejemplo, en su posición sobre la masacre de la noche de San Bartolomé (
Nueva historia de España, 2010, p. 531), en cuanto saliera del espacio de ruido de los tedeum y repicar de campanas del catolicismo por la santidad de la acción, renovados tras el reciente universal regocijo por la muerte de la reina Juana de Navarra, usted caería en la cuenta de que aquello fue una infamia y no la “prevención” de un golpe protestante.
De la antigua historia de España en la que la Inquisición fue “concebida para asegurar la estabilidad social frente a la herejía” (p. 372), no creo que salga, pues ocupado (en lo que le apoyo) en mostrar las instituciones que el comunismo en todas sus modalidades ha montado para asegurar la estabilidad social, no le quedará tiempo de analizar a la Inquisición española.
También reconozco un poco de asombro porque usted afirme como si tal cosa que la autodenominada Reforma, “era una ruptura revolucionaria que desmantelaba la Iglesia asentada mil quinientos años antes” (p. 401). Que alguien afirme que la Iglesia que la Reforma iba a desmantelar estaba ya en el siglo primero, pues algo extraordinario sí que es. Ni asombro siquiera ante su afirmación de que la conquista por las armas de Fernando el Católico del reino de Navarra en 1512 supuso “la reincorporación de Navarra” (389).
Estoy en pleno acuerdo con usted en lo de que “la libertad de exponer ideas no quiere decir que estas sean equivalentes, o que una falsedad o una bobada dejen de serlo por poder expresarse”. Igualmente de acuerdo en que “no me gusta un pelo el catolicismo”. Le debo añadir, que tampoco el protestantismo, sin con ello se indica una estructura que anula a la Iglesia cristiana católica.
Que esté de acuerdo con usted en “la convicción de que la historia real es discernible y de que, por encima de ideologías, la investigación, el análisis y la crítica pueden aproximarnos a una visión razonablemente próxima a la verdad” (
España contra España, 2012, p. 15), precisamente es lo que motivó mis comentarios sobre su libro, en lo tocante a la Inquisición. Ahora le escribo estas notas con la oportuna advertencia, ya tomada en cuenta, del libro de Proverbios respecto a lo adecuado o no de contestar.
CRISTIANISMO, PAPISMO Y PROTESTANTISMO
El problema no es tanto su defensa de una opción religiosa, siempre legítima, sino la confusión de conceptos. Usted asume que el catolicismo era (supongo que es) un bien social a conservar, en el caso de España, como su propia esencia. Una España gloriosa no puede aparecer donde se niegue la gloria de ese catolicismo. Por eso, quien rechace a ese uno, es un hispanófobo, cómplice de los propagandistas protestantes. Reconoce que eran muchos, y de todos los sectores, (p. 64) los que “con divergencia de matiz, coincidían en identificar a su patria como el país de la Inquisición y de los genocidios, de la miseria, el oscurantismo y la superstición.” (p. 65)
Para esa gente, tal era el “dato” de la historia; para usted, ellos mismos se convierten en dato (así nos pasa a todos), y ese dato es que “el motivo común a todos ellos era el desprecio o el odio hacia la España histórica.” (Id.) El suyo, incuestionable, es que no hace falta más que ver “la huella de su pasado (…) con la expansión católica.” Y “la defensa de la Europa católica frente al expansionismo protestante.” (p. 66) Que España fue valladar, aunque sin conseguir al fin “aplastar o vencer definitivamente a sus adversarios (ni estos a España), pero sí los contuvo y marcó límites a su expansión arrolladora, salvaguardando la Cristiandad católica y su propia existencia nacional, al tiempo que descubría, conquistaba y colonizaba inmensos territorios por medio mundo.” (p. 212)
A ver quién le pone el cascabel a ese dato, para saber por qué usted considera óptima y gloriosa la expansión por todas partes del catolicismo con España, y de España con el catolicismo (éste último, expandido hasta el mismo cielo, como su triple corona indica), y como el mal a batir el expansionismo protestante. Si se tratase de su gusto, ahí se quedaba el asunto, pero se trata de datos.
El catolicismo es un dato empleado por usted que, al identificarlo con el cristianismo católico, falsea ambos. El cristianismo católico es el que confiesa creer en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Su vida está constatada en el Nuevo Testamento: son los que creen en Jesús resucitado. Luego, los componentes de esa Iglesia cristiana católica, forman comunidades o iglesias en diferentes lugares. Las formas varían, en cada sitio existen circunstancias peculiares, en todas las formas se asume una necesidad permanente de “reforma”.
Ni Jerusalén, ni Corinto, ni Roma o Éfeso, tienen la forma que identifique al conjunto. Las propuestas de esa Reforma que según usted desmantelaría la Iglesia asentada mil quinientos años antes, “sustituyéndola por una probable multitud de iglesias según se interpretase la Biblia”, no eran más que volver a ese modelo de Iglesia católica, con las formas externas que cada una creyese según interpretase la Biblia. La libertad tiene esas cosas, por eso las dictaduras y tiranías no la han querido nunca. Y, efectivamente, para poder vivir esa libertad cristiana, había que salir del sistema del
catolicismo. Pues se entendía, y así lo creo yo también, por eso no me gusta un pelo, que esa estructura ocupaba el lugar de la Iglesia católica.
Una de esas iglesia locales, la de Roma, durante un tiempo inicial ejemplo de firmeza católica y afirmación de la fe, una iglesia que estaba por el testimonio (es decir, era “protestante”, fíjese), por sus circunstancia e intereses de personas, fue transformándose en una estructura de poder humano, juntando lo religioso y lo político, hasta hoy. Esa es la Historia.
Esa desnaturalización de ser una parte de la Iglesia católica, a convertirse en
catolicismo, pasa por etapas. En el siglo XV y XVI estaba identificada como un principado italiano, con sus príncipes territoriales, sus Estados Pontificios, y sus intereses terrenos propios.
Sus príncipes, también llamados papas, gobernaban como los demás; con facilidad se podía encontrar un colegio cardenalicio formado por sus familiares y allegados (aquello de la defensa y protección de la familia). Y pongo este espacio temporal, porque ahí aparece el otro concepto que usted falsea: el protestantismo.
Al confrontar ambos conceptos, uno “valladar” frente al otro, convierte al
protestantismo en especie idéntica al
catolicismo.
Si alguien pretende que el protestantismo sea una estructura semejante al papado (el uso de “catolicismo” es equívoco, mejor sería papado o papismo; si usted cambiase el nombre en sus libros todo quedaría más clarificado), a lo más que puede llegar es a poder presentar un protestantismo localizado en alguna nación o época, pero nunca como algo general. Además, si así fuere, por mi parte lo rechazo igual que al papado, en nombre del cristianismo católico.
La Iglesia cristiana católica, a la que pertenezco en mesa común (los comensales, la comunión de los santos) con todos los que creen en Cristo resucitado, esa fundada sobre Pedro; esa que vive su fe en la persona y obra del Cristo en sus propias geografías humanas, esa nunca pretende que su “forma” de vivir su fe se pueda identificar con el propio Cristo. La persona y obra del Redentor es absoluta, sin que nadie le pueda quitar o añadir, pero la experiencia histórica de la fe en esa persona es siempre relativa, de camino, con tropiezos. Por eso cuando alguna iglesia quiere presentar su propia idea, su propia palabra, su propia ley, su propia tradición, etc., como la verdad que hay que creer; como el lugar donde Cristo se ha quedado (secuestrado), y donde se tiene que acudir para que te lo ofrezcan, esa “iglesia”, sea protestante o papal, se convierte en usurpadora, queriendo ocupar el lugar de la persona y función de Cristo, se torna en anticristo. Es una iglesia anticatólica.
El catolicismo que, según su opinión es gloria e identidad de España, en los siglos XV y XVI supone que España tiene su gloria en rendir obediencia a unos príncipes italianos, y ser súbdita de los Estados Pontificios (todavía en el Derecho Canónico de 1983, cualquier español que sea parte del papado es súbdito, así se dice, del ordinario, y éste del papa, del jefe de un estado extranjero, al que debe rendir cuenta). Cuando se obligaba a judíos y moros a “convertirse”, realmente no se les presentaba el cristianismo católico (que nunca aceptaría una cosa así), sino el papismo. Una iglesia cristiana católica puede y debe expulsar de su culto a quien no crea o actúe de forma inadecuada, pero nunca lo puede expulsar de su vecindad, de la calle, o del territorio, menos aún, perseguirlo o torturarlo; si lo hace, se ha corrompido. Y, efectivamente, la historia del cristianismo es muchas veces la historia de su corrupción.
Cuando la Inquisición española perseguía a los herejes españoles, calificaba como tal a quien no creyese, por ejemplo, en la propia existencia y finalidad de la Inquisición, del papado, o en la existencia del purgatorio. Con ello, no sé si cae en la cuenta, convirtió en herejes a todos los cristianos católicos de los primeros siglos, a los apóstoles y al mismo Cristo. Al final resulta que España fue un valladar del papado contra el cristianismo católico, y esa es su gloria. Comprenda que muchos no queramos esa gloria.
Si ha leído algún proceso de la Inquisición contra los herejes españoles del siglo XVI, encontrará que, aunque esta los condene como “luteranos”, ellos solo confesaron ser y creer como cristianos católicos. Cristianos que amaban grandemente a su país, y querían su libertad y prosperidad.
Que el cristianismo tenga que
reformarse continuamente en su expresión histórica es algo connatural y aceptado. La Iglesia cristiana católica siempre está reformándose, es “reformada” o “protestante”, también hoy. Luego esos actos de reforma producen sociedades concretas, y eso es lo que la sociología contempla cuando ofrece más cotas de libertad y progreso donde esa reforma se adelanta, frente a los lugares o naciones donde se frena.
Si me acepta un consejo, métase en la soledad de su existencia, y lea Confesión de un pecador, de Constantino de la Fuente (si no lo tiene, se lo envío). Es un texto muy breve, de quien fue predicador de la catedral de Sevilla. Después de muerto en la cárcel inquisitorial, sus huesos fueron sacados y quemados por la Inquisición para borrar su memoria (parece que no lo consiguieron). Piense en lo hondo de su alma si España tiene gloria por frenar ese protestantismo.
Le doy la mano al lado de las cenizas de Constantino. Con un par de días más, oiremos la confesión pública de religión católica, frente al papado, de la reina Juana de Navarra.
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