Voy en mi asiento 13B del AVE, a mi izquierda el C y a la derecha la plaza A, delante los asientos 12 BC y lado del pasillo el A, y observo que todos los ocupantes están ante su ordenador, sus iPad o sus “Tabletas”.
Con tales instrumentos pueden pasearse por todas las bibliotecas del mundo, pasearse por todos los museos de arte, leer y bajarse casi todos los libros apetecibles, consultar los últimos resultados de investigaciones científicas, pueden ver las habitaciones del Hotel donde van a alojarse o entrar en los camarotes del crucero que les gustará hacer algún día. Sólo unos años atrás, esos mismos viajeros e internautas encontrarían límites infranqueables. Por ejemplo, hasta que comencé mi ingreso al Bachiller, en la década de 1956, yo prácticamente no tenía libros. Ni sabía lo que era una biblioteca. Aprendía lo que me enseñaban los profesores.
Cualquier joven de hoy tiene acceso a un conjunto de conocimientos de tal envergadura que asombrarían a cualquier sabio del pasado, ni los mayores filósofos o científicos dispusieron de tanta información. El salto ha sido espectacular. Hoy los caminos del saber están abiertos a todos: sólo hay que querer recorrerlos, con la sabía premisa bíblica “examinándolo todo y reteniendo lo bueno…”. Para los ciudadanos del Occidente rico, el mundo del conocimiento está accesible a todas horas, en todos los idiomas, a todos los niveles y prácticamente gratis, incluso en los barrios más humildes, hay locutorios donde gentes pueden pasar horas ante ordenadores, y por pocos euros pasar tiempo divirtiéndose con los juegos electrónicos o recorriendo las autopistas del conocimiento.
Como cuando observo a tantos viajeros aprovechándose de sus medios de comunicación, o paso al lado de un quiosco o una librería, y me encuentro con ese cúmulo de revistas, periódicos, libros en tantas lenguas, para todos los gustos, de todas las especializaciones,
me pregunto qué hubiesen pensado nuestros antepasados, sólo cien años atrás, ante semejante espectáculo. Es un lujo, hoy, el derroche de saber al alcance de nuestras manos. Hoy en el mundo occidental, no aprende quien no quiere.
Aunque un joven actual no sea especialmente estudioso, sabrá cien veces más que los jóvenes que vivieron sólo tres o cuatro generaciones atrás. Casi se puede decir que hoy las personas aprenden sin estudiar, tales son los estímulos constantes que ofrece la civilización moderna, no sólo a través de los libros, sino también de los programas de radio y televisión, del cine, de la publicidad, de Internet, etcétera.
El ser humano del siglo XXI está siendo bombardeado con información cada segundo. La información está en el aire, en las redes y los jóvenes y los niños la absorben como si se colara por los poros de su piel.
“Desde el Corazón” me sorprendo a veces al oír adolescentes opinar sobre temas que hace años estaban en manos de los adultos. No es que los maestros y profesores sean mejores que los de antaño, bien que ellos también tienen más posibilidades, es que los alumnos absorben conocimiento no sólo en la escuela, como antes, sino en todas partes, porque en todas partes fluye la información.
Hoy caminan por la calle escuchando la radio y oyendo música. En el iPod, en el mp3, mp4 o en cualquier dispositivo electrónico, incluso en el móvil, en su múltiple variedad de aparatos. También pueden escuchar programas para aprender idiomas y no necesitan tener enciclopedias para consultar, porque muchísimas de ellas están disponibles en Internet. Faltan aún muchas en la Red, pero acabarán siendo colgadas, es inexorable.
Más aún, hoy los científicos cuelgan los resultados de sus descubrimientos en la Red, en sus twitters, en sus blogs; y todos pueden tener acceso a ellos. Ello origina algunas sorpresas. En el campo de la medicina, por ejemplo, algunos médicos observan con incredulidad que el paciente ha podido leer en internet los últimos conocimientos sobre su dolencia concreta, quizá antes de que el propio médico lo haya hecho, por falta de tiempo o de atención. Así pues, los médicos se ven obligados a estar más al día, porque sus pacientes ya llegan a la consulta con un bagaje de conocimientos.
Esto está limitando aquel poder reverencial de los médicos, que ya no pueden hablar como oráculos a sus pacientes. Que conste que no estoy aquí sugiriendo que cualquier internauta pueda saber en dos o más horas de ordenador lo que un médico ha aprendido a lo largo de sus años de carrera y años de especialización, pero sí que puede saberse de una determinada enfermedad mucho más que antes.
Estas posibilidades y este acceso a los conocimientos de todo tipo son impresionantemente novedosos en nuestro tiempo. Hoy somos todos un poco más parecidos a los dioses ¡nos lo creemos!; si es que ellos sabían tanto. Nosotros lo sabemos ya casi todo. ¿Y qué?... Pero esta contraparte, será para la próxima semana, o la pueden buscar en el Facebook que no tengo.
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