Por lo que respecta a la posición religiosa de Rousseau hay que confesar que siempre fue ambigua y a caballo entre el protestantismo y el catolicismo, aunque sus orígenes calvinistas en la ciudad de Ginebra le hicieron especialmente permeable a las corrientes de pensamiento propias de los países protestantes.
El sociólogo francés Paul Claval define tal situación con estas palabras:
“Educado en la fe reformada, convertido y vuelto a convertir, la experiencia religiosa de Rousseau es más directa y más rica que la que da a la mayor parte de sus contemporáneos un catolicismo reseco por el rigorismo jansenista, o bien vacío de significado por el formalismo jesuítico. En cambio, el pietismo insufla unos contenidos emotivos nuevos en la religiosidad protestante, y Rousseau participa en este movimiento de apertura a la emotividad y a la experiencia mística, como queda demostrado en el éxtasis que relata en el
Décimo sueño de un caminante solitario.” (Claval, P.
Els mites fundadors de les ciències socials, Herder, Barcelona, 1991: 92).
Este transfuguismo religioso, ya que se convirtió primero de protestante en católico y después de católico en protestante, hizo de él un creyente heterodoxo que acabó uniéndose a la corriente del iluminismo, un movimiento místico que se centraba sobre todo en la iluminación interior inspirada directamente por el Creador.
Para llegar al descubrimiento de Dios
siempre pareció darle más importancia a lo que él llamaba la “religión natural”, que se basaba en la naturaleza y en la conciencia humana, que a la revelación bíblica.
Los principales dogmas de fe de tal religión natural eran la existencia de Dios, deducida de la necesidad de una primera causa para el movimiento de la materia, y la espiritualidad del alma que garantizaba también su inmortalidad. Sin embargo, la gran variedad de creencias religiosas existentes en el mundo, así como la posibilidad de entender los milagros relatados en la Escritura como pruebas históricas de la fe e incluso la propia inspiración de la Biblia, constituyeron otras tantas piedras de tropiezo para Rousseau. En el
Emilio reflejó unas veces sus dudas y otras sus convicciones:
“Percibo a Dios por todas partes en sus obras; lo siento en mí, lo veo a mi alrededor, pero tan pronto como quiero contemplarlo en sí mismo, tan pronto como quiero buscar dónde está, qué es, cuál sea su sustancia, se me escapa, y mi espíritu turbado ya no percibe nada.” (Rousseau, 1998: 414).
No obstante, al comparar la muerte de Cristo con la de Sócrates llegó a la siguiente conclusión:
“La muerte de Sócrates filosofando tranquilamente con sus amigos es la más dulce que se pueda desear; la de Jesús expirando en los tormentos, injuriado, burlado, maldecido por todo un pueblo es la más horrible que se pueda temer; ... Sí, si la vida y la muerte de Sócrates son de un sabio, la vida y la muerte de Jesús son de un Dios. ¿Diremos que la historia del Evangelio ha sido inventada a capricho? Amigo mío, no es así como se inventa, y los hechos de Sócrates, de los que nadie duda, están menos atestiguados que los de Jesucristo.” (Rousseau, 1998: 461).
Esta ambivalencia en sus apreciaciones es la que le motivó a decir que era cristiano pero “a su manera”.
También resultan interesantes ciertas reflexiones acerca de la oración personal:
“Medito sobre el orden del universo, no para explicarlo mediante vanossistemas, sino para admirarlo sin cesar, para adorar al sabio autor que en él se deja sentir. Converso con él, inundo todas mis facultades de su esencia divina; me enternezco con sus beneficios, lo bendigo por sus dones, pero no le ruego. ¿Qué le pediría? ¿Que cambiase para mí el curso de las cosas, que hiciera milagros en mi favor? Yo, que debo amar por encima de todo el orden establecido por su sabiduría y mantenido por su providencia, ¿he de querer que se turbe por mí ese orden? No, ese voto temerario merecería ser más bien castigado que escuchado. No le pido tampoco el poder de obrar bien: ¿por qué pedirle lo que me ha dado? ¿No me ha dado la conciencia para amar el bien, la razón para conocerlo, la libertad para elegirlo? Si hago el mal no tengo excusa; lo hago porque lo quiero; pedirle cambiar mi voluntad es pedirle lo que él me pide; es querer que él haga mi trabajo, y que yo recoja su salario; ... ¡Dios clemente y bueno! ... el supremo deseo de mi corazón es que tu voluntad se haga.” (Rousseau, 1998: 439).
Quizá aquí Rousseau no tuvo suficientemente en cuenta que, a pesar de la dificultad de la oración reconocida ya en el Nuevo Testamento por los discípulos de Jesús en su petición: “enséñanos a orar” y por el apóstol Pablo: “qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos”, es sin embargo el Espíritu Santo quien ora en los cristianos.
Es su poder el que ofrece la ayuda necesaria al creyente para que la oración sea posible y pueda conectar con el lenguaje divino, llegando así a la misma presencia de Dios (Ro. 8:26). Además Jesús exhortó a los discípulos a pedir “en su nombre”, y esta credencial es susceptible también de abrir los oídos del cielo.
Como escribió Oscar Cullmann: “Dios no necesita de nuestra oración, pero la
quiere para acoger a las criaturas en su voluntad de amor” (Cullmann, O.
La oración en el Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca, 1999: 231).
Si quieres comentar o