Esta bienaventuranza habla de la paz. Más exactamente, de la acción pacificadora que lleva a cabo en el mundo unos hombres y mujeres llamados hijos de Dios.
La paz es el don más preciado que puede gustar un pueblo. La guerra es muerte, ruina, destrucción. La paz, en cambio, es libertad, ausencia de opresión, independencia y cultivo de la justicia. Sin estos cuatro elementos no hay paz en ninguna parte. Porque
la paz no es sólo ausencia de guerra, sino que abarca todos aquellos factores necesarios para que el hombre viva en armonía con la naturaleza, consigo mismo, con su prójimo y con Dios.
Los pacificadores, pues, no son los que trabajan únicamente en impedir la guerra, sino los que, además, se esfuerzan en favorecer todo lo que promueve la realización humana, y llevan a cabo esta labor sin el uso de la fuerza. Esta bienaventuranza es un llamado a fomentar la paz entre los hombres y a quitar los obstáculos que la impidan.
La paz es el designio de Dios para los hombres, pero éstos discuten y se pelean entre sí hasta cuando hablan sobre cómo conseguir la paz y de qué manera preservarla. ¿Tienen, pues, razón los militares cuando dicen que la paz sólo puede conseguirse y mantenerse por medio de las armas? ¿O acaso tienen razón los pacifistas que ven en el desarme y en la insumisión el único camino para la paz? ¿Tendrán razón los psicólogos al afirmar que la paz sólo puede ser asegurada por medio del dominio y del control de la agresividad humana? ¿O está la razón de parte de los sociólogos que sostienen que la paz es el fruto de la transformación de las actuales condiciones sociales?
A todas estas propuestas se añade la visión cristiana de la paz.
¿Qué tenemos que decir los cristianos sobre la paz? Nosotros no tenemos un programa de paz, no tenemos una serie de leyes para la paz, ni un plan de acción a favor de la paz. Todo lo que nosotros tenemos que ofrecer para la paz es un nombre, una persona: Jesucristo.
Suyas son las palabras de la bienaventuranza que estamos comentando. Cuando Jesús habla de la paz, lo hace desde una posición distinta de la nuestra, y sus palabras al respecto tienen un tono y una dimensión desconocidos para nuestro mundo. Para comprender la séptima bienaventuranza tenemos que ocuparnos de ésto.
¿CÓMO SE ORIGINÓ LA GUERRA?
Pero para hablar con propiedad sobre la paz, tenemos que remontarnos al principio, porque sólo en el principio encontramos cómo nació la guerra, como nació el odio y el conflicto entre los hombres.
Los primeros capítulos del libro bíblico de la creación, nos muestran un cuadro idílico, un mundo de paz perfecta. Adán y Eva fueron creados a la imagen de Dios (Génesis 1, 27); la primera pareja vivía en armonía con la creación (Génesis 2, 19); el hombre y la mujer vivían en armonía entre sí (Génesis 2,23); cada uno consigo mismo (Génesis 2,25) y con Dios (Génesis 1,28ss). Entonces, sin que se dé mayor explicación, el mal(o) se acerca al ser humano (Génesis 3,1). Como resultado de este primer encuentro con el maligno, el hombre y la mujer se rebelan contra Dios (Génesis 3,6), en este instante se rompe la paz entre el hombre y su Dios (Génesis 3,7-10). Pero inmediatamente la rotura se hace mayor, el hombre se aparta de su prójimo, la mujer, (Génesis 3,12) y se constituirá en asesino de su hermano: Caín matará a Abel (Génesis 4,8).
El hombre quedará dividido en su interior, la razón y la voluntad ya no se entenderán desde ahora en adelante. Asimismo el hombre llega a perder la armonia de su interior.
La discordia afectará también a la relación del hombre con la naturaleza. El trabajo se convertirá en una carga y el nacimiento y la muerte se gustarán para siempre como experiencias dolorosas (Génesis 3,16-20). Desde ahora en adelante la historia de la Humanidad será la historia de sus guerras. La economía y el progreso de los pueblos guardará relación directa con su capacidad para la violencia y la guerra, y la historia de los hombres se escribirá con sangre.
Para los cristianos, el origen y el comienzo de toda discordia y de toda guerra está en la ruptura de la relación del hombre con Dios, en eso que la Biblia llama misteriosamente pecado. Según la Biblia, el pecado no es únicamente transgresión de la voluntad de Dios; el pecado es básicamente enemistad contra Dios. Y de esta enemistad nacen todos los conflictos interpersonales y todas las guerras en el mundo. La discordia entre los hombres nace del corazón pecador.
LA PAZ, DIOS Y NOSOTROS
"Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios."
¿Podemos nosotros pacificar, podemos crear la paz? La guerra, eso sí que lo sabemos hacer, pero ¿forjar la paz? ¿Cómo se hace eso?
¿Basta con controlar nuestros odios para crear la paz? No, no basta. El problema de la paz nos desborda.
Por eso
Dios ha intervenido justamente allí donde está la base de nuestro problema, es decir, en nuestra relación con Dios. Dios ha removido nuestra enemistad con él. La Biblia llama a esto "reconciliación”: "Dios... nos reconcilió consigo mismo por Cristo", dice el apóstol Pablo (2 Corintios 5,18). Y todavía con más fuerza se expresa la palabra de Dios en la epístola a los Efesios al decirnos: "Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estábais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades. Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estábais lejos, y a los que estaban cerca" (Efesios 2, 13-17).
A esta magnífica declaración podemos añadir a modo de colofón final esas otras palabras de Romanos 5,1, que nos dice: "Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo."
He aquí la gran verdad que lo transforma todo: Dios ha hecho la paz. Por medio de Jesucristo Dios ha cubierto la brecha de la enemistad que nos separaba de él. En Cristo tenemos ahora la base para toda paz posible en la tierra.
Desde la muerte y resurrección de Cristo la paz ya no es una quimera. La paz es una realidad, porque Cristo es nuestra paz. Los ángeles anunciaron el día de Navidad: "¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz!" Hace 2000 años apareció la paz de Dios entre los hombres.
Ahora ya no debemos preguntarnos más: "¿Cuándo vendrá la paz?", porque la paz está entre nosotros. La paz es Jesús.
Al hablar de esta paz no debemos olvidar nunca que no se trata de una paz fácil, ambigua o de dudosa realización. Se trata de una paz conseguida conforme a los más estrictos principios y exigencias de la justicia. En la realización de esta paz no se hizo la vista gorda ante las injusticias de los hombres y los crímenes de la humanidad con un simple manto de olvido.
Puesto que las guerras y las discordias entre los hombres no son más que una extensión de la guerra del hombre con Dios, tenemos que aceptar la paz de Dios, Jesucristo, si queremos tener paz entre los hombres. Un mundo que cada vez se distancia más de Jesús no puede conocer la paz. Esta vieja y soberbia Europa, llevada de su humanismo, ha protagonizado las dos guerras mundiales más crueles jamás habidas; y si Europa se empeña en el camino del humanismo, dando cada vez más la espalda a Jesús, conocerá nuevas y más terribles guerras todavía, pues dice el Señor: "No hay paz para el impío."
El primero y el más decisivo paso hacia la paz consiste, pues, en deponer nuestra actitud de rechazo y resistencia hacia Dios, hacia el Dios que se nos revela únicamente en Jesucristo; consiste en aceptar la oferta de esa mano extendida de Dios en Jesucristo. El llamado bíblico para nuestro mundo reza: "Reconciliaos con Dios."
Esto puede parecernos simple, pero esta reconciliación personal con Dios es un milagro, un regalo divino, una intervención del Dios todopoderoso, es un acto de renovación interior y de liberación por la acción del Espíritu Santo, esto es lo que Jesús llama nuevo nacimiento o nacer del Espíritu. El Espíritu Santo puede obrar una transformación radical en nuestro corazón.
Un nuevo corazón supone también nuevos valores, nuevos sentimientos, nuevas metas, liberación de la angustia y del miedo, y consecuentemente, liberación de esa necesidad de combatir por la existencia con medios sucios. Es la remoción de las luchas de clases, la superación de la guerra fría y de la caliente, de la guerra de todos contra todos.
Pero el nuevo corazón no significa únicamente liberación "de", sino, además, liberación "para".De manera que en el lugar del miedo hacia el hombre, surge la disposición de servir al hermano. Esta es la paz que procede de la justicia. Y bienaventurado el que reciba esta paz en Jesucristo, pues, semejante corazón lleno de paz nos convertirá en pacificadores y seremos llamados hijos de Dios.
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