Aquel niño que hablaba como cordero, luego de sus primeros pasos, que para sus padres (el Estado y la Iglesia, mejor: un modelo de Estado y de Iglesia) supuso un tiempo de dudas por la alarma social de sus desmanes, alcanzada sorprendente y misteriosa madurez en pocos años, ya se ha hecho dueño y señor de la casa, de tal modo que ahora sus propios padres son conformados por él.
Al tener sumada la sangre de ambas entidades, su naturaleza y actuación se configura como bestia extraordinaria que supera tanto al padre Estado como a la madre Iglesia.
Desde el principio mostró que no admitiría nada en la casa común (Estado e Iglesia, cuyo hijo era el fruto de su natural unión), que fuese contra sus propios intereses. A cualquier elemento de la sociedad que mostrase oposición, tenía que someterlo: ésa era la energía de la que vivía.
Su discurso se consolidó como síntesis jurídica del lenguaje político y teológico. No había escapatoria posible. A cualquiera de sus opositores, tarde o temprano, le alcanzaba la mano sutil y destructiva del mecanismo engendrado. Así ocurrió en sus primeros momentos de existencia, y quedó como constancia para el futuro. Cualquiera que mostrase oposición, no importa su procedencia, al final caía bajo sus garras. Nadie escapaba. Esa fue la publicidad que desde el principio acompañó al “sagrado” Tribunal. No importa con el color que luego hayan querido pintarla.
Funcionó en sus inicios por la excusa de atajar el “problema” converso, y en ello se ocupó con ardor. Los primeros quemados por la Inquisición española fueron efectivamente judíos. ¿Cuántas condenas: cien, doscientas? Ya anotaremos, d. v, en la próxima semana la cuestión de la cantidad de muertos por el Tribunal en su historia, y si ese factor determina su naturaleza.
De momento nos quedamos con la evidencia de su actuación contra todo lo que se mueva fuera, contra toda posición religiosa o política contraria a su existencia.
Las decenas de miles de cristianos de procedencia judía, que ya hemos apuntado aquí, produjo un cristianismo católico en España asentado en la Escritura, y con lo que luego serán lemas en la Reforma europea como su cimiento: solo la Escritura, solo la fe, solo la gracia, solo Cristo. Que les fuera imposible encontrar el terreno apropiado a su vivencia religiosa en las formas externas, sacramentalistas y ceremoniáticas de la iglesia oficial, además de ser algo obvio, es también algo que de su natural les condujo a vivir su fe en ámbitos más favorables. Aparecen con todas las diferencias y matices que se quieran, los grupos de alumbrados, dexados, y perfectos.
El olor de la libertad ha llegado a las narices de la bestia. Serán estos grupos los que soporten la acción del Tribunal. Como algo propio en su desarrollo,
estos grupos aparecen con indicadores comunes a los que en Europa estaba apuntando la Reforma. Incluso se comparten textos (Erasmo, Lutero), aunque leídos con la autoridad final de la Escritura.
Obligada a cazar nuevas especies, la bestia muestra al principio un método no muy afinado. Da el zarpazo a todo lo que ve que se mueve de forma parecida. Sufren sus empellones tanto los místicos como los alumbrados, luego los “luteranos”. No es lo mismo. Y con el tiempo recompone la escena de caza. A algunos colocados bajo sus colmillos, después los eleva a los altares. A otros busca borrar su memoria; no solo los mata físicamente, sino que procura su eliminación absoluta.
Con esto ya nos colocamos en el terreno de nuestra Reforma española, donde sale el libro que se usará como ejemplo de “leyenda negra” por algunos.
Buscan los místicos (por supuesto que con el término incluyo una gran variedad de situaciones) una religiosidad cristiana basada en parámetros opuestos a los de las simples ceremonias externas. Pero dejando en el cimiento al propio individuo. Desde él se levanta el edificio. La
experiencia religiosa tiene su raíz en la propia persona que es, en todo caso, “ayudada” por los efectos de la obra de Cristo. Esta forma de caminar descontroló al principio a la bestia, y el Tribunal atrapó y acercó a sus colmillos a muchos de ellos; los miró, olió y movió en sus garras (a alguno, durante años). Esta modalidad de experiencia religiosa desde la raíz humana, que luego se ayuda de los frutos de la obra de Cristo, es propia también de sectores del protestantismo.
Con la experiencia que da el tiempo, notó que había otros que, aunque se movían de forma parecida, tenían sus raíces en lugar diferente. No proponían la vida cristiana desde
su experiencia, no eran iluminados desde su condición natural, sino que recibían esa luz desde fuera.
Como se ha afirmado por algunos: simplificando, se puede decir que para estos alumbrados “protestantes”, la luz no iba de abajo arriba, no empezaba con la experiencia propia y producía la visión de Cristo (que era mermada y desviada por las ceremonias externas), sino de arriba abajo. La ejercía de sí propio el Cristo, por medio de Espíritu con su palabra. La bestia sacó la conclusión que eran estas piezas a las que había que liquidar e impedir que siguiesen caminando con libertad.
Aprendió que aquellos
dexados (“dejados”) no eran los que se dejaban a su propia experiencia (aunque a eso llamen “dejar libre al espíritu”, lo pondré en minúscula), que podía llevar a algunos a todo tipo de desenfrenos. Eran cristianos que se dejaban en las manos de Dios. En esa modalidad anticipada de teología práctica “protestante” de conciencia plena de responsabilidad, de complimiento de cada vocación o llamamiento de Dios, pero bajo sus directrices soberanas, bajo su providencia. Los que habían sido alumbrados por la luz de Cristo, ahora caminaban en obediencia, no con obras propias de mérito alguno, sino dejados en la vid como sarmientos para que el fruto propio de la vid aparezca.
Descubrió el Tribunal, con la ayuda de una pieza que tuvo durante un momento en sus manos (Ignacio de Loyola), que aquellos perfectos mostraban la condición más peligrosa de estos grupos. Pues afirmaban esa perfección en la obra de otro, el Cristo. Y no había manera de ocupar un espacio en ella. Al final, éstos proponían un cristianismo católico con la supremacía absoluta de la obra del Redentor. En esa obra decían estar completos, sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante. Nada que ver con la perfección desde las obras humanas: sin sacramentos, ni penitencias, ni méritos de santos, ni purgatorio, ni indulgencias, ni Iglesia alguna que administre la salvación. Si éstos vivían y se propagaban, todas las energías vitales del Tribunal se morían
Era una lucha, pues, a muerte. Y la bestia ha descubierto que la mejor arma que dispone, el colmillo más eficaz, es el del lenguaje. Ahora esos alumbrados por la luz de Cristo, esos dejados en la vid, esos perfectos en la perfecta obra del Redentor, son “luteranos”.
Ya la palabra “Reforma” es “extranjera”. Y la bestia ha cazado con eficacia. Esos que aparecen en sus juicios, aunque ellos afirmen ser solamente cristianos católicos, que por ser leales a la Iglesia Católica a la que pertenecen y quieren defender, tienen el deber de rechazar las corrupciones propias del anticatólico papado, serán condenados públicamente como “luteranos”, y ese “sambenito” del lenguaje les durará más allá del físico que alguno cuelgue por años en alguna iglesia.
Esas artimañas del Tribunal, fueron puestas al descubierto por medio de un libro, Artes de la Santa Inquisición Española, (el título completo es más extenso) editado en latín primero en Heidelberg en 1567, y al poco traducido a los principales idiomas europeos. En castellano tuvo que esperar a Luis de Usoz en su colección de Reformistas Españoles (1851). Francisco Ruiz de Pablos realizó traducción para la UNED (1997), que, revisada por el autor, es la de referencia. [Vol. IV de la colección Obras de los Reformadores Españoles del siglo XVI, Mad, Sevilla, 2008.]
Como el libro tuvo amplia difusión y se empleó como herramienta para prevenir de la peligrosidad de que se instalase el Tribunal en otros territorios, se lo ha colocado como simple texto de propaganda política, puesto que el rechazo a la Inquisición española suponía el repudio de lo español, incluyendo a la monarquía hispana, que quedaron unidas indisolublemente. Esa “propaganda” constaba de otros dos pilares, la
Breve relación, donde Las Casas habría exagerado hasta el extremo la maldad de los conquistadores en América, y la
Apología de Guillermo de Orange, donde lo mismo se exageró sobre la persona de Felipe II.
Cuando se habla de “leyenda negra”, se suele incurrir en un desorden de la simple lógica. Se meten los tres pilares citados en un mismo plano, se los presenta como textos producidos por intereses partidistas contarios a España, y se procede a demostrar que son una leyenda dibujada para distorsionar la realidad histórica.
Como toda leyenda, se acepta que hubiese algo de verdad en cada caso, pero que eso se transforma hasta convertir en caricatura a los hechos reales. Y se dan ejemplos históricos, con conclusiones que no se admitirían en ningún razonamiento lógico. Por ejemplo, al estar unidos esos tres pilares como si fueran una sola cosa, se deduce que lo que se demuestre falso en uno, convierte en falsos a todos. Si, como efectivamente ocurre, la figura de Felipe II pintada en la
Apología incluye aspectos falsos, se supone que al aceptarlo se está concluyendo que todo contiene un factor de falsedad.
Con la cuestión de la Inquisición (que es la única que aquí nos ocupa), se procede contra el libro mencionado juzgando su caso con sucesos que le son ajenos. Se empieza por afirmar que es el originador de una distorsión del Tribunal, al exagerar la maldad de sus procedimientos; los que ha seguido su estela, después afirman que la Inquisición, por ejemplo, mató a tales cientos de miles; como ahora podemos comprobar que esa cifra es exagerada, que fueron muchos menos, se concluye que
Artes es un panfleto de propaganda que exagera la realidad para sus fines.
Respecto al libro, puesto que lo presentan como motor seminal de la “leyenda”, deben recordarse algunas precisiones.
La primera y obligada, que lo hayan leído quienes afirman su condición de panfleto al servicio de una causa “extranjera” (¿les suena la dentellada “lingüística”?).
Es un libro en el que se explican y publicitan, es decir, se hacen públicas, las maneras de proceder de la Inquisición, con la finalidad expresa de prevenir a los que cayeran en sus manos. Y tiene en esa explicación y prevención el espacio temporal de Sevilla, donde está la sede del Tribunal. Podemos recurrir a su carencia de actuaciones en otros lugares, como Valladolid, o a que no incluya nada de la filosofía de su creación, ni mencione a los conversos previamente condenados. Pongamos todas las carencias que se nos ocurran, pero no olvidemos que el autor pretende solo exponer (para prevenir) lo que tiene a mano de forma inmediata, y seguramente de lo que conocía con más pormenores.
No negamos la naturaleza del texto. Es un texto que ofrece una posición clara. Está en contra del cristianismo que representa la Inquisición, y coloca a sus víctimas en conjunto con las que el cristianismo de antiguo ha ofrecido como mártires. Es, pues, un libro escrito por una de las partes.
Se trata de ver si se corresponde con la realidad de los hechos. Hay un maltratador y un maltratado. Y Artes es la versión de la persona maltratada. Y ambos escriben sus razones en libros diferentes. La Inquisición expone sus razones de por qué pega, la víctima expone su vivencia, y avisa a otros para escapar del maltrato. (Que cada uno escuche a quien le parezca, pero no se puede estar en una espacio ético de neutralidad.)
¿Se imaginan a alguien que acuse a una mujer maltratada de que ha exagerado su caso, pues contó que le pegaba su marido todos los días, y luego se ha comprobado que dejaba de hacerlo dos días cada semana? ¿O que se dude de la veracidad de la tortura, porque solo se ha comprobado en seis de los siete días de la semana, y faltan datos sobre el séptimo? ¿O que alguien argumente a favor del maltratador diciendo que pegaba con palos “legales” (aunque los hubiera hecho legales él mismo), que, además, no dejaban moratones externos, pues la tortura se hacía con fineza suficiente para que la lesión fuera interna, nada que ver con los maltratadores estatales, que dejaban a la víctima irreconocible por lo tosco de sus torturas? ¿O, ya el colmo, que se queje porque la víctima hace un ruido exagerado al recibir la tortura?
Lo que el autor (que no sabemos quién fue, pues lo publicó con seudónimo de Reinaldo González Montes, o Montano) cuenta es lo que conoce, y está de parte de los que sufren la persecución de la Inquisición, y explica con afecto y emoción sus casos. Lo que cuenta está de acuerdo a los hechos históricos. Si lo hace con emoción y afecto, pues tal es el caso con muchos de los que ahora lo leemos, que también nos ponemos a su lado con la misma actitud.
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