Mateo inicia su narración del nacimiento de Jesús con una genealogía insólita. Después de nombrar personajes fundamentales en la historia del pueblo israelita, Abraham y David, el autor tiene un atrevimiento que hace muy singular el listado de los antepasados de Jesús.
Tradicionalmente en el árbol genealógico se omitían las mujeres. Mateo incluye cinco de ellas, como para reiterar que la historia familiar de Jesús es única, y que en esa historia se rompen paradigmas patriarcales.
La primera mujer mencionada por el evangelista es
Tamar la cananea. El libro inicial de la Biblia, Génesis capítulo 38, narra que Er, hijo de Judá contrae matrimonio con Tamar. Él muere sin procrear. Por ley el hermano de Er, de nombre Onán, debe casarse con Tamar para dejarle descendencia al fallecido. Onán rehúye embarazar a Tamar, mediante
coitus interruptus, y por su acción la práctica también es conocida como
onanismo. Finalmente, Tamar procrea gemelos con su suegro Judá.
La segunda mujer de la lista mateana es
Rahab, una sexo servidora no judía. Ella salva de la muerte a dos espías enviados por Josué a Jericó, donde vivía Rahab (Josué capítulo 2). Por su acto protector la mujer y su familia reciben garantías de que les será respetada la vida cuando los combatientes israelitas tomen en su poder a Jericó. En otros libros neotestamentarios Rahab es reconocida como heroína de la fe (Hebreos 11:31), y protagonista en la historia de la salvación (Santiago 2:25).
La tercera mujer que se destaca entre los antepasados de Jesús es Rut, una moabita, es decir una extranjera, y debido a lo mismo mal vista por los judíos puristas. Su fascinante historia es contada en el libro bíblico que lleva su nombre. Al avecindarse en Belén, a donde ella y su suegra Noemí llegan de Moab buscando mejores condiciones, las dos mujeres viudas entrelazan sus vidas y buscan paliar la miseria económica que las asedia. En una trama casi novelesca, Rut se casa con Booz y con el tiempo viene a ser abuela del rey David.
La cuarta mujer de la heterodoxa genealogía de Mateo es
Betsabé. El rey David queda estupefacto y prendado de la belleza de Betsabé, esposa de Urías. Y es tanto el deseo por poseerla que se apodera del monarca que trama el asesinato del cónyuge de la hermosísima Betsabé (2 Samuel capítulos 11-12). De la unión de Betsabé y David nace el futuro rey Salomón.
La última mujer enlistada por Mateo es
María, una adolescente comprometida en matrimonio con José, un sencillo carpintero.
Las cinco mujeres resaltadas en la genealogía son predecesoras de muchas otras que serían centrales en el ministerio de Jesús.
Las mujeres fueron muy receptivas a las subversivas enseñanzas de Jesús. Él, por su parte, las incluye y pone como ejemplo en múltiples ocasiones para desazón del machismo predominante.
En sentido contrario a la fe de las mujeres el evangelista Mateo describe a Herodes el Grande como turbado por la noticia del nacimiento de un rey, Jesús, al que consideraba su adversario. Herodes gobernó despóticamente, en forma sanguinaria se deshizo de quienes tenía por enemigos, entre ellos algunos de sus hijos. Su forma de gobernar, llena de intrigas y venganzas, le hacen merecedor del título
capo di tutti capi, sanguinario jefe de jefes.
En la narrativa de Mateo llegan sabios de oriente a tributarle reconocimientos al bebé Jesús. Tradicionalmente se ha popularizado que el grupo tenía como oficio la magia. Esto ha dado lugar a todo tipo de especulaciones. En griego
magoi es una palabra cuya traducción española equivale a magos. El concepto, a diferencia del uso actual en nuestro idioma, podía referir en tiempos de Jesús a hombres de ciencia dedicados a la medicina, astronomía, filosofía y actividades similares.
Los sabios, probablemente, procedían de “la antigua región de Babilonia, Media y de Persia” (observa el comentario de la
Biblia de estudio Mundo Hispano, p. 1862). Recordemos que en la historia del pueblo judío Babilonia era sinónimo de opresión y violencia. El Salmo 137 es un lamento que confiesa la dolorosa nostalgia por encontrarse desarraigados de la tierra de origen. Los cautivos entonan un doloroso canto: “Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos acordándonos de Sión. Sobre los sauces en medio de ella colgábamos nuestras liras. Los que allá nos habían llevado cautivos nos pedían cantares; los que nos habían hecho llorar nos pedían alegría, diciendo:
Cántennos algunos de los cantos de Sión. ¿Cómo cantaremos las canciones del Señor en tierra de extraños? Si me olvido de ti, oh Jerusalén, que mi mano derecha olvide su destreza. Mi lengua se pegue a mi paladar si no me acuerdo de ti, si no ensalzo a Jerusalén como principal motivo de mi alegría”.
Desde la óptica de Mateo los sabios de oriente simbolizan a los no judíos, a los llamados gentiles. La inclusión de estos personajes denota que el nuevo rey, despojado en su nacimiento de los símbolos de poder económico y militar, tiene un alcance universal. Jesús trasciende el etnocentrismo judío, y todo etnocentrismo que proclama una superioridad innata sobre hombres y mujeres de otras culturas.
Los sabios “paganos” tienen tres acciones que Mateo describe con el fin de que sean imitadas por quienes lean su escrito. En primer lugar reconocen la señal que apunta al lugar donde moraba el niño rey: “Al ver la estrella se regocijaron con gran alegría” (2:10). Acto seguido se adentran en el pobrísimo lugar, y “vieron al niño con María su madre, y postrándose lo adoraron” (2:11).
Al postrarse estaban reconociendo la naturaleza mesiánica de Jesús. Por último los sabios presentan obsequios al bebé (oro, incienso y mirra), en ellos simbolizaban la entrega incondicional a quien en su ministerio recorrería “todas las ciudades y las aldeas, enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia del pueblo” (Mateo 9:35).
¿Qué traemos nosotros al pesebre? ¿Solamente palabras huecas, dichas por la emoción de la sensiblería? Jesús siempre rechazó tal pirotecnia verbal, por lo cual, evocando al profeta Isaías, recuerda a sus oyentes de ayer y hoy: “Este pueblo me honra de labios, pero su corazón está lejos de mí. Y en vano me rinden culto, enseñando como doctrina los mandamientos de hombres” (Mateo 15:8-9).
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