En momentos de crisis y adversidad es fácil verse gobernados por el miedo. Las circunstancias que se mueven alrededor pueden ser lo suficientemente aterrorizantes como para que uno no vea la salida a ninguno de los problemas que le acucian y que, con esa falta de perspectiva, se entre en una dinámica de anticipación, angustia y malas decisiones que lleven, incluso, a empeorar más aún la situación.
Bajo el miedo y bajo presión, las personas cometemos muchos errores. Más de los que podemos permitirnos y no menos de los que podemos imaginarnos.
El miedo no sólo bloquea. Esto ocurre sólo a un cierto número de personas. Otras, por el contrario, se ven lanzadas a una vertiginosa espiral de actividad y decisiones impulsivas con las que pretenden resolver una situación que, lejos de solucionarse, más bien empeora con cada paso mal dado.
Una de las formas en las que el miedo gobierna la vida de las personas es la preocupación.
Ésta no sólo es perjudicial por el tiempo que nos hace ocupar nuestra mente en cuestiones improductivas (ya que no tenemos poder real sobre nuestras circunstancias por más vueltas que le demos), sino que es principalmente un problema porque embota nuestra mente justo en el momento en que necesitamos estar más frescos para poder pensar. En esos momentos, si se deja cancha al miedo, éste se hace con el poder y gobierna cada emoción, cada pensamiento y cada acción que acometemos.
El miedo nos impele a actuar impulsivamente no sólo por el terror a las consecuencias de no actuar, sino por la impaciencia de no esperar al tiempo correcto para ver llegar la salvación que tanta falta hace. Y ojo, no digo con esto que sea sencillo esperar y dejar el miedo a un lado. Lo que hago es simplemente un ejercicio descriptivo: bajo el miedo solemos acelerar todo por si con ello el final de la tragedia, para bien o para mal, llega cuanto antes. Porque no hay cosa que nos dé más miedo que la posibilidad de que el terror dure para siempre.
Hoy en día pasamos por un cierto nivel de infierno con todo lo que está ocurriendo alrededor. Ninguno de nosotros puede decir que no conozca a alguien a quien esta crisis mundial esté zarandeando fuerte. A quien no le ha llegado el impacto de una manera, le ha llegado de otra. Y a algunos, ciertamente, de forma muy contundente.
Pensando en algún relato bíblico que pudiera reflejar en una cierta medida una situación de miedo intenso y que nos diera pistas para considerar su afrontamiento, venía a mi mente el libro de Daniel. Su historia (difícil historia, por cierto), se da en un tiempo en que todo alrededor de él era decadente aún en medio de la opulencia. Viviendo en una tierra ajena, forzado continuamente a adoptar costumbres y acciones que no eran las de su pueblo y las que honraran a Dios y, a no ser que fuera un superhéroe, con bastantes posibilidades de tener el miedo “metido en el cuerpo” permanentemente. Su paso por el foso de los leones es bien conocido por todos, pero hoy quiero detenerme un momento en lo que sucedió a sus tres amigos y que queda relatado en el capítulo 3 del libro.
Sadrac, Mesac y Abed-Nego se enfrentan al duro momento en que tienen que dar una respuesta de urgencia al rey: han de convenir si están dispuestos a adorar a otros dioses, en particular a uno levantado por el propio rey, bajo riesgo de perder sus vidas en un horno de fuego de no hacerlo. Su respuesta brilla por su contundencia y por la innegociabilidad de su criterio: “No es necesario que te respondamos sobre este asunto”.
Esta respuesta, como poco, a uno le deja con la boca abierta como espectador y espera con cierto miedo, incluso, cuál será la reacción de la parte contraria. Ésta no se hizo esperar. Pero antes de pronunciarse, aún tuvo que escuchar algo más: “He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado”. La ira del rey se encendió de tal modo que, no sólo les envió al horno de fuego como había prometido, sino que lo calentó siete veces más como forma de incrementar su castigo.
La respuesta de estos tres hombres no era superficial. Respondía a un conocimiento profundo de la manera en la que Dios actúa en nuestras dificultades. En ella reconocían la realidad de que Dios puede librarnos. Pero también eran bien conscientes de que Dios podía no librarles, a pesar de Su poder, tal y como nos sucede a nosotros ante nuestras situaciones aterradoras en esta vida. Pero su acción, su forma de pensar y de manifestarse, nos llama a nosotros a algo similar ante nuestras dificultades: “Nuestro Dios a quien servimos puede librarnos de nuestras dificultades y lo hará. Y si no, sepan todos que no serviremos a otros dioses, ni al miedo, ni al deseo profundo por escapar de esta situación… ni los adoraremos”.
Cuando estos hombres hablaban así, lo que había en su corazón era una convicción respecto a cuánto más beneficioso es vivir un día en Sus atrios que mil fuera de ellos. Y, en cualquier caso, lo que hizo diferente a esta respuesta no era la ausencia de miedo. No creo que ninguna de las situaciones que atravesamos nosotros hoy en día tenga el mismo calado de urgencia que tenía la amenaza que se cernía sobre estos hombres, con todo y que algunas de las nuestras son terribles. Lo que era verdaderamente distinto es que su confianza en Dios era bastante mayor que su miedo, por grande que fuera éste.
Aquella era una confianza que, aun en el caso de no verse librados del fuego, no querían sacrificar. El miedo estaba presente seguramente en su ser, al menos en forma de inquietud, preocupación o desasosiego, pero lo que hacía fuerte su respuesta es que ese terror no mermaba ni en un ápice la realidad del poder de Dios. Su decisión consciente era no dejarse gobernar por él, no permitir que esa emoción, que esa urgencia por huir de lo que se avecinaba inexorablemente les apartara de lo verdaderamente importante, que era su devoción y obediencia a Dios. Su decisión consciente era no negociar con lo innegociable. Quizá por eso su respuesta no sólo fue contundente, sino también rápida. Con esa rapidez no dejaron lugar a que la mente, desde la que habla el miedo en tantas ocasiones, les desviara de su propósito real: honrar al sustentador de sus vidas, en los buenos y en los malos momentos.
La reacción de estos hombres trae grandes lecciones a nuestras vidas. No sólo por lo sorprendente de su respuesta, sino porque nos sigue recordando que Dios obra de manera sobrenatural entre nosotros trayendo salvación en nuestros propios hornos de fuego. Su salvación no es de medias tintas, además. Al mirar a estos varones tras pasar por las llamas “vieron como el fuego no había tenido poder alguno sobre sus cuerpos, ni aun el cabello de sus cabezas se había quemado; sus ropas estaban intactas, y ni siquiera olor a fuego tenían”. (v.27)
Nadie puede garantizar que Dios vaya a librarnos de aquellas circunstancias que atravesamos. En ocasiones, Dios permite que las circunstancias sean más fuertes que nosotros, que nuestra salud, que nuestra vida, incluso. Pero en todas ellas Él se glorifica y las usa para un propósito que nos excede. Y cuando Sus hijos hablamos, no en nombre del miedo, sino en el nombre del Señor de los ejércitos, el mundo alrededor ve Su mano puesta en nuestras vidas, aun cuando nuestros cuerpos ardan. Es importante que, desde el discurso del miedo, no llegue a convencérsenos de que el poder de Dios es limitado. Ninguna situación nuestra es tan grave que Dios no pueda intervenir y resolverla. La línea que separa estas cosas es ciertamente muy fina. Porque al darnos cuenta de que Dios puede no obrar aparentemente a nuestro favor librándonos del fuego, a veces llegamos a creer que hay situaciones, como esas que vivimos, en las que Dios, aun queriendo, no podría librarnos.
Que el miedo no nos lleve a cometer el mayor error de todos: pensar en el abandono de Dios, pensar en una merma en Su poder, pensar que algo le resulte verdaderamente imposible.
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