Resumen: El caso Galileo se convirtió, hace ya tiempo, en tema de leyenda, definiendo para muchos la relación, necesariamente tensa, entre ciencia y religión. Ha sido (y sigue siendo todavía) tema de ataques y contraataques. Por lo tanto, puede ser de ayuda el reconstruir (hasta donde es todavía posible hoy) lo que sucedió en aquellos tumultuosos años. ¿Cómo y por qué se involucró la Iglesia Católica? ¿Y qué pasó en aquel famoso juicio?[1]
Parte Cuarta y última: el juicio a Galileo
Como vimos en el artículo del domingo pasado, el Santo Oficio se hizo cargo del caso Galileo y le ordenó presentarse de inmediato en Roma.
Durante varios meses, Galileo intentó retrasar el largo viaje a Romaapelando a su edad y su precario estado de salud, pero Urbano se mostró inflexible.
Finalmente llegó en febrero de 1633. Se le hizo una concesión especial: sele permitió alojarse en la confortable embajada toscana, al cuidado de su buen amigo Niccolini.
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El juicio consistió en una serie de interrogatorios por el Comisario del Santo Oficio, Vincenzo Maculano, tan solo en presencia de un notario, con la intención de obligar al acusado a admitir que había defendido la doctrina proscrita, y persuadirle, por tanto, de renunciar a ella.
El agravante contra Galileo era el hecho de haber recibido una instrucción solemne de Segizzi y haberla ignorado. Pero entonces, Galileo mostró el certificado recibido tiempo atrás de Bellarmino (que por entonces ya había fallecido), que parecía implicar que dicho requerimiento nunca se había dado. Ello obviamente sorprendió mucho al Comisario, que en vano trató de hacerle recordar que había habido otro requerimiento.
Entonces cambió su argumentación: ¿No había violado Galileo la orden de Bellarmino, incluso, simplemente con defender en el
Diálogo la opinión prohibida? Pero Galileo siguió insistiendo maliciosamente en que su libro en realidad no hacía tal cosa, frustrando a Maculano tanto más cuanto que una comisión, nombrada por el Santo Oficio, había señalado unánimemente que el libro defendía, sin duda, la postura copernicana.
En ese momento, la evidencia sugiere que el Comisario, buscando una solución indulgente, obtuvo permiso para tratar con Galileo “extrajudicialmente” con el fin de lograr la necesaria confesión. Lo que obtuvo no fue la confesión que pretendía, sino sólo la admisión, por parte de Galileo, de que por “vana ambición” había reforzado, más de lo que hubiera debido hacerlo, los argumentos en favor de la opinión copernicana, y el sorprendente ofrecimiento de añadir al Diálogo una sección en la que refutara sus propios argumentos a favor de la visión copernicana.
Pero todo ello fue en vano.
El Santo Oficio procedió a iniciar el juicio. Un resumen de las evidencias, incluyendo los interrogatorios, fue enviado a los cardenales-jueces que habrían de decidir sobre el caso.
El sumario, por lo que sabemos hoy, tuvo graves deficiencias en varios aspectos. Se dio por sentado, de hecho, que el requerimiento personal se había entregado a Galileo en 1616; el informe de Bellamino de que Galileo había consentido no se mencionó. Además, el requerimiento se atribuyó a Bellarmino, no a Segizzi, dando lugar a la (incorrecta) afirmación de que Galileo había admitido específicamente haberlo recibido. Había también algunas citas tendenciosamente incorrectas.
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Pero para los jueces el asunto ya estaba claro: Galileo había defendido una opinión proscrita que había sido declarada contraria a las Escrituras, opinión que, además, Bellarmino le había ordenado específicamente abandonar.
El resultado nunca estuvo en duda.
En junio de 1633, Galileo fue sentenciado por “vehemente” sospecha de herejía. El estatus de la doctrina copernicana en sí se dejó en la indefinición. El juicio personal sobre Galileo era coherente con los veredictos más severos por herejía o el más suave de “erróneo en la fe” con respecto a la doctrina en sí. Técnicamente, este último era el veredicto adecuado cuando el otro no era explícitamente especificado.
Galileo recibió la orden de abjurar de la opinión condenada. La negativa a abjurar habría supuesto la muerte en la hoguera. Galileo abjuró y fue sentenciado a permanecer bajo arresto domiciliario. Los textos de la sentencia condenatoria y del requisito de abjurar debían ser comunicados, por orden expresa de Urbano, a los profesores universitarios de “matemáticas” (astronomía).
VALORACIÓN FINAL
Galileo era sin duda culpable, como acusado, de defender la doctrina sospechosa en el Diálogo. Obviamente, él esperaba que la defensa reforzada que podía hacer del punto de vista copernicano en el Diálogo, fuera suficiente para conseguir que el Papa retirara la condena previa. Pero, por lo que concernía al Papa y a sus consejeros, los asuntos científicos no eran ya relevantes; nunca fueron objeto de discusión durante el juicio. Ese tema se había decidido en 1616.
¿Qué se puede decir del juicio en sí mismo? Hubo varios asuntos problemáticos. En primer lugar estaba el sumario defectuoso de los interrogatorios que se hizo llegar a los jueces. Luego estaba la dependencia de los jueces del discutido requerimiento de 1616.
Un tema más complejo era la asunción a lo largo del juicio, explicitada en la sentencia del juicio y la abjuración, de que mantener la posición copernicana le convertía en sospechoso de herejía.
Con anterioridad al juicio, esto nunca había sido específicamente proclamado. En 1616, el decreto del Índice se había restringido bastante explícitamente a la crítica “contraria a las Escrituras”, a pesar de la recomendación de “herética” de los consultores. La acusación del Índice
podría haber sido interpretada como merecedora del cargo menor de “imprudente”, no requiriendo un proceso ni la necesidad de abjurar, como el propio Urbano había parecido querer decir en una ocasión anterior.
[4] Pero ahora, los jueces habían vuelto al veredicto “mucho más serio” de los consultores originales. Estaban legalmente capacitados para hacerlo, especialmente si Urbano invocaba su objeción sobre el hecho de que el punto de vista de Copérnico comprometiera la libertad divina.
El haber ignorado la amonestación de Bellarmino podría, por supuesto, haber sido invocado. Pero esto en sí mismo difícilmente habría suscitado la sospecha de herejía. Y, en cualquier caso, esto no era la acusación principal en la que se basaba la sentencia.
A su retorno, Galileo fue mantenido bajo estricto arresto domiciliario en su casa cerca de Florencia. Retomando las investigaciones en mecánica, abandonadas 20 años antes, organizó su trabajo más importante, las
Dos nuevas ciencias, cuya aparición en 1638 combinaba las matemáticas y la experimentación de una forma nueva y fructífera que habría de transformar rápidamente la ciencia de la naturaleza.
Abrumado por la pérdida de visión, murió en 1642, y fue enterrado en la iglesia de la Santa Croce en Florencia. Una propuesta de un mausoleo en su honor fue desechada: Urbano no había perdonado al hombre que, según él, “había provocado un escándalo tan universal”.
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EPÍLOGO
Con la muerte de Galileo, el caso Galileo podría haberse dado por terminado. Pero en cierto sentido no había terminado realmente: un nuevo caso se estaba fraguando al interpelar los críticos a la Iglesia por la forma en que había tratado a Galileo, y la Iglesia tuvo que luchar con el legado de un decreto que era reticente a admitir como erróneo.
En 1992, finalmente, el Papa Juan Pablo II declaró que los teólogos se habían equivocado en 1616.[6] Pero esta es otra historia.[7]
Autor:Ernan McMullin
, fallecido en 2011, era Catedrático Emérito O’Hara de Filosofía, así como fundador y director del Programa de Historia y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Notre Dame. Publicó numerosos trabajos de filosofía de la ciencia, historia de la ciencia, y sobre las relaciones ciencia-teología. Entre sus publicaciones: Galileo: Man of Science
(editor, Basic Books, 1967); The Church and Galileo
(editor, University of Notre Dame Press, 2005). Este documento fue publicado en 2009.
Traducción:
Javier A. Alonso (Dr. en Biología) y revisado por Pablo de Felipe (Dr. en Bioquímica/Biología Molecular).
[2] Nada que ver con la leyenda, que se remonta a Voltaire, de Galileo “habiendo pasado sus días gimiendo en los calabozos de la Inquisición” en “Descartes and Newton”. Véase Finocchiaro, M.
Retrying Galileo 1633-1992, Berkeley: University of California Press (2005), pp. 115-119.
[3] Fantoli
op. cit., (9), pp. 323-326.
[4] En 1624, el Cardinal Zollern informó a Galileo que Urbano le había dicho que la Iglesia no había condenado la enseñanza de Copérnico como herética, sino sólo como imprudente (
Opere di Galileo Galilei, Florence: Giunti Barbera, 1968, vol. 13, p. 182).
[5] Hablando a Niccolini tras la muerte de Galileo; Fantoli
op. cit., (3), pp. 349-350.
[6] El texto preparado para el discurso del Papa en aquella ocasión no hizo justicia al deseo evidente del Papa de terminar de una vez con el debate sobre Galileo. See Coyne, G.V. “The Church’s most recent attempt to dispel the Galileo myth”, in McMullin
op. cit., (2) 340-359.
[7] Se cuenta en Finocchiaro
op. cit., (20).
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