En estas dos semanas hablaremos de los avivamiento del siglo XVI, pero no quiero entretenerme mucho en ellos, ya que quiero que dediquemos más tiempo a los del Siglo XVIII, XIX y XX. En varios artículos he tocado el tema de Reforma y podéis leerlos en esta misma sección.
Algunos han llamado a la reforma luterana, la reforma paciente. No puedo entender la razón para calificarla de esta forma. Lutero no era un hombre paciente, tampoco tenía el don de la mesura ni sabía ser políticamente correcto. En cierto sentido,
se parecía más a un revolucionario, que a un hombre de iglesia.
También se ha hablado mucho del pesimismo luterano. Un pesimismo que llevó a la cultura alemana a vivir siempre pegados al estoicismo más rancio, pero
Lutero tampoco fue una persona estoica. Le gustaba disfrutar de los pequeños placeres de la vida: una buena conversación, una cerveza fría elaborada por él mismo y compartida con sus amigos, escuchar una calmada melodía o una frenética canción sajona.
Lutero tampoco era un académico tipo. No le gustaban las largas clases, las togas pesadas de las universidades, se sentía bien con el pueblo más bajo, era muy niñero y disfrutaba enseñando en las escuelas dominicales de Alemania. Aunque, se diga lo que se diga de él, para algunos siempre será el furibundo ariete contra los anabaptistas y los campesinos revolucionarios.
La reforma luterana tampoco fue sosegada en sus formas. Las propiedades de la iglesia pasó a manos de los príncipes y a partir de ese momento, las iglesias locales que se formaron pasaron a control estatal. A pesar del control estatal de los bienes de las iglesias, es muy curioso que los príncipes alemanes no se metieran en teologías.
Lutero escribió encendidos sermones y libros contra Roma y su jerarquía eclesiástica, incluido el Santo Padre, en eso tampoco fue paciente. Quemó la bula de excomunión y peleó fervientemente contra los defensores de las indulgencias. Fue muy radical al presentarse delante del emperador Carlos V. Los príncipes esperaban una retractación y que Lutero se conformara con continuar su reforma de manera callada y sumisa, sin cuestionar a la Iglesia Católica, pero Lutero apeló a su conciencia.
Alemania vibraba ante su paladín y a Roma, como siempre, se le indigestaba la libertad. La libertad es muy peligrosa para los sistemas, pero mejora siempre la condición de los individuos.
El propio Jesús lo dejó claro al afirmar que el conocimiento de la verdad nos haría libres. Pero, ¿libres de qué? Libres de muchas cosas. Libres de la opresión de los hombres, de aquellos que pueden destruir el cuerpo pero no el alma, libres del miedo a una condena eterna, libres de los ritos sacrifícales, libres de los agoreros, libres de las medias verdades, libres de las élites interesadas, que únicamente entienden la libertad de mercado, porque su señor es el dinero.
El avivamiento de Lutero fue aire fresco después de cien años de silencio, protesta después de ocho siglos de sumisión. La conciencia le dio la libertad ansiada, la Biblia le enseñó el camino y Cristo le franqueó la puerta. El resto vino todo rodado.
Lutero, como modelo de valor frente a las falsas doctrinas que reinan en la Iglesia de Roma, es ahora también azote de aquellos mal llamados cristianos evangélicos que sustituyen la cruz, por la cuenta corriente; la muerte de Cristo por su santa prosperidad; los vituperios prometidos por Dios por el éxito de este mundo. Los que prosperan en la miseria de sus feligresías, ya tengan la sede en Roma o en Bogotá, ya tienen aquí su recompensa.
El martillo de Wittemberg resuena como los clavos de la cruz, siempre produciendo molestia y escándalo a un mundo dormido.
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