Somos lo que hicimos, lo que otros hicieron por o contra nosotros, somos lo que recordamos. Y en estos días he recordado entrañablemente a tres de mis muertos que, para mí, viven porque sus buenas obras que me cobijaron siguen presentes en mi vida.
Noviembre 1 y 2 son en México Días de Muertos, hay conmemoraciones y celebraciones populares que combinan creencias prehispánicas con una particular religiosidad católica. El resultado es un cúmulo de creencias y prácticas que desembocan en procesiones a los panteones, ofrendas a los familiares y amigos fallecidos.
Los ofrendantes, en coloridas mesas, colocan alimentos y objetos gustados por los difuntos. De infante me impresionaron las ofrendas, pero más lo que me dijo mi abuela paterna, indígena apegada a sus tradiciones: en la noche llegan los muertitos a comerse lo que les hemos dejado servido, por esto hay que cocinar todo con mucho cariño.
Yo no creo en muertos que deambulan hasta llegar a la mesa para disfrutar sus manjares preferidos en vida. Pero sí dedico espacio para hacer memoria de mis muertos, cuyas vidas celebro y agradezco con un corazón enternecido.
Este año quise recordar a tres de ellos, coloqué algunas de sus fotografías en mi mesa y reviví momentos guardados para siempre en todo mi ser. Los cito por orden de desaparición (en este mundo).
Paul Byer, mi suegro. Hombre vital e intenso en todo lo que hacía. Su delicia era enseñar Biblia a los estudiantes y profesionistas jóvenes. Visionario y emprendedor de sueños que a otros les parecían tareas imposibles de realizar. Contagiaba con su entusiasmo, animaba (inyectaba alma) a quienes le rodeaban. Un anglosajón generoso y de brazos abiertos, que me aceptó sin reservas cuando su hija me presentó a él.
Estaba de visita en México y esa noche de nuestro primer encuentro fuimos a cenar en un sencillo restaurante. Departimos tacos y aguas de frutas, de insólitos sabores para él.
Con Paul aprendí a celebrar la Navidad. En su casa de Pasadena, California, tuve varias oportunidades de festejar la bella noticia de que el Verbo se hizo carne, huesos y sangre. Su gozosa risa, una como la de Ebenezer Scrooge que reía al saberse vivo, la llevo como una instantánea permanente que me hace reír y agradecer al Señor de la vida por el regalo que me dio en la persona de Paul Byer.
Carlos Monsiváis, tan entrañable y solidario con los proyectos de investigación sobre el protestantismo mexicano sobre los que conversamos en muy numerosas ocasiones. Casi siempre sentados a la mesa de alguno de sus restaurantes favoritos.
Me obsequió libros y revistas. En su casa escuché, por primera vez, discos de Mahalia Jackson.
Todavía recuerdo con cierto sonrojo su sorpresa ante mi desconocimiento de la himnología protestante clásica. Con él aprendí himnos y supe por qué consideraba a
Firmes y adelante, “pieza de resistencia de los sentimientos épicos del protestantismo”.
A Carlos le escuché decir muchos pasajes de la Biblia, que fijó en su memoria desde la niñez. Tengo ante mí la dedicatoria que escribió en el último libro de su autoría que me regaló (
Los mil y un velorios. Crónica de la nota roja en México): “A Carlos Martínez García, que lo sabe todo, pidiéndolo por favor que ignore algo. Con el afecto y admiración de Carlos Monsiváis”. Éstas líneas fueron, me parece, fruto de una amista de 22 años, una exageración nacida del afecto.
Mi padre, Carlos Martínez García. Tras su muerte escribí en un artículo periodístico que, como tantos otros en México, tuvo un progenitor pero no un padre. Fue criado por mujeres trabajadoras y al amparo de ellas se hizo hombre que gustaba de barrer y cocinar.
En mi niñez un viaje familiar, para el que debió ahorrar mucho tiempo, fue un descubrimiento estremecedor. En unas memorables vacaciones nos llevó a mi madre, hermanos y primos a conocer el mar.
Por muchos años fui totalmente incapaz de fijar en palabras justas aquel momento, hasta que un amigo poeta compartió conmigo lo que le sucedió en una experiencia similar a la mía.
Me dijo que cuando por primera vez estuvo ante la majestuosidad del mar se le llenaron los ojos de agua. Agua como la que parece salir de mis ojos en esta noche en que escribo en memoria de mis tres muertos vivos.
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