Decir una frase como esta en unos tiempos como los que corren puede resultar casi una provocación. Quiero dejar claro desde el primer momento que nada queda más lejos de mi ánimo y conforme vaya avanzando en el planteamiento, probablemente, esto se irá haciendo más y más claro.
El infierno es un lugar del que hoy prácticamente nadie habla. La única razón por la que, quizá, se habla con cierta abundancia comparativa del cielo y no del infierno es porque nos conviene más, simple y llanamente. Hablar de Dios o de Satanás y de sus respectivas moradas tiene sentido desde la plataforma de la fe. Pero fuera de ella, estas conversaciones parecen carentes de importancia, por lo que no surgen como tema habitual, ni siquiera anecdótico, más allá de alguna referencia jocosa o, si no fuera así, al menos sí en términos bastante inciertos.
Nadie sabe muy bien qué es eso del cielo, aunque queremos pensar que es un lugar maravilloso donde están los seres queridos que ya partieron. Y mucho menos se sabe acerca del infierno. La mayor parte de la gente hoy prefiere pensar que no existe, no sólo porque solemos evitar pensar en aquellos que nos resulta desagradable o molesto, sino porque si la gente verdaderamente pensara que lo hay y lo temiera realmente, eso les llevaría a tener que tomar decisiones. Y eso es peor aún: eso les pondría inevitablemente ante la realidad de tener que tomar una posición frente a un Dios del que no quieren saber nada.
En cualquiera de los casos, ni siquiera mi reflexión va por aquí hoy. Este asunto sobre la existencia del cielo y el infierno, además de sus correspondientes características, sería tema para otro debate distinto y mucho mejor llevado por un teólogo, por supuesto.
Pensaba más bien, en medio de toda la dificultad que a cada uno nos toca atravesar, que por mal que nos vayan las cosas (y realmente nos van muy mal sin aparente expectativa de cambios a corto plazo) y a pesar de pensar muchas veces que nos encontramos en el mismísimo infierno, verdaderamente no sabemos hasta qué punto eso no es cierto.
No sólo porque las cosas siempre pueden ir peor, que también (este es el planteamiento desde el punto de vista más humano), sino porque el infierno es, a la luz de la Palabra, el único lugar en el que la presencia de Dios es absolutamente inexistente. Y he ahí el gran drama de lo que significa el infierno como separación eterna del Dios de toda misericordia.
Pero también la gran certeza y gozo de que,
mientras la presencia de Dios siga siendo una realidad en nuestras vidas, en esta Tierra, aún entre personas que no quieren saber nada de Él, mientras Dios siga teniendo a bien hacerse manifiesto en nuestras existencias, mientras algo de Su aliento y gracia esté sobre nosotros, aquí no existe el infierno. Nosotros nos hemos apartado de Dios, pero Él ha decidido no apartarse de nosotros.
Llamémoslo desierto, sequedad, sed o hambre, valle de lágrimas o de sombra de muerte… pero Dios aún no se ha hecho completamente ausente y, por tanto, lo que nosotros vivimos aquí no es el infierno. Aún no es el tiempo. No es Su tiempo. Su vara y Su cayado nos infunden aliento. Su presencia está sobre nosotros todos los días de nuestra vida. No nos deja ni nos desampara. Mientras nosotros dormimos, Él vela nuestros sueños y nos hace vivir confiados. Su acción sobre los hombres es de gracia sobre gracia y su ira sigue siendo mucho más tardía que Su misericordia. Nada nos puede separar de Su amor, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro, y no importan cuán cerca esté el devorador, cuán grandes sean nuestras dificultades o cuán extremos sean nuestra incertidumbre y nuestro temor: nuestro Dios es más grande que todas esas cosas y Él ha tenido a bien no apartarse aún de nosotros.
Si todo lo que nos acontece alrededor o en nuestra propia carne nos da pavor, incluso cuando Dios no ha apartado Su presencia completamente de este mundo (nosotros le hemos pedido que no tenga nada que ver con nosotros, pero Él no se doblega a nuestra voluntad ni siquiera en este caso), imaginemos lo que podría ser el mundo sin que ni una pizca de lo que Él es y aporta estuvieran presentes. Lo que habría no sería sólo Su falta de presencia, no sería un simple vacío, sino el cúmulo concentrado de todo el potencial del mal sin que haya una mano divina para controlarlo y medirlo, como ahora la hay, aunque no nos lo parezca.
Ciertamente, lo que nos acontece, ya sea bueno o malo, Dios lo permite. Lo bueno solamente proviene de Él, pero Él también tiene a bien a veces permitir que lo malo ejerza su efecto sobre nuestras existencias. Y aún con todo y eso, el mal no tiene todo el poder que le gustaría. Su aparente reinado es sólo temporal y el enemigo lo sabe. Y como todo gobernante que sabe que sus días en el poder están contados, quiere sacar el máximo provecho de ellos. De ahí nuestros zarandeos, tentaciones, caídas… Satanás, el mundo y la carne se juntan en un triunvirato mortal de no ser que Dios actúe. Pero mientras Su presencia esté cerca, aún hay esperanza. La hay para todos nosotros, creyentes o no, cada uno en la salvación que necesitamos.
No hay infierno en esta Tierra. Todavía no. Llegará, tan cierto como el aire que respiramos, como las promesas del Dios que también se ha encarnado y ha vuelto a la gloria para preparar lugar para nosotros. Y mientras tanto nosotros, desde nuestro sequedal, sólo podemos y debemos alzar los ojos, mirar al cielo y apelar a Quien, en Su eterno amor por nosotros, aún ha decidido quedarse y hacerse presente un poco más y en ese estar, no sólo no hay aún infierno, sino que podemos tocar un poquito de cielo.
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