Estas pocas palabras introductorias a la exposición de las bienaventuranzas de Jesús sirven al importante objeto de indicar una serie de ideas que nos ayudarán a la mejor comprensión de las sublimes palabras con que nuestro Señor comienza el magno discurso que hemos dado en llamar el "Sermón del monte".
Lo primero que debemos tener en cuenta es que las bienaventuranzas no describen una situación puramente humana, es decir no son estados o situaciones en las que el ser humano se pueda ver inmerso al margen de Dios.
Tampoco describen virtudes ni propiedades naturales del hombre y de la mujer. Jesús no está enseñando una nueva moral, está predicando el reino de los cielos.
Por lo tanto, al tratar con las bienaventuranzas no tenemos que ver con términos y conceptos éticos, sino religiosos. Los conceptos de pobreza, llanto, hambre, etc., describen una relación hombre-Dios. Huelga decir que esta relación determina completamente la relación de los seres humanos entre sí, la actitud del hombre hacia su prójimo.
Lo segundo que debemos tener en cuenta es que no podemos desligar las bienaventuranzas de la persona de Jesús.
La vida de Jesús es la mejor explicación de las bienaventuranzas. Podremos entender perfectamente una doctrina filosófica sin necesidad de que conozcamos al hombre que la formuló. Pero en el caso de las bienaventuranzas esto resulta imposible. Será la misma vida de Jesús la que hará que la luz de las bienaventuranzas brille en todo su esplendor. Al meditar, pues, en las bienaventuranzas tendremos continua necesidad de recordar momentos afines en la vida de Jesús.
Lo tercero que debemos observar es evitar caer en el error de relegar las promesas que comprenden cada una de las bienaventuranzas al futuro escatológico, o sea, al día de la manifestación universal de nuestro Señor Jesús al mundo o al día en que, como creyentes, traspasemos el umbral de la muerte para irrumpir en la eternidad.
No, las promesas que acompaña a cada una de las bienaventuranzas no son pura música celestial ni futura;
estas promesas son ya realidad en nuestro presente, aunque su plena realización tendrá lugar en el futuro.
Como el mismo reino de los cielos que anuncian, están enmarcadas en el dilema del "ya y todavía no". "Ya" son realidad, "ya" las podemos disfrutar y las disfrutamos, pero "todavía no" pueden alcanzar su plena realización final, porque todavía el reino de los cielos no se ha manifestado en plenitud, aunque "ya" esté entre nosotros (Lc 11,20).
El mensaje y la persona de Jesús constituyen la concreción del reino de los cielos en nuestro mundo. Numerosas parábolas de Jesús así lo afirman. El reino de los cielos no es para nosotros una meta lejana a la que aspiramos con todas nuestras fuerzas y cuya visión aligera nuestros pasos al caminar. No, no, él está ya presente entre nosotros (Mr 1,15). Aunque es cierto que sólo la fe lo capta y que sólo para el creyente es una realidad visible, porque el reino de los cielos ha conquistado ya nuestro corazón.
Y en cuarto y último lugar, las bienaventuranzas nos declaran felices, dichosos, afortunados. Pero ¿en qué consiste la felicidad?
Afirmativamente hablando podríamos definirla como un estado de plenitud; negativamente hablando podríamos definirla como un estado sin ninguna ausencia o falta de algo.
El problema de la felicidad humana es que nunca estamos satisfechos con lo que alcanzamos. Contínuamente aspiramos a más. Buscamos sin cesar lo infinito.
Albert Camus dice: "Estamos condenados a ser más grandes que nosotros mismos." En esto consiste para Camus el secreto de la infelicidad del ser humano. Y tendría razón si no hubiera pan para este hambre humana de lo infinito. Entonces seríamos las criaturas más desgraciadas de la Tierra.
Pero no tiene que ser así, porque felizmente hay una satisfacción infinita para ese anhelo infinito y hay una respuesta eterna para nuestras eternas preguntas. Gracias a esto el hombre y la mujer pueden ser felices. Y
de esta felicidad nos hablan las bienaventuranzas. Bienaventuranzas que no pueden ser entendidas ni logradas al margen de Jesucristo.
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