Cristo, con una sola ofrenda, realizada una vez, ha hecho perfectos para siempre a los santificados, es decir, a todos los que son y están, existen, en relación con esa ofrenda; los que no tienen otro lugar de existencia.
Todo el significado de los distintos rituales ordenados en la ley queda cumplido perfectamente en la ofrenda de sí mismo, presentada por sí mismo, de nuestro Redentor.
Esto supone que ya no tenemos ritual, sino la persona. Que la comunión es con Cristo, que somos uno con él. Que nuestra adoración deber ser “ordenada”, pero no tiene órdenes rituales que cumplir. Cualquier “forma” de adoración es relativa y circunstancial.
El Dios que se encontró con Abraham, siglos después lo vemos de nuevo encontrándose con su descendencia cautiva en Egipto. Podía haber establecido esa misma tierra como su “lugar”, pues nada impedía la acción de su fuerza, pero quiso encontrarse con su pueblo en otra tierra. Así los sacó de Egipto, con ellos se encontró en el camino hasta la nueva tierra, y allí estableció
su casa.
Les dio leyes morales (se suele aceptar ese término para las que se consideran permanentes) y rituales, y puso en medio de ellos
su santuario,
su trono. Este es el espacio de encuentro entre Dios y su pueblo, como pueblo y como individuos. La condición de cada uno, de Dios y de su comunidad, se muestra en esas formas externas. Uno es perfecto en santidad, la otra tiene que arreglar su existencia para poder acudir a la presencia de su Dios.
Todo ritual, o mandamiento moral, supone encuentro ineludible. Por eso se necesita la expiación, la pacificación, la consagración, la comunión, etc. Todas las ceremonias expresan esas secciones.
Cristo cumplió la plenitud, en su obra están todas las parcelas unidas. Ya no hay más que hacer o cumplir.
También cumplió las formas simbólicas colectivas: las fiestas anuales de la congregación. No tenemos, por ejemplo, que celebrar una fiesta de tabernáculos en una fecha determinada; Cristo es nuestra Fiesta, cada instante.
Las formas rituales de la ley (que, además, ya no están con nosotros) no son como “sacramentos” que, por alguna calidad mágica, operan su efecto por sí mismos. No son poderes metidos en alguna vasija que solo necesitan la adecuada manipulación para que ejerzan su acción. Incluso en ese momento de ritualidad, lo que se percibe en la enseñanza del Antiguo Testamento es que eran el espacio donde se encontraba el individuo (o la casa, o la colectividad) con su Dios. Lo que prima es el encuentro, no el rito.
Luego tenemos cómo, al igual que otras naciones, Israel asumió el rito como si tuviera vida propia. Con ello se adquiere gran poder para los que manipulan esos “sacramentos”.
Esto lo digo para ocuparnos de lo que se está construyendo como judaísmo en la comunidad que regresa del cautiverio de Babilonia. La idea de encuentro se está “sacramentalizando”, con lugares, ritos, ceremonias y, sobre todo, poder en los que se instalan como indispensables para manipular y ofrecer esos ritos y ceremonia, esos “sacramentos”. (La misma ciudad de Jerusalén, algunos la convirtieron en sacramento, como hoy.)
Ya que he mencionada la fiesta de tabernáculos, puede servirnos para ver el conjunto. La nueva tierra, el espacio de encuentro que dispuso el Dios que los sacó de Egipto, ahora se divide en dos partes por la rebelión de las dos secciones: el Norte y el Sur. Judá (y Benjamín) conservan el orden ritual; las otras tribus fabrican otro modelo, aunque conserven el mismo referente. Ahora ya tenemos tres casas de Dios: en Jerusalén, en Betel y en Dan. En el Norte (=Israel) están con esta situación hasta su destrucción, durante 250 años, que no es poco. En el Sur (=Judá) hasta el destierro a Babilonia, y ahora en el regreso. ¿Qué rito o lugar producía la acción sacramental automática de cercanía y encuentro con Dios? Ninguno. Ni el templo en Jerusalén, ni la ciudad, ni los santuarios de Betel o Dan, ni Samaria. Esto se confirma con la destrucción de esos santuarios y lugares, y con la Palabra profética que les llega en la que se les indica que la presencia de Dios y su bendición no está unida a “sacramentos”. Tan rebelde es Samaria como Jerusalén. Tanto una como la otra está edificada con sangre e idolatría. Dios se encuentra con su congregación (con cada uno) en
su pacto de salvación por gracia.
En el Sur se celebraba la fiesta de tabernáculos; en el Norte se celebraba la fiesta de tabernáculos (allí con un mes de diferencia). ¿Quién la celebraba como espacio de comunión y consagración de lo recibido, como primicia de lo que vendrá en el futuro? Ahora, tras el regreso de la cautividad vuelven a celebrarla (Neh. 8:13-18). Bien hecho. Pero al poco vemos que las celebraciones no son
de Dios, sino de la propia comunidad; es decir, ésta se celebra a sí misma. (La cosa ya empezó en el culto que Caín ofreció.) Este es el gran peligro para todos siempre: tendemos a usar a Dios para celebrarnos a nosotros mismos. Nos encontramos con un Dios que hemos “fabricado” (un ídolo, pues) y nosotros nos presentamos como decidimos de sí mismos. Esto es el cristianismo en muchos casos a través de la Historia. No queremos que Dios sea como él dice, y que nosotros seamos y estemos como él dice. Queremos que él y nosotros nos encontremos como decidimos nosotros. Eso es la religión humana, que inició Caín.
Si alguien quiere hoy celebrar fiesta de tabernáculos en fecha y lugar específico, lo hace sin Cristo. El que tiene a Cristo tiene su Fiesta permanente; el lugar es su propia persona y el espacio donde camina: una ciudad libre, una cárcel, en salud o enfermedad, hombre o mujer, esclavo o libre, torpe o de gran cultura, de un color de piel u otro. Hoy solo se puede celebrar un ritual o “sacramento” que represente una sección de lo que será la obra perfecta del Mesías, fuera de Cristo. En él ya no hay opción de celebraciones de esa clase. Esta es la propuesta de los profetas de la época del regreso de la cautividad. En todos se afirma la seguridad y universalidad de la Casa de Dios, de Jerusalén, etc., pero como modelo de la presencia del Mesías. Sin el Mesías, el Cristo, todo queda en rebelión y en fábrica de la humana invención. Zacarías (con toda la dificultad propia del lenguaje profético) presenta una celebración universal de la fiesta de tabernáculos, con condiciones que solo pueden ser recibidas en la obra perfecta del Mesías, que ha cambiado la inmundicia en santidad, donde todo lo que se tiene ha sido santificado y es propio para la comunión y el encuentro con Dios. Él nos ha encontrado en nuestra sangre de inmundicia, pero nos ha lavado (con su propia vida derramada), nos ha adornado y nos ha presentado para sí mismo. Ésa es la redención, lo demás son rituales.
Aquí dejamos estas notas. La semana próxima, d. v., por estar a las puertas el congreso sobre Reforma Protestante Española, trataremos algo del mismo. Este año se recuerda la conquista de Navarra (1512), y el tema central es “Calvino y el Federalismo”.
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