¿Alguna vez has imaginado lo que podría ser para tu vida quedarte sin el sentido de la vista? De nuestros cinco sentidos, probablemente de éste es del que más intensamente dependemos. Hasta el punto de que los demás quedan muy supeditados a él. Oído, tacto, gusto y olfato tienen su función y valor, pero podríamos probablemente sacrificarlos a cambio de conservar las posibilidades que nos da la vista. Lo que vemos parece que existe, sin lugar a dudas. Lo que no, es difuso hasta el punto de que, a veces, negamos incluso su propia existencia.
Pensemos… ¿qué sucedería si, acostumbrados a ver por nuestros medios, de repente la vista desapareciera, sin más? Muchos atraviesan por esta circunstancia físicamente y, si en algo coinciden, es en que no es nada fácil de solventar. Implica aceptación, confianza en otros, nuevas estrategias para todo, desde caminar a llenarse un vaso de agua y, en definitiva, toda una nueva concepción de existencia. Sentirse a merced de la buena voluntad de los demás, aceptar la incapacidad que supone y el sentimiento de indefensión son, probablemente, otros de los muchos efectos colaterales que se suman a la ausencia de la vista, propiamente dicha.
La comodidad y la autosuficiencia que nos permite la vista no es fácil de conseguir por otros medios. Ver el autobús que viene a lo lejos, percibir los gestos en el rostro de quien nos habla, identificar una amenaza cuando se acerca… son situaciones que no tenemos suficientemente valoradas a la luz de lo que significaría tener que afrontarlas sin poder ver. Pero a veces es necesario afinar otros sentidos que han quedado mermados en el parapeto que les supone la vista. ¿Para qué afinar el oído o sensibilizar gusto, tacto y olfato, cuando nuestros ojos pueden aproximarnos a la realidad de una manera tan evidente y aparentemente sencilla? Nadie decide voluntariamente ejercitarse en estas cuestiones a no ser que tenga verdadera necesidad pero, ¿qué ocurre cuando esa necesidad llega?
Así nos sucede a veces cuando, en el plano de lo espiritual descubrimos que, aunque pensábamos que la vista era todo lo que necesitábamos, somos todo lo ciegos que uno podría imaginarse frente a lo que Dios quiere que veamos. Dicho de otra forma: seguimos dependiendo demasiado de la vista, de nuestra vista, también en lo espiritual y Dios tiene que cegarnos temporalmente y afinar nuestros otros sentidos ante él. El Señor trae en esos momentos necesidad a nuestras vidas para enseñarnos a ver, quizá por primera vez en nuestra existencia. Mientras nuestros ojos nos funcionan, o mientras lo que hemos de ver queda fuera de nuestro alcance, de nuestra zona visual, somos ciegos funcionales. No estamos acostumbrados a depender de los ojos de la fe, de la oración y de la confianza absoluta en el Dios que todo lo puede. Lo creemos, pero siempre que tengamos nuestros ojos para verlo, comprobarlo y confirmarlo. Aunque sea de reojo. Pero esto no es, en definitiva, más que confiar en nuestras fuerzas, lo cual queda bien lejos del propósito de Dios para nosotros.
La comprobación de Su buena voluntad no siempre se hace con los ojos de la carne, aunque nos gustara poder verlo de esa forma como para no tener duda alguna al respecto. De hecho, me atrevería a decir que el elemento visual físico tiene bien poco que ver en ello. Sin embargo, tantas y tantas veces, lo que nuestros ojos vislumbran sólo nos distrae y nos despista respecto a lo que Dios quiere mostrarnos. Solemos pensar que lo único que da garantías de que lo que sucede delante sea cierto es nuestra vista. Pero no solemos ver con exactitud a pesar de nuestra creencia al respecto. Nuestros ojos, como todos nuestros sentidos, son selectivos. Y esto pone muy de manifiesto nuestra falta de objetividad a la hora de interpretar la realidad que nos rodea.
Cuando miramos hacia alguna parte queremos ver “lo que queremos ver”, valga la repetición. Pero lo interesante y valiente, además de realista y valioso, sería que pudiéramos ver lo que Dios quiere que veamos. Nuestros sentidos no son tan fiables como creemos, ni mucho menos. No lo son porque nuestra mente tampoco lo es y, al fin y al cabo, ambas facetas en nosotros están estrecha y biológicamente ligadas. Nuestros sentidos captan una información que, en definitiva, nuestro cerebro interpreta y eso es, a veces, casi casi como si no hubiéramos visto nada. Obviamente esto no sucede siempre así, pero sí ocurre mucho cuando estamos condicionados hacia un determinado resultado, o deseamos fervientemente que algo pase.
En nuestras oraciones a menudo pedimos y pedimos, pero no siempre nos atrevemos a rogar con plena convicción de lo que significa que Dios nos muestre, ya sea con nuestros ojos o de otra manera, lo que Él quiere que veamos y no algo diferente. Porque, efectivamente, nuestros pensamientos y Sus pensamientos no son los mismos. Pedir que Su voluntad sea hecha en la Tierra igual que en el cielo también implica, en cierta medida, que Su gloria sea manifiesta en ese cumplimiento de Su voluntad tal y como sucede allí, sin lugar a dudas, sin prejuicios humanos, ni temor a errar… y sin que nada ni nadie la estorbe, ni siquiera nosotros. Su presencia allá es completamente visible e inapelable como para que ninguna otra cosa más tenga lugar. Y entre esas otras cosas que aquí molestan y allí no lo harán, están justamente nuestros sentidos y, particularmente, nuestra vista.
Cuando Dios manifestaba Su gloria, lo hacía de forma que el hombre no podía mirar directamente hacia ella. Contemplar la gloria de Dios implicaba la muerte, porque era simplemente intolerable poder estar en esa presencia sin consecuencias fatales. Es decir, no podía ser apreciada en todo su brillo e intensidad por los sentidos humanos, aunque el hombre quisiera. Sin embargo, se manifestaba de manera absolutamente indiscutible y sin generar ninguna clase de duda ante aquellos que estaban cerca. No se veía según estamos acostumbrados a ver las cosas, pero las personas que estaban frente a ella no podían por menos que convencerse de que lo que realmente allí pasaba era la gloria de Dios y solamente la gloria de Dios. Sus ojos eran otros.
Verdaderamente no podemos pedir nada mejor que el hecho de que Él se manifieste con Sus métodos, independientemente de los nuestros. Nuestros sentidos son imperfectos, incapaces, inevitablemente torpes. Pero Su gloria lo llena todo y Su conocimiento también. Si pensamos en la obra que el Espíritu hace en la vida de los creyentes, trayendo a ellos convicción de pecado en el momento de la conversión, conciencia de culpa cuando es necesaria para el perdón y arrepentimiento de cara al largo camino de la santificación, ¿por qué pensar que Él no puede mostrarnos otras muchas cosas bastante más “insignificantes” y “terrenales” que éstas, sin necesidad de que nuestros ojos mortales lo vean como están acostumbrados a hacerlo?
Ver con los ojos espirituales no es sólo una opción. Para los creyentes es, o debe ser, una necesidad. Deberíamos sentirnos ciegos cuando no es con los ojos espirituales que contemplamos la vida. Quizá habría de intranquilizarnos cuando nuestra única tendencia es sufrir si no vemos con nuestros ojos físicos lo que necesitamos ver. Y hemos de aprender a tener paz cuando Dios se muestra más allá de nuestros sentidos.
Sólo si al cerrarlos y sintonizar nuestro espíritu con el Suyo conseguimos ver con claridad y convicción, pero también en arreglo y coherencia con Su Palabra, lo que Él quiere que veamos, podremos vivir confiados. Sin engaños… sin interferencias… con valentía, con revelación y guía de lo alto.
Su voluntad sea hecha en nosotros…
Que sepamos verla con Sus ojos y Su Espíritu…
Cierra los ojos… ¿Qué ves?
Si quieres comentar o