Se hace llamar cristianismo algo que no lo es. En lugar de las enseñanzas del Evangelio, en la historia han sido construidas por múltiples personajes y movimientos distorsiones de la primigenia fe cristiana que sustituyen a ésta y acaban por transformarse en el rostro “legítimo” de lo que es ser cristiano.
En buena medida el sólido alegato de Jacques Ellul en
La subversión del cristianismo podría resumirse en el párrafo inicial de este artículo.
Sin embargo sería un error llegar a tal conclusión, porque entonces podríamos incurrir en soluciones instantáneas y voluntaristas (que por otra parte se requieren para cambiar el rumbo) que desdeñan las evaluaciones sociológicas e históricas.
Me explico:
los resultados, los frutos, de unas determinadas creencias —la explicitación personal y grupal de un núcleo doctrinal— solamente pueden ser evaluados transcurridos determinados lapsos de tiempo. Es entonces cuando se puede verificar qué tipo de efectos sociales, micro y macro, deja a los demás, pocos o muchos, las conductas de un grupo unificado confesionalmente. ¿Quiénes confesaban creer en que todos los seres humanos eran imagen y semejanza de Dios, fueron menos, igual o más racistas, machistas, intolerantes, pederastas que quienes no compartían esa creencia?
Ellul nos recuerda, y lo hace muy bien, que la fe cristiana es profundamente histórica, encuadrada en la realidad humana. Por lo tanto también
nuestra evaluación del cristianismo debe hacerse en las expresiones históricas del mismo. Combinar lo histórico con las herramientas sociológicas para que el estudio no sea mera acumulación de datos, sino que hagamos inferencias de esos hechos y sepamos comunicar sus enseñanzas.
En el libro de Ellul no hay respuestas fáciles, y no las hay porque las preguntas que el autor hace son sagaces, en muchos sentidos nos inquietan. Después de habernos dicho que el cristianismo ha sido adulterado históricamente, hace el siguiente cuestionamiento: “¿cómo pudo ocurrir esto, cómo semejante subversión, cuáles son las causas, cuáles los caminos, cuáles las etapas de semejante perversión?” (p. 31).
A tal interrogante dedica gran parte del volumen.
Sostiene que si bien es cierto el fenómeno de transmutación tiene algo de distorsiones en el terreno teológico (determinadas ideas no cristianas que se filtran en el corpus evangélico, entiéndase del Evangelio); son conductas muy específicas las que desvían al cristianismo de su ethos original.
Pone en primer lugar y sin lugar a dudas, dice, “la alianza con los poderes. No sólo en el momento del reconocimiento oficial del la Iglesia por Constantino, no sólo el
constantinismo que se ha perpetuado, sino una alianza querida por los cristianos y por la Iglesia con todo lo que representa un poder en el mundo”.
El resultado, con distintas intensidades en diferentes épocas, fue que el mundo no se cristianizó sino que el cristianismo se mundanizó.
El poder y su lógica de dominación, uniformización y verticalidad fue moldeando la expansión del cristianismo: “La Iglesia y la misión terminaron penetradas por el poder y totalmente alejadas de su verdad por la corrupción del mismo”.
Pocos, muy pocos, vieron en el momento de sucumbir ante la fascinación del poder político que en realidad iniciaba la cautividad de la Iglesia cristiana. Y cuando escribo en singular incluyo las múltiples expresiones existentes de comunidades cristianas en el siglo IV.
La nítida observación sociológica, y antropológica, que realiza Jacques Ellul para el inicio del
constantinismo es plenamente válida para los dieciséis siglos siguientes: las personas no son recipientes vacíos, al momento que se convierten, adhieren o fuerzan a hacerse cristianos, en su ser tienen contenidos creencias, valores y experiencias determinadas. No todo ello es resignificado y/o filtrado por la nueva fe, sino que ésta puede terminar absorbida por aquel conjunto. Creyéndose que se estaban cristianizando ciertas creencias, en realidad se estaba paganizando el Evangelio.
Tocante a quién absorbió a quién, Ellul es tajante, incluso corre el riesgo de ser tomado por un antecesor de la teoría del “Choque de civilizaciones” de Samuel Huntington. Pero el sociólogo/teólogo francés para nada se acerca al planteamiento del politólogo de la Universidad de Harvard.
Escribe Ellul: “[el cristianismo] se negó a entrar en guerra abierta contra las tendencias religiosas, intelectuales y sociales del Imperio, abandonó el radicalismo de Jesús y los profetas y adaptó los mensajes a las culturas diversa, es decir que modificó el contenido de la palabra que le fue confiado. Ha sido el triunfo del significante sobre el significado”. Nada más hay que aclarar que donde dice guerra el autor del libro en absoluto se refiere a conquista armada.
El tema es fascinante no sólo en términos históricos, sociológicos y teológicos; lo es también por las prácticas misionales y eclesiales que se desprenden de lo que entendemos por contextualización.
Contextualizar no debe ser sinónimo de acomodar el Evangelio al gusto de las personas y culturas (una especie de religión a la carta), y dejar completamente de lado aquellas enseñanzas que consideramos inadecuadas para ser transmitidas porque ellas mermarían el factor de aceptación del mensaje por parte de hombres y mujeres de un grupo sociocultural.
El ejemplo de Jesús nos da principios de contextualización que luego diluyen los expertos en diseñar estrategias sobre cómo ser aceptados culturalmente por el grupo a ser evangelizado. No es bíblica una teología de la contextualización que no tome con todas sus implicaciones y consecuencias la hermosa declaración de que “el verbo se hizo carne” (Juan 1:14), y que esa humanización es modelo para la misión del pueblo de Dios en Cristo (Juan 20:21 y Filipenses 2:5-11).
Al marginar la fuerza argumentativa evidenciada en nuevas vidas, al privilegiar la confesión de labios en lugar de una calidad de vida que con hechos cotidianos confiesa el señorío de Cristo (Mateo 15:8-9), al querer sistematizar lo que en la Palabra está disperso y en algunas ocasiones inacabado (ya oigo las descalificaciones de quienes para todo tienen respuestas, incluso de las preguntas que no han escuchado); connotados teólogos de todas las centurias pasadas se adentraron en debates interminables.
En muchas ocasiones se enfrascaron hasta el absurdo, dejando de lado lo sustancial: lo palpable de la obra del Espíritu Santo en la vida de los creyentes. Con la meticulosa sistematización de la doctrina por parte de una pléyade de brillantes teólogos se rigidizó la flexibilidad del poder del amor.
Confieso que las siguientes líneas de Ellul me han sacudido intelectual, ética y emocionalmente: “[hubo] una mutación fenomenal de la comprensión de la Revelación. Se trata del paso del paso de la historia a la filosofía […] Se planteaban preguntas intelectuales, metafísicas, epistemológicas, etcétera, e hicieron del texto bíblico un sistema de respuestas a esa cuestiones. Utilizaron el texto bíblico en función de sus necesidades en lugar de escuchar lo que el texto dice (¡también Calvino, por desgracia!) […] el Dios bíblico no revela una especie de sistema filosófico ni una construcción metafísica. Entra en la historia de los hombres, acompaña a su pueblo […] Para llevar a cabo su obra Dios no nos envía un libro de metafísica ni un libro sagrado de revelaciones gnósticas ni un sistema epistemológico completo ni una sabiduría acabada; nos envía un hombre”.
Ellul no está demeritando la actividad intelectual, sino exhibiendo cuando los cristianos quedan atrapados en categorías ajenas a la cosmovisión bíblica, y mecánicamente tratan de explicar la riqueza y diversidad de la Revelación en conceptos que en realidad la reducen, apresan y la despojan de su radicalidad.
El Señor nos manda que pensemos nuestra fe, que crezcamos en el conocimiento de ella colectivamente, al mismo tiempo nos recuerda que si no externamos lo que está en nuestra mente y corazón entonces tal vez todo sea una ilusión (Juan 14:15 y 1 Juan 1:3-6). La evidencia de que hay fe son los frutos de esa fe (Santiago 2:14-26). Una sostiene a las otras, hace que fluyan, de tal manera que es válido preguntarnos ¿si no existe ese flujo, habrá fe o todo es mera cuestión de rituales religiosos?
En la historia han tenido lugar muchos cambios de rituales religiosos que se presentan como evidencias de que se ha implantado la fe cristiana, y no ha sido así.
La pregunta pertinente, para no quedarnos en la comodidad de quien juzga a otros, es ¿y en nosotros hacia dónde se inclina la balanza?
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