Continuando con
la reflexión de la semana anterior, donde se habían puesto sobre la mesa algunas de las inquietudes de los profesionales que nos reunimos el 15 de septiembre en el Primer Encuentro para Empresarios, Autónomos y Directivos de la Iglesia Cristo Vive, y entendiendo que las conclusiones a las que se llegó pueden ser de utilidad y claridad para otros muchos profesionales que se encuentran ante circunstancias similares,
abordamos en estas líneas los puntos segundo y tercero que no se trataron en la primera consideración:
·
¿Cómo son, en general, las relaciones que se establecen entre contratante y contratado, siendo los dos cristianos?
·
¿Qué ocurre frecuentemente cuando una de las dos partes no es cristiana y la otra sí?
Entiéndase que, tal como se puso encima de la mesa en el artículo que abría esta serie, cualquier generalización peca de injusta y
no pretende denunciarse desde estas líneas que lo que no funciona responda a la totalidad de los casos. Esto no es cierto y ha de dejarse claro. Pero sí se puso de manifiesto en el debate que suscitó esta reflexión que
los casos que se exponen aquí no son la excepción, sino que corresponden, en muchos casos, incluso a la norma y que esto debe llevarnos a un cambio de rumbo y de dirección en ese sentido.
Las relaciones laborales nunca fueron fáciles. Ninguna relación en que media un principio de autoridad lo es. Y en una relación entre jefe y trabajador existe, justamente, una asimetría por la que uno manda y otro obedece. Efectivamente, hay muchas maneras de mandar y otras muchas de obedecer. Y es justamente en los matices donde muchas veces se decide el testimonio que volcamos hacia fuera, tanto desde la posición de contratantes como contratados, tanto como jefes como subordinados, tanto como cristianos como siendo no cristianos.
En lo que se refiere a esta última distinción, particularmente,
nos conviene recordar que el testimonio que damos no sólo ha de ser hacia los que no creen, sino principalmente y también hacia los que creen, porque lo que nos une es Cristo. Volvemos al famoso asunto de que, a veces, donde hay confianza, da asco y pareciera que nos reservamos en lo mejor hacia fuera para vender un Evangelio que no somos capaces de vivir entre nosotros, los miembros de la familia de Dios.
Quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano, a quien tiene cerca, con el que trabaja, si me apuran, miente. De no ser coherentes con este asunto, ya para empezar, seremos unos profundos hipócritas, no responderemos a lo que verdaderamente hemos sido llamados y ello se trasladará, sin remedio, también a nuestras relaciones laborales, de la misma forma que se traslada a nuestros hogares cuando somos de una manera fuera de casa y nos comportamos de forma diferente dentro. Sobre esto volveremos más adelante, pero conviene no perder de vista el objetivo desde principio a final de la reflexión.
Por esta cuestión es que, precisamente, he querido hacer esa distinción entre las relaciones de trabajo mixtas, en que se combina un jefe cristiano con un empleado inconverso y al revés. Porque,
curiosamente, los mayores conflictos se dan en la combinación pura: la que reúne a dos creyentes, principalmente porque tendemos a crearnos expectativas erróneas respecto a lo que el comportamiento de unos y otros debe ser.
Nos honra que, tantas veces, cuando una empresa contrata a un creyente, ese trabajador destaque por su buen hacer en obediencia a lo que entiende a la luz del Evangelio. Sin duda, esta es una forma de testimonio que, lejos de predicar a golpe de Biblia, predica a golpe de hechos. Trabajadores honestos, responsables, puntuales, abnegados y entregados a los objetivos por los que se le contrató, aunque sin faltar a principios superiores de moral y ética cristiana, amables con todos… son características que deberíamos buscar y que reflejan, en el ámbito laboral, el carácter y el espíritu de Cristo y Sus enseñanzas.
Igual sucede cuando un jefe creyente sabe ejercer su autoridad desde el buen hacer, desde la prudencia, la justicia, las buenas palabras, la rectitud, sin abusos de poder u otras prácticas tan habituales y tan reprochables, por otra parte, desde el punto de vista ético y moral del trabajo entre personas. En esos casos, los subordinados pueden ver en su superior el carácter del cristiano comprometido en obediencia con Su Señor y Sus enseñanzas. Y esto también es testimonio.
Sin embargo, como ya adelantábamos, algo ocurre en muchas ocasiones cuando un contratante cristiano le ofrece trabajo a un creyente. Hay situaciones en las que nada malo sucede. ¡Gloria a Dios por ello! Pero me pregunto por qué tantas veces esa combinación resulta en una bomba de relojería tanto para unos como para otros.
La conclusión a la que llegaba, tristemente, tiene mucho que ver con las expectativas que erróneamente nos creamos acerca del otro y de lo que será su desempeño laboral. Esas expectativas están muy mediadas por prejuicios que tenemos respecto a lo que debe ser la forma de comportarse de un cristiano en el trabajo. Y desgraciadamente, muchas veces esos prejuicios están errados, porque se basan en esas relaciones tipo “primos-hermanos” de las que hablábamos en el artículo primero de la serie que nos ocupa.
Pongamos ejemplos concretos. Jefe de sección creyente que tiene que contratar a alguien para cubrir una vacante. Piensa, en primer lugar, en beneficiar a algún hermano en la fe. Ni corto ni perezoso, se dispone a contratar a alguien con la experiencia y el perfil adecuados (partamos siempre de aquí, por favor) y así lo hace. Nuevo trabajador con nuevo jefe. No sería de extrañar que, como tantas veces sucede, ese jefe tenga expectativas desmesuradas acerca de su nuevo trabajador por el simple hecho de ser creyente. Quizá piensa que, motu proprio, decidirá hacer horas extra sin que se le paguen (como un acto de generosidad cristiana), responderá agachando la cabeza ante cualquier ejercicio dudoso de autoridad (porque el carácter del cristiano es medido y manso), aceptará retrasos en el pago del salario porque un buen cristiano “todo lo entiende”… Igualmente, pudiera suceder que el trabajador haya acumulado, erróneamente, buen número de expectativas inadecuadas sobre lo que debe ser un buen jefe. Quizá piensa que no le va a regañar aunque meta la pata, que va a tomarse con él los cafés que hagan falta entre horas porque, al fin y al cabo, somos hermanos, quizá va a mediar con los superiores cada vez que meta la pata o se relaje en “algún asuntillo sin importancia”… “Al fin y al cabo, el amor todo lo soporta”- piensa en su fuero interno-“y somos hermanos”.
Pues en esos casos, perdónenme, además de hermanos, volvemos a parecer primos. En las relaciones laborales, aunque seamos hermanos, entiéndaseme, no somos hermanos.
Nuestros roles en esa situación, los que nos toca desempeñar, deben ser los propios del trabajo para el que se nos contrata, seamos jefes o subordinados. Nuestras relaciones en la oficina o en una obra, o en el mercado, no son en los mismos términos que cuando nos cruzamos entre pasillos los domingos en la iglesia. Hemos de amarnos igual, hemos de apreciarnos y valorarnos igual, hemos de buscar el bien del otro…
Las consignas del Evangelio en todo lo que se refiera al buen hacer y las buenas formas han de estar presentes, pero no esperando un trato especial o de favor por el hecho de estar entre cristianos. Eso tiene más que ver con el propio interés y el egoísmo que con un carácter verdaderamente cristiano. Porque aunque debemos beneficiarnos unos a otros, no debemos dejar de ser justos y la acepción de personas nunca ha sido ni será una característica que refleje el carácter de Cristo. A veces pareciera que lo que esperamos al relacionarnos entre creyentes es justamente esto: trato de favor, ya sea pagado en dinero o pagado en especias y favores.
Todas estas apreciaciones no deben llevarnos a la conclusión de que debemos de dejar de trabajar unos con otros, o unos para otros, sino a reconsiderar profundamente la manera en que a veces lo hacemos. Ciertamente no somos fáciles las personas, ni lo son nuestras relaciones. Pero hemos de reconocer que generalmente nuestros prejuicios e ideas equivocadas acerca de los demás y nuestra forma de relacionarnos entre nosotros no nos ayudan demasiado. Más bien enturbian las relaciones y las deterioran.
Sigamos, por el contrario, optando por comunicarnos entre nosotros con honestidad y transparencia, transmitiendo una imagen clara de lo que esperamos de los demás y de su relación laboral con nosotros. Tengamos la excelencia y el buen hacer como el signo principal de nuestra identidad como trabajadores, no importa en qué puesto desempeñemos esas funciones, se desde más arriba o más abajo. Ojalá, a la luz de estas y otras consideraciones que cada cual pueda hacer al respecto, podamos llegar a cambiar el título del debate por un “¿Contratar a un creyente? ¡Sí, por favor!”.
Si quieres comentar o