La obra de Descartes separa radicalmente el concepto de conciencia (o razón) del de cultura (o mundo social) para resaltar el primero sobre el segundo en su relevancia para descubrir la verdad.
Según el pensador francés las creencias populares que forman parte del mundo social serían, en ocasiones, auténticas piedras de tropiezo en la búsqueda de la realidad. El espíritu humano no debería dejarse engañar por los cantos de sirena de la cultura y sus tradiciones sino que haría bien en escuchar únicamente las voces que provienen de su conciencia. Las ideas innatas serían las únicas que, convenientemente dirigidas por el método de la razón, podrían conducir hasta el conocimiento de lo real.
Este método que Descartes proponía se podría resumir en cuatro principios fundamentales. El primero sería, “no aceptar como verdad nada que no reconozca claramente serlo”. El segundo, “dividir cada uno de los problemas... en tantas partes como sea posible”. El tercero, “conducir las reflexiones de manera ordenada, comenzando por los objetos más sencillos y fáciles de comprender”. Y el último, “realizar enumeraciones tan completas y exámenes tan generales que se pueda estar seguro de no haber omitido nada”.
Lógicamente este individualismo extremo de la propia reflexión daría lugar a controversias en el seno de la ciencia social. Algunos seguidores del cartesianismo se opondrán años después a aceptar una imagen del hombre como ser completamente socializado. Hay que reconocer que Descartes no fue un teórico social pero sí realizó ciertas aportaciones a la sociología, desde las famosas coordenadas cartesianas que se utilizan no sólo en matemáticas sino también para representar ciertos fenómenos sociales, hasta las nociones enfrentadas de conciencia y cultura.
El pensamiento de Descartes en su intento de explicar mecánicamente la estructura interna de todos los seres naturales, desde las piedras hasta el propio hombre, y el comportamiento general de la naturaleza, se inspiró en el atomismo de filósofos griegos como Demócrito, para quien la materia estaría formada por partículas indivisibles, los átomos, que serían inmutables e imperecederos ya que no habrían tenido principio ni tampoco podían dejar de ser.
Como señala Alfonso Ropero: “Descartes todavía necesitaba a Dios en su teoría, pero no así sus herederos. Para éstos la materia se basta a sí misma para explicar cuanto existe. La materia es el verdadero Dios tangible y demostrable: ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma; tiene en sí misma su principio y finalidad suficientes” (ROPERO, A.,
Introducción a la filosofía, Clie, Terrassa, Barcelona, 1999: 369). De manera que la filosofía posterior derivaría por derroteros que convertirían el mecanicismo cartesiano en el más puro materialismo mecanicista. Según éste la conciencia humana e incluso la vida espiritual no serían más que el resultado de las fuerzas ciegas que operan en la materia. El universo carecería de finalidad y, por tanto, Dios resultaría del todo innecesario.
Sin embargo, durante el siglo XX este materialismo fue cuestionado seriamente desde la misma filosofía, desde la física cuántica e incluso desde la psicología. Hoy existen numerosos pensadores e investigadores convencidos de que la conciencia humana no puede reducirse al simple juego de los átomos.
Tal como remarca el psicólogo Jose Luis Pinillos: “
Sin cerebro no hay conciencia, pero la conciencia no es el cerebro” (PINILLOS, J. L.,
La mente humana, Temas de hoy, Madrid, 1995: 111). La concepción de la mente y del espíritu humano que se tiene en la actualidad es muy diferente de la que proponía el materialismo decimonónico. La conciencia se entiende como aquella función cerebral propia de la persona que trasciende la pura materia de que está hecho el cerebro. Todavía se desconoce en qué consisten los procesos mentales superiores, pero una cosa parece estar clara, no se pueden restringir a funciones exclusivamente materiales.
Por otro lado, la sospecha de la razón se ha hecho patente sobre todo durante la época postmoderna. El sociólogo Max Weber fue quizás uno de los primeros en darse cuenta de que la racionalización moderna de la sociedad no conducía a ningún paraíso en la tierra, sino más bien a un mundo completamente deshumanizado.
Aplicar los parámetros de la razón al desarrollo de la sociedad era como introducir al ser humano en una auténtica jaula de hierro. El progreso tecnológico y científico ha hecho mucho bien a la sociedad pero también ha contribuido a su propio descrédito.
La grave amenaza que supone el armamento nuclear, el nefasto deterioro medioambiental del planeta, la proliferación de nuevas enfermedades como el sida o el peligro de la manipulación genética de los seres vivos, son como crespones de luto clavados sobre la bandera de la razón y la utopía científica.
También el comportamiento fratricida y sanguinario característico de todo el siglo XX ha hecho que
en la actualidad se haya perdido casi por completo la fe en las maravillosas promesas de la razón. En su lugar, el hombre postmoderno prefiere colocar la emoción y el sentimiento.
Según la opinión del escritor Milan Kundera,
en relación a la famosa frase cartesiana, actualmente el “pienso, luego existo” debería traducirse más bien por un “siento, luego existo” ya que el
Homo sapiens se habría convertido en un
Homo sentimentalis que habría revalorizado el sentimiento por encima de la razón. Hoy se prefiere sentir, en vez de pensar.
De cualquier manera, aunque el antiguo mito de la razón propuesto por Descartes, haya demostrado su incapacidad para hacer feliz al hombre y dar lugar a una sociedad justa, sería iluso creer que durante la postmodernidad el ser humano ha renunciado a su tradicional deseo de autonomía e independencia de Dios.
Es verdad que hoy proliferan por doquier religiosidades de todo tipo y que muchos individuos procuran saciar su sed espiritual de diferentes maneras, pero el anhelo profundo del alma humana continúa siendo el mismo. El deseo de probar el fruto prohibido para ser como dioses, la aspiración primigenia a la emancipación del Creador y al autogobierno, siguen presentes en todos los rincones de la geografía humana.
La fe en que la razón capacita absolutamente al hombre para descubrir toda la realidad y que aquello a lo que la razón no puede dar explicación es porque no existe, no terminó con el ocaso del positivismo, sino que todavía pervive en el sentimiento de muchas criaturas.
El mito de Descartes consistente en pensar que la fuente de todo conocimiento verdadero no es Dios sino la experiencia humana, continúa vivo e influye poderosamente en la forma de ver la realidad y entender el mundo que sigue teniendo el hombre contemporáneo.
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