Por lo que respecta a la relación entre el creyente y la política, algunos teólogos han intentado demostrar que Jesús fue un luchador a favor de la liberación judía del Imperio romano.
Un zelota que defendía apasionadamente al pueblo de Israel, incluso mediante el uso de la violencia, ya que estaba convencido de que la soberanía de Roma atentaba claramente contra la soberanía absoluta de Dios.
Sin embargo, esta teoría apenas encuentra justificación en las páginas del Evangelio. Jesús no fue un revolucionario político ejecutado por los romanos a causa de una revuelta.
Es verdad que la tentación del poder político llamó a la conciencia de Jesucristo en algún momento de su vida. Las palabras diabólicas del desierto de Judea, en relación a los reinos del mundo: “Todo esto te daré si postrado me adorares” (Mt. 4:9), podrían muy bien referirse a tal incitación.
Pero lo que está suficientemente claro es que el Señor rechazó siempre estas proposiciones para ejercer el poder político. Es la situación que menciona también el evangelista Juan con motivo de la alimentación de las cinco mil personas: “Pero entendiendo Jesús que iban a venir para apoderarse de él y hacerle rey, volvió a retirarse al monte él solo” (Jn. 6:15). El Señor siempre fue consciente de que su reino no era de este mundo.
A pesar de que en el círculo más íntimo de sus discípulos había antiguos zelotas, como Simón Zelote y posiblemente Judas Iscariote,
el Maestro rehusó sistemáticamente la violencia y el extremismo característico de estos nacionalistas.
Cuando en Lc. 22:36-38 Jesús recomienda a sus discípulos que quien no tenga espada, venda su capa y se compre una, no está haciendo apología de la violencia. Casi todos los comentaristas están de acuerdo en que estas palabras deben entenderse en sentido figurado. La intención del Señor fue decirles que los tiempos tranquilos se habían terminado. A partir de ese momento la predicación del mensaje cristiano iba a pasar por etapas de odio, rechazo y persecución. Jesús utilizó un tono irónico para expresar la necesidad, por parte de sus mensajeros, de tener una actitud de lucha contra las adversidades venideras.
Tal consejo no debía entenderse de forma literal o al pie de la letra como hicieron sus oyentes. De ahí que al sugerirle: “Señor, aquí hay dos espadas”, Jesús les respondiera con tristeza y algo de frustración, al comprobar que no le habían comprendido: “Basta”. Después, ante la pregunta directa de uno de sus discípulos: “Señor ¿heriremos a espada?”, el Maestro volvió a responder: “Basta ya; dejad” (Lc. 22:49-51) y sanó la oreja cortada al siervo del sumo sacerdote.
Pero
donde se concreta más explícitamente este rechazo de Cristo a la violencia de las armas es en el relato que ofrece Mateo: “Entonces Jesús le dijo: Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán” (Mt. 26:52). No hay ningún tipo de duda, Jesús no fue un zelota violento y extremista sino que, por el contrario, siempre fomentó la paz y se opuso a las agresiones físicas entre las personas.
Tampoco debiera pensarse que el Señor fue un perfecto apolítico despreocupado de las cuestiones del Estado o de la vida pública de su comunidad. Las interesantes palabras que recopila Marcos así lo dan a entender: “Respondiendo Jesús, les dijo: Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Mc. 12:17).
Los fariseos y los herodianos intentaron provocar al Maestro mediante una pregunta fundamental en la ética política de aquel tiempo. Su intención fue mezclarle en el debate de si era justo o no pagar tributo a César. Ellos eran partidarios de hacerlo ya que utilizaban sin ningún tipo de escrúpulos el dinero de los romanos. Sin embargo los judíos nacionalistas consideraban que tales impuestos eran una clara humillación para Israel, pues les recordaban continuamente su dependencia y sometimiento al Estado romano.
Jesús actuó con sabiduría. Les pidió una de aquellas monedas que eran emblema de la discordia, un denario romano de plata. En el anverso del mismo aparecía el César con una corona de laurel, símbolo de su dignidad divina, bajo una inscripción que decía: “César Tiberio, hijo adorable del Dios adorable”. Mientras que en el reverso figuraba la emperadora madre situada sobre el trono de los dioses romanos en representación de la paz celestial. Era evidente que aquella moneda pertenecía a César. De la misma manera, el ser humano pertenece a Dios. El reparto era, por tanto, simple. El dinero para César y el hombre para Dios. Jesús opta por el equilibrio del punto medio.
Ni la revolución sangrienta que proponían los zelotas negándose a pagar impuestos, ni tampoco la mitificación gloriosa del César y del imperio romano que asumían los colaboracionistas.
El Maestro desacraliza la autoridad estatal de Roma y, a la vez, considera que el pago de los tributos es algo congruente y necesario para el buen funcionamiento de la sociedad. Esto no significa, como en ocasiones se ha mantenido, que el Maestro propusiera un maridaje entre la religión y el Estado o una alianza entre el trono y el altar. Ni tampoco que los ciudadanos tuvieran la obligación de obedecer en todo al César como se debe obedecer a Dios. No se está abogando aquí por un Estado religioso o por una Iglesia nacional.
El paralelismo que existe en esta frase de Cristo es notablemente antitético. César no se puede comparar con Dios. No es el soberano quien puede decidir de forma autónoma lo que le corresponde a él y aquello que pertenece a Dios, sino Dios mismo. Los requerimientos del Estado siempre tendrán un importancia relativa cuando se comparan con las demandas de Dios.
El hecho de que el Señor se mantuviera en el término medio de la moderación, sin rechazar abiertamente la figura de César, no debe entenderse tampoco como una aceptación indiscriminada del Estado romano. Pues, la muerte de Cristo en una cruz según el estilo de las torturas practicadas por Roma, demostró hasta que punto tuvo que oponerse al poder incondicional y a la injusticia del imperio romano.
El apóstol Pablo siguió también la misma línea argumentativa que Jesús. Los siete primeros versículos del capítulo trece de la epístola a los Romanos, a pesar de haber sufrido distorsiones por parte de ciertos comentaristas que creyeron ver en ellos la justificación evangélica para una actitud servil de sumisión al Estado, sugieren simplemente que el cristiano debe respetar las leyes civiles del país en que vive.
No es ético que un creyente eluda las obligaciones que comparte con el resto de los ciudadanos. El argumento principal de Pablo es que, en definitiva, toda autoridad ha sido establecida por Dios, incluso aunque ella misma no quiera admitirlo. Seguramente el apóstol se inspiró en el proverbio que dice: “Por mí reinan los reyes, y los príncipes determinan justicia” (Pr. 8:15) y en las palabras del propio Jesucristo en relación al pago de impuestos. Según la doctrina paulina, los creyentes deben saber que cuando venga el “día del Señor” será él quien reine de forma absoluta (1 Co. 15:26-28) pero mientras tanto, conviene obedecer a los gobernantes de las naciones. ¿Y si éstos actúan despóticamente? ¿qué hacer ante las dictaduras que no respetan los derechos humanos ni actúan con justicia?
Pablo se refiere en este pasaje sólo a las autoridades legítimas que gobiernan de manera responsable. De las demás no dice nada. Aquí se concentra exclusivamente en los deberes de los súbditos cristianos, no en los del gobierno.
No obstante, del versículo 3: “Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo” (Ro. 13:3), puede deducirse cómo debería ser, según la concepción apostólica, la labor de los legisladores y del propio Estado. Los gobiernos no han sido establecidos por Dios sólo para velar por la propiedad privada de los ciudadanos, como pensaban los romanos, sino sobre todo para promover el bien y proteger al pueblo.
Por supuesto Pablo no cerró los ojos a la realidad. Él sabía de la existencia de muchos gobernantes tiránicos que oprimían injustamente a los ciudadanos o se oponían a la predicación del Evangelio. De hecho, conocía por propia experiencia este tipo de situaciones. Cuando se le descolgó en canasto desde una ventana de los muros de Damasco, fue precisamente para huir de una mala autoridad, el gobernador de la provincia del rey Aretas que deseaba prenderle (2 Co. 11:32-33). Pablo había sufrido arrestos, castigos, azotes y cárcel, tanto por parte de los romanos como de sus propios compatriotas judíos.
Era, por tanto, perfectamente consciente de que la obediencia a ciertos gobernantes debe tener un límite.
El hecho de que fuera condenado a muerte, y muriera en Roma, habla muy claro de hasta dónde debe llegar el sometimiento a la autoridad. Ningún gobierno humano que pretenda silenciar la voz del mensaje de Cristo o imponga una apostasía obligatoria para los creyentes, merece sumisión ni acatamiento. El respeto a la conciencia y a la fe de los ciudadanos debe ser una de las primeras obligaciones de los Estados. Sin embargo, para Pablo, este rechazo a obedecer a tales gobiernos no es incompatible con la creencia de que las autoridades superiores han sido establecidas por Dios.
El principal problema de conciencia que se generaba en los creyentes, que vivían bajo el poder de gobiernos imperiales como el de Roma, era el de reconocerles una dignidad de carácter divino. Los cristianos respetaban al emperador, porque ésta era la voluntad del Señor Jesús, pero reconocían que su dignidad era la de una criatura humana y nunca podrían rendirle el culto que le reservaban a Dios.
Esta negación a adorar al César hizo correr mucha sangre por motivos religiosos. El rechazo del culto al emperador era considerado por el gobierno romano como un grave crimen, el
crimen laesae maiestatis, un acto anárquico de ateísmo que merecía la confiscación de bienes, el destierro o incluso el martirio. Sin embargo, es aleccionador ver cómo reaccionaron los cristianos primitivos ante tales persecuciones. En el Apocalipsis de San Juan, cuando se describen estos trágicos momentos para la Iglesia, no se hace un llamamiento a la revuelta armada, a la rebelión, el terrorismo o la guerra santa, sino que, por el contrario, se propone una resistencia paciente y no violenta: “Si alguno lleva en cautividad, va en cautividad; si alguno mata a espada, a espada debe ser muerto. Aquí está la paciencia y la fe de los santos” (Ap. 13:10). Frente a la terrible “bestia” que era el Imperio romano (13:1), cada cristiano debía asumir el futuro que Dios había previsto para él por difícil y desagradable que fuera. La paciencia y la fe tenían que llevarles a someterse a la voluntad de Dios, antes que claudicar de sus principios. Ante el poder diabólico del mal en este mundo, hay situaciones en las que la única posibilidad que le queda al creyente es resistir de forma pacífica incluso hasta el martirio.
Es evidente que Maquiavelo no estaría de acuerdo con esta determinación de los primeros cristianos. Pero, seguramente, tampoco lo estaría con la actitud de Jesús de arrodillarse y lavar los pies a sus discípulos, sabiendo de antemano que entre ellos estaba también el propio Judas Iscariote que le traicionaría.
Sin embargo,
esta es en realidad la profunda sima que separa el mito del príncipe nuevo, tan poderoso todavía en nuestros días, del mensaje de aquel gran Príncipe de paz que fue el Galileo.
Las dos orillas que se anteponen sobre tal abismo son la luz y las tinieblas, la vida y la muerte pero también el amor y el odio.
Según el pensamiento del Evangelio, el odio no es otra cosa que quererse a uno mismo a costa del otro. Y el producto de este egoísmo es generalmente la muerte. “El que no ama a su hermano, permanece en muerte... es homicida; y... ningún homicida tiene vida eterna” (1 Jn. 3:14-15).
A esta fosa conduce inevitablemente el mito de Maquiavelo, sin embargo el amor fraterno que propone Jesús desemboca en la entrega, la solidaridad y la auténtica vida.
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