Indagar la historia del protestantismo mexicano en alguna de sus manifestaciones desde adentro, es decir, como militantes, obliga, como se sabe, a tomar una difícil distancia crítica que únicamente se puede lograr con un manejo adecuado de metodologías que permitan superar las visiones hagiográficas o triunfalistas.
Y es que cuando se trabaja con la intención de producir “biografías autorizadas” o volúmenes consumibles para la auto-alabanza, se corre el riesgo de obtener perspectivas limitadas que poco abonan para la comprensión de los procesos en los que han participado las comunidades. Algunos esfuerzos previos por “adecuar” el comportamiento de los grupos protestantes para situarlos en relación con determinadas circunstancias, lo que se reprochó a Jean-Pierre Bastian al estudiar las sociedades evangélicas de la época del Porfiriato, especialmente al advertir las derivaciones ideológicas posteriores, complican la percepción del panorama global.
De ahí que exhortaciones como las del recientemente fallecido teólogo metodista argentino José Míguez Bonino sigan tan vigentes al momento de acometer acercamientos a los precursores/as olvidados: “El protestantismo latinoamericano necesita desesperadamente esa carta, esa herencia. Y la necesita especialmente en esta hora de crecimiento acelerado, de renovación y fervor religioso, en un mundo al que parecen haber “regresado” todos los dioses. Es preciso que, en esta hora, sepamos vincular memoria y destino, recuerdo y esperanza, pasado y proyecto”.
[1]Esa ausencia de “raíces”, de raigambre plena en el seno de las culturas nacionales ha hecho que en innumerables ocasiones el sambenito de extranjerismo siga siendo una realidad, a pesar de las resistencias naturales negadas también por una praxis que sigue privilegiando las influencias externas de “relumbrón”, como en el caso de las traducciones de autores anglo-sajones de amplia presencia en las iglesias.
Míguez agrega otra intuición fundamental: “Unos y otros [los/as militantes de segunda y tercera generación] necesitamos a los historiadores para que nos permitan recuperar la continuidad y sentido de las ‘historias’, entender la dirección y el propósito de las ‘peculiaridades’, reconstruir el mundo en el que vivieron nuestros padres para poder verlo; no sólo desde la distancia de nuestros propios códigos ideológicos, sino desde la vida cotidiana de su propio tiempo”. Por ello, los historiadores/as propios han debido desprenderse de conceptos establecidos, aplicables de distinta manera a la situación propia, como sucede con el de
secularización que, enfrentada al ambiente mexicano, ya no funciona igual, especialmente por las ambigüedades de los gobiernos para aplicar las leyes en materia religiosa. Eso ha sido muy claro en los últimos dos sexenios, de orientación abiertamente filocatólica.
Reconstruir esta historia mediante el estudio de nombres entrañables, circunstancias y épocas ya idas en las que, según se dice, “se supo bien qué hacer”, obliga a asumir horizontes críticos que, obviamente, pueden irritar a los espíritus dominados por el triunfalismo eclesiástico, por lo que las celebraciones institucionales de algunas iglesias no siempre promueven un revisionismo histórico en el que las nuevas generaciones pueden no solamente “aprender la experiencia” de sus mayores sino que, además, les permita ingresar al pasado con recursos nuevos y, eventualmente, transformadores.
El atrevimiento de los jóvenes historiadores enfrenta, de manera casi natural, la oposición de quienes resisten el impacto de las evidencias y en ocasiones deben buscar espacios académicos neutrales para realizar su labor. Es lo que ha estado sucediendo en los últimos años, cuando en diversas universidades públicas se han publicado tesis sumamente atendibles.
Los trabajos de investigadores como Ariel Corpus, Deyssy Jael de la Luz García, Penélope Ortega, Raúl Méndez y Hugo Daniel Sánchez abren nuevos rumbos para el abordaje histórico e interdisciplinario de la presencia protestante.
El historiador costarricense (también ya finado) Arturo Piedra y otros estudiosos se han preguntado hacia dónde va el protestantismo en estos tiempos tan distintos a los que conocieron los pioneros/as.
[2]Desde su propia experiencia como fruto de una misión extranjera tradicionalista, Piedra demostró la posibilidad de desmontar creencias y actitudes, como lo hizo con la evangelización, cuya comprensión tan limitada sigue permeando las mentalidades de amplios grupos y denominaciones.
[3]Eso podría marcar la pauta para abordar muchos de los aspectos y contenidos de la vida comunitaria e institucional: educación, predicación, misión, pastoral, etcétera.
Porque
también existe una vertiente ética a la hora de reconstruir y tener el valor de deconstruir la historia propia, la que puede doler ante el encuentro con episodios y acciones cuestionables. Ésa es la razón por la que no se pueden aceptar visiones tan falsamente inocentes y abiertamente falseadas e incompletas como la de un burócrata y dirigente de larga trayectoria (Saúl Tijerina, en Peregrinaje de un pueblo, 1993), quien despachó uno de los periodos más conflictivos de la historia del presbiterianismo (el transcurrido entre 1953 y 1958, cuando se puso haber superado el tan dañino dualismo ideológico) con una frase superficial, pues según él sólo se trató de “polvo en el camino” de una “iglesia triunfante”. Ante acciones de este tipo, las palabras de Míguez Bonino son tan exactas y exigentes para quienes investigan el pasado evangélico: “Todo eso somos y necesitamos saberlo, para dar gracias a Dios por un lado, pero también para pedir perdón; para reconstruir sobre esas viejas historias nuestras liturgias —como en los antiguos salmos— para animarnos a añadir a esos testimonios los nuestros, a su invitación a la fe la nuestra, para volver a implorar el soplo del Espíritu”.
Hacer historia, en los dos sentidos: protagónico e investigativo, es también una tarea teológica para quienes se atreven a describir y descubrir los acontecimientos con una metodología rigurosaatenta a las fuentes, discursos y contradicciones propias de procesos que no obedecen a los deseos piadosos e idealistas de dirigencias que deben justificarse a sí mismas sino que más bien dependen de la multiplicidad de factores ante los cuales las iglesias o comunidades están expuestas siempre. Renunciar a documentar, revisar y actualizar la historia puede convertirse, así, en un acto de deshonestidad ética y espiritual.
Por otro lado, urge (re)valorar la presencia misionera en el país, especialmente porque se ha incurrido en los extremosde sobrevalorar la actuación de quienes, a partir de la llegada de James (“Diego”) Thompson, educador y colportor escocés que desde los años 20 del siglo XIX colaboró con el gobierno, organizaron congregaciones, o de menospreciar su trabajo. Personajes como Melinda Rankin y el médico Grayson (“Julio”) Mallet Prevost, iniciadores del presbiterianismo en momentos y ubicaciones muy precisas (Tamaulipas y Nuevo León, en el primer caso, y Zacatecas en el segundo), deben ser estudiados con mayor detenimiento para superar las idealizaciones de las que han sido objeto. Joel Martínez López, en su investigación de 1972 dedicó sendos capítulos a cada uno y, para equilibrar, a dos nacionales (Arcadio Morales y Leandro Garza Mora). Apolonio Vázquez, a su vez, puso por delante una larga lista de misioneros estadunidenses antes de ocuparse de los primeros pastores mexicanos.
La dinámica entre misioneros y misionados no ha sido suficientemente analizada, especialmente si se recuerda que los primeros llegaron como parte de la invasión de 1847. Ése es un capítulo pendiente y que depara todavía muchas sorpresas.
[2]Cf. Arturo Piedra, Sidney Rooy y H. Fernando Bullón, ¿Hacia dónde va el protestantismo? Herencia y prospectiva en América Latina. Buenos Aires, Kairós-Fraternidad Teológica Latinoamericana, 2003.
[3]Cf. A. Piedra, Evangelización protestante en América Latina. Análisis de las razones que justificaron y promovieron la expansión protestante. 2 tomos. Quito, CLAI-UBL, 2000-2002.
Si quieres comentar o